Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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Sonó un teléfono. Creía que era el de su despacho, pero cuando se levantó, se dio cuenta de que el sonido provenía del interior de la chaqueta de su traje. Sólo llevaba un móvil encima, el que le había dado Malcolm Fletcher.

– ¿Ha mirado hoy en el buzón? -preguntó Fletcher.

– No.

– He metido un sobre en él -dijo Fletcher-. Dentro encontrará un DVD que contiene el vídeo de las cámaras de vigilancia donde aparece el hombre que mató a Emma. Llámeme cuando lo haya visto.

Hale abrió la puerta de su despacho. Su asistente había colocado la correspondencia del día en la bandeja de cuero de encima de la mesa pequeña, junto a otra botella de bourbon Maker's Mark. Debajo de todo había un pequeño sobre acolchado. En la dirección del remitente figuraba el nombre de Malcolm Fletcher. Hale advirtió que el sobre no llevaba franqueo.

De pie frente a su mesa, Hale sujetó la pestaña del sobre y la arrancó para abrirla. Un DVD plateado y brillante cayó encima de su cartapacio.

En el despacho tenía un televisor con aparato de DVD. Se aseguró de que la puerta estaba cerrada con llave y, a continuación, metió el disco en el aparato y esperó.

En la grabación de las cámaras de seguridad del garaje la imagen era granulada, en color y sin sonido. En la pantalla del televisor, un hombre vestido con vaqueros, una gorra de béisbol y un impermeable atraviesa corriendo el garaje, en dirección al ascensor privado. Pulsa el botón y luego agacha la cabeza mientras cierra los puños a ambos lados del cuerpo, con las manos enfundadas en unos guantes. Está de espaldas a la cámara.

Se abren las puertas del ascensor y el hombre entra en él. No se vuelve en ningún momento, sino que se limita a quedarse allí quieto, con la cabeza siempre agachada. Sabe que las cámaras lo están observando y grabando.

Las puertas empiezan a cerrarse. Vuelve la cabeza y la cámara capta una imagen fugaz de su cara mientras pulsa el número del apartamento de Emma en el ático.

Jonathan Hale desvió su atención hacia la esquina inferior derecha de la pantalla del televisor, a las letras blancas que indicaban la fecha y la hora de la grabación: 20 julio; 2:16. Emma llevaba desaparecida dos meses. El hombre que la secuestró había decidido, por sabe Dios qué razón, entrar en el apartamento a buscar un relicario.

¿Por qué? ¿Por qué iba aquel monstruo a arriesgarlo todo por un simple collar? ¿Por qué iba a realizar aquel acto de aparente buena voluntad sólo para, pocos meses después, matarla miserablemente?

La grabación finalizó y el televisor se quedó a oscuras.

Con la mirada fija en la pantalla, Hale se imaginó a su hija atrapada en algún zulo cochambroso, sin luz ni ventanas; Emma sola, confusa y asustada, obligada a hacer cosas que sólo Dios podía ver. Cuando gritaba de dolor, cuando le pedía consuelo a Dios, ¿le escucharía éste o le daría la espalda? Hale ya conocía la respuesta.

Repasó los hechos.

Hecho número uno: el hombre había entrado a través del garaje.

Hecho número dos: había esperado a que alguien abriese la puerta y luego se había colado dentro.

Hecho número tres: el detective Bryson había dicho que había agentes montando guardia delante del edificio. ¿Por qué no habían visto a aquel tipo? Si los hombres de Bryson hubiesen hecho su puñetero trabajo, habrían visto a aquel hombre, lo habrían atrapado y Emma estaría viva.

Ese era otro hecho.

Hale volvió a reproducir el DVD, torturado por el recuerdo de Emma sentada en aquel mismo sillón, viendo Sonrisas y lágrimas. Tras la muerte de Susan, Emma veía esa película una y otra vez, e insistía en hacerlo allí, en el despacho, para poder estar cerca de él. No había entendido la relación hasta ese momento: la madre moría y los niños encontraban una nueva madre en la figura de la niñera. «Emma debía de ver la película para consolarse, porque yo no podía hacerlo.»

En ese momento, Hale miraba una película para consolarse. Una vez más, contempló al hombre que había matado a su hija, que había sido el último en ver a Emma con vida, en hablar con ella, el último hombre en tocarla.

Hale agarró el brazo del sillón con fuerza al evocar un nuevo recuerdo: Emma, cuando tenía poco más de un año, sentada en su regazo mientras él hablaba por teléfono. No recuerda con quién hablaba, aunque seguramente era una llamada de negocios. Lo que sí recuerda en ese instante, con toda claridad, vividamente, es el olor del pelo limpio de su hija, la curva de su moflete blando y regordete al apretarla contra su cuello. Recuerda cómo ella se quedó boquiabierta examinando su bolígrafo, que sujetaba entre sus manitas minúsculas, con los ojos abiertos como platos, llena de asombro.

Hale sabía que se pasaría la mayor parte de lo que le quedaba de vida deseando poder volver atrás en el tiempo hasta ese momento. Si Dios le concediese, de algún modo, aquel deseo imposible, colgaría el teléfono y se limitaría a contemplar a Emma jugueteando con el bolígrafo. Sabía que podría quedarse para siempre anclado en ese recuerdo y ser feliz.

Capítulo 48

Malcolm Fletcher se encontraba delante de una ventana desprovista de cristal en el interior de las ruinas polvorientas y rodeadas de oscuridad de la planta superior del Sinclair, observando la carretera principal. Había escogido aquel punto porque la cobertura para el móvil era muy potente y por la vista espectacular que ofrecía del recinto, acentuada por unos excelentes prismáticos con visión nocturna, equipados con tecnología de infrarrojos. Con sólo accionar un interruptor podía localizar las emisiones térmicas de cualquier persona sentada en el interior de un coche o una furgoneta, realizando funciones de vigilancia.

Fletcher examinó la zona con los prismáticos. Los guardas de seguridad de Reed patrullaban el recinto en turnos, centrando su atención en las formas menos ortodoxas de entrar en el psiquiátrico. Había distintos accesos, y muchas posibles vías de escape sin ser visto.

Mientras proseguía con su inspección ocular de las inmediaciones del hospital, pensó en el hombre que había visto en la grabación de seguridad del garaje de Emma Hale. Aquel individuo había cometido un error garrafal: se había vuelto antes de que se cerrasen las puertas del ascensor y la cámara de seguridad había captado una imagen fugaz de su rostro. Era suficiente. Fletcher realizó una captura de la imagen con su ordenador y el software de ampliación de imágenes de vídeo hizo el resto.

El hombre que había sacado el relicario de la casa de Emma Hale guardaba un asombroso parecido con un paciente llamado Walter Smith, un esquizofrénico paranoide de doce años que resultó completamente quemado en un incendio con gasolina. Retrocediendo varios años en el tiempo, Fletcher rememoró la primera vez que había visto a Walter.

El muchacho estaba sentado en la cama de su celda en el hospital, con la cabeza calva surcada por una maraña de cicatrices, puntos de sutura y piel en carne viva. Un par de gafas de lentes gruesas ampliaban los terribles daños que había sufrido en el ojo izquierdo. Lo tenía completamente abierto, y no pestañeaba en absoluto.

Walter se abrazaba el estómago. Cuando no tenía arcadas encima de una papelera, se mordía la lengua mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, tratando de detener los temblores.

– Necesito a María -suplicó Walter-. Necesito que me lleve junto a ella.

– ¿Dónde está?

– En la capilla. Por favor, lléveme con ella para que María me quite este dolor.

Colgados de las paredes había trozos de papel de cartulina con unos dibujos espectaculares, llenos de detalles, hechos con ceras y rotulador mágico, en los que se veía a un chico sin cicatrices y sin el rostro desfigurado abrazando o cogido de la mano de una mujer vestida con un largo y vaporoso velo de color azul y un corazón rojo pintado en la parte delantera de una túnica blanca.

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