Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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– ¡Harry!

Oía gritar a Ellen. A Rakel. Todo el mundo gritaba su nombre.

– ¡Harry!

Siguió viendo el manto blanco que paulatinamente fue ennegreciéndose. ¿Se habría desmayado? Los gritos fueron atenuándose, como un eco que se extingue. Se desvaneció. Tenían razón. Siempre se largaba cuando más falta hacía. Procuraba no estar presente. Hacía la maleta. Descorchaba la botella. Cerraba la puerta. Se rendía al miedo. Se quedaba ciego. Siempre tenían razón. Y si no la tienen, la tendrán.

– ¡Papá!

Un pie le dio a Harry en el pecho. Había recobrado la visión. Oleg colgaba pataleando ante su cara, con la cabeza como arraigada en la mano de Waaler. Pero el ascensor se había detenido. Enseguida vio por qué. La corredera estaba fuera de la guía. Harry vio a Sven sentado en el suelo, a su lado, con la mirada helada.

– ¡Harry! -Era la voz de Waaler desde fuera-. Lleva el ascensor arriba o le pego un tiro al niño.

Harry se levantó un segundo, pero se agachó de nuevo en el acto: había visto lo que necesitaba ver. La puerta del cuarto piso se encontraba medio metro más alta que el ascensor.

– Si disparas desde allí, Tangen grabará el asesinato -le advirtió Harry.

Escuchó la silenciosa risa de Waaler.

– Dime Harry, ¿si esa caballería tuya de verdad existe, no debería haber entrado cabalgando ya hace rato?

– Papá -suspiró Oleg.

Harry cerró los ojos.

– Escucha, Tom. El ascensor no se pondrá en marcha mientras la corredera no esté bien cerrada. Tienes el brazo entre los barrotes, así que tienes que soltar a Oleg para que podamos ponerlo en su sitio.

Waaler volvió a reírse.

– ¿Crees que soy tonto, Harry? Sólo tenéis que mover esa cancela unos centímetros. Lo podéis hacer sin que yo suelte al pequeño.

Harry miró a Sven, pero éste sólo le devolvió una mirada desenfocada y lejana.

– De acuerdo -dijo Harry-. Pero estamos esposados, necesito que Sven me ayude. Y en estos momentos está como ausente.

– ¡Sven! -gritó Waaler-. ¿Me oyes?

Sven levantó un poco la cabeza.

– ¿Te acuerdas de Lodin, Sven? ¿Tu predecesor en Praga?

El eco rodaba escaleras abajo. Sven tragó saliva.

– La cabeza en el torno, Sven. ¿Te apetece probarlo?

Sven se levantó tambaleándose. Harry lo cogió del cuello de la chaqueta y se lo acercó de un tirón.

– ¿Comprendes lo que tienes que hacer, Sven? -le gritó a la cara pálida y sonámbula mientras metía la mano en el bolsillo trasero y sacaba una llave-. Tienes que procurar que la cancela no se abra de nuevo. ¿Me oyes? Tienes que sujetarla cuando esto se ponga en marcha.

Harry señaló uno de los botones negros, redondos y desgastados del panel del ascensor.

Sven miró largo rato a Harry, que introdujo la llave en la cerradura de las esposas y la giró. Luego asintió con la cabeza.

– Vale -gritó Harry-. Estamos listos. Ponemos la cancela en su sitio.

Sven se colocó de espaldas a la cancela. La agarró y tiró hacia la derecha. Los puntos de contacto del suelo y de la cancela se encontraron con un clic.

– ¡Ya! -gritó Harry.

Esperaron. Harry dio un paso hacia el exterior y miró arriba. Un par de ojos lo observaba desde una pequeña rendija entre el ojo de buey y el hombro de Waaler. Uno atento y enfurecido, el de Waaler; y otro negro y ciego, el de la pistola.

– Subid -dijo Waaler.

– Si dejas en paz al niño -propuso Harry.

– De acuerdo.

Harry asintió lentamente con la cabeza. Luego pulsó el botón del ascensor.

– Sabía que al final harías lo correcto, Harry.

– Es lo que se suele hacer -respondió Harry.

Entonces vio que una de las cejas de Waaler descendía de repente. Quizá porque acababa de darse cuenta de que las esposas colgaban sólo de la muñeca de Harry. Quizá porque había notado algo en su tono de voz. O quizá porque también él se había dado cuenta. Había llegado la hora.

El ascensor dio un tirón y el cable de acero avisó con un chirrido. Al mismo tiempo, Harry dio un paso rápido hacia delante y se puso de puntillas. Las esposas se cerraron con un chasquido alrededor de la muñeca de Waaler.

– Jod… -empezó Waaler.

Harry levantó los pies. Las esposas se les clavaban a ambos en las muñecas con los noventa y cinco kilos de Hole tirando de Waaler hacia abajo. Waaler intentó resistir, pero su brazo entró por el ojo de buey hasta que lo detuvo el hombro.

Un día horrendo.

– ¡Joder, sácame de aquí!

Tom vociferó aquellas palabras con la mejilla pegada a la fría puerta de hierro. Intentaba sacar el brazo, pero el peso era demasiado. Gritó de rabia y aporreó la puerta con el arma tan fuerte como pudo. Las cosas no tenían que ser así. Destrozaban sus planes. Destrozaban a puntapiés el castillo de arena y luego se reían. Pero se iban a enterar, un día se iban a enterar todos. Entonces se dio cuenta. Los barrotes de la cancela se le clavaban en el antebrazo, el ascensor se había puesto en marcha. Pero en la dirección equivocada. Hacia abajo. En cuanto se percató de ello, la angustia le bloqueó la garganta. Comprendió que quedaría aplastado. Que el ascensor se había convertido en una guillotina en movimiento a cámara lenta. Que la maldición estaba a punto de alcanzarlo a él también.

– ¡Sujeta la cancela, Sven! -Era Harry quien gritaba.

Tom soltó a Oleg e intentó sacar el brazo de entre los barrotes. Pero Harry pesaba demasiado. Le entró el pánico. Dio otro tirón desesperado. Y otro. Ya se le resbalaban los pies en el suelo. Y empezaba a notar el interior del techo del ascensor tocándole el hombro. Perdió la razón.

– No, Harry. Para.

Quería gritar aquellas palabras, pero las ahogó el llanto.

– Te lo suplico… Clemencia…

43

La noche del lunes. Rolex

Tictac.

Sentado, con los ojos cerrados, Harry escuchaba el segundero y contaba. Pensó que, ya que el sonido procedía de un Rolex de oro, indicaría la hora con bastante exactitud.

Tictac.

Si había calculado correctamente, llevaban un cuarto de hora sentados en el ascensor. Quince minutos. Novecientos segundos desde que Harry pulsó el botón de parada entre el bajo y el sótano y anunció que estaban fuera de peligro y que tenían que esperar. Durante aquellos novecientos segundos, guardaron silencio y aguzaron el oído. Un paso. Voces. Puertas que se abrían o cerraban. Mientras Harry, con los ojos cerrados, contaba los novecientos tictac del Rolex que llevaba la muñeca del brazo ensangrentado que había en el suelo del ascensor, y al que seguía esposado.

Tictac.

Harry abrió los ojos. Abrió las esposas con la llave mientras se preguntaba cómo accedería al maletero del coche, cuya llave se había tragado.

– Oleg -susurró sacudiendo despacio el hombro del niño dormido-. Necesito tu ayuda.

Oleg se levantó.

– ¿Para qué haces eso? -preguntó Sven mirando a Oleg, que, encaramado a los hombros de Harry, desenroscaba los tubos fluorescentes del techo.

– Cógelo -dijo Harry.

Sven alargó el brazo hacia Oleg, que le dio uno de los tubos.

– En primer lugar, para que los ojos se habitúen a la oscuridad del sótano antes de que salgamos -dijo Harry-. Y segundo, para que no seamos un blanco iluminado cuando se abra la puerta del ascensor.

– ¿Waaler? ¿En el sótano? -la voz de Sven destilaba incredulidad-. Venga, nadie puede sobrevivir a eso.

Señaló con el tubo el brazo, ya pálido como la cera.

– Imagínate la pérdida de sangre. Y el choque.

– Descuida, intento imaginarme cualquier cosa -dijo Harry.

Tictac.

Harry salió del ascensor, dio un paso lateral y se agachó. Oyó la puerta cerrarse a su espalda. Esperó hasta oír que el ascensor se ponía en marcha. Habían acordado que detendrían el ascensor entre el sótano y el bajo, donde estarían a salvo.

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