Jo Nesbø - La estrella del diablo

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En un verano excepcionalmente caluroso en Oslo, el cuerpo de una joven aparece en el suelo de su apartamento, en medio de un charco de sangre. Tiene amputado un dedo de la mano izquierda, y bajo un párpado le han colocado un pequeño diamante rojo con la forma de una estrella de cinco puntas: el símbolo de las tinieblas, el emblema del diablo. Cinco días después del tétrico hallazgo, un hombre denuncia la desaparición de su esposa. Otro dedo cercenado aparece en escena: lleva un anillo con un diamante rojo engarzado, tallado como una estrella de cinco puntas. Tendrán que pasar cinco días más para que aparezca el tercer cadáver… y se repita el ritual. Son demasiadas coincidencias, y todo apunta a que un asesino en serie está actuando en la ciudad.
Harry Hole no tiene vacaciones, por lo que el jefe Moller le asigna el caso y le impone como compañero a Tom Waaler, un tipo corrupto, implicado en el tráfico de armas y de alguna manera responsable de la muerte de Hellen Gjelten, compañera y amiga de Hole, en el transcurso de una investigación. Harry está decidido a demostrar que sus sospechas sobre Waaler están fundadas, e incluso empieza a preguntarse si no estará relacionado con los crímenes. Los demonios reales y los imaginarios se mezclan en la mente del policía, que se tiene que enfrentar a un criminal sanguinario y a un enemigo implacable dentro del departamento. Sólo tiene una cosa clara: la estrella de cinco puntas es la clave para resolver el misterio.

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Harry se apretaba el auricular contra la oreja con tal fuerza que le dolía la cabeza.

Oyó la respiración regular de un niño pequeño que dormía en la calle Holmenkollveien, en un chalé de oscuros maderos.

– Tenemos ojos y oídos en todas partes, Harry, así que no intentes llamar a otro sitio, ni hablar con otra persona. Tú haz exactamente lo que yo te diga. Llama a este número y habla conmigo. Si haces alguna otra cosa, el pequeño morirá. ¿Comprendes?

El corazón empezó a bombear sangre dentro del cuerpo petrificado de Harry y, poco a poco, el entumecimiento fue dando paso a un dolor casi imposible de soportar.

42

Lunes. La estrella del diablo

Los limpiaparabrisas susurraban y los neumáticos los mandaban callar.

El Escort patinó al pasar el cruce. Harry conducía tan deprisa como podía, pero la lluvia daba en el asfalto como una línea pintada a lápiz y él sabía que el dibujo de sus neumáticos era ya pura cosmética.

Aceleró y pasó el siguiente cruce en ámbar. Menos mal que las calles estaban vacías de coches. Logró echar un vistazo al reloj.

Quedaban doce minutos. Habían pasado ocho minutos desde que, aún en el patio interior de la calle Sannergata, con el teléfono en la mano, marcó el número que tenía que marcar. Ocho minutos desde que la voz le susurró al oído:

– Por fin.

Y Harry dijo aquello que no quería decir, pero no pudo contenerse:

– Si lo tocas, te mato.

– Bueno, bueno. ¿Dónde estáis tú y Sivertsen?

– No tengo ni idea -respondió Harry mirando al tendedero-. ¿Qué quieres?

– Sólo quiero verte. Que me digas por qué quieres romper el acuerdo al que llegamos. Si hay algo que te disguste y que podamos arreglar. Todavía no es demasiado tarde, Harry. Estoy dispuesto a acogerte en el equipo.

– De acuerdo -accedió Harry-. Vamos a vernos. Salgo hacia allí ahora mismo.

Tom Waaler se rió.

– También quiero ver a Sven Sivertsen. Y será mejor que yo vaya adonde estáis vosotros. Así que dame la dirección. Ahora.

Harry vaciló un instante.

– ¿Has oído el sonido que se produce cuando se corta el cuello a una persona, Harry? Primero, ese leve crujido que produce el acero al cortar la piel y el cartílago, y luego, un sonido similar al del succionador de saliva del dentista. Viene de la tráquea. O del esófago. Yo no los distingo.

– El bloque de apartamentos. Apartamento 406.

– Vaya. ¿El lugar del crimen? Debí suponerlo.

– Sí, debiste suponerlo.

– De acuerdo. Pero si estás pensando en llamar a alguien o en tenderme una trampa, más vale que lo olvides, Harry. Me llevo al niño.

– ¡No! No… Tom… por favor.

– ¿Por favor? ¿Has dicho por favor?

Harry no contestó.

– Te recogí de la alcantarilla y te brindé una nueva oportunidad. Y tú fuiste tan bueno que me apuñalaste por la espalda. No es culpa mía que ahora me vea obligado a hacer lo que hago. La culpa es tuya. Recuérdalo, Harry.

– Escucha…

– Dentro de veinte minutos. Deja la puerta abierta de par en par y quédate sentado en el suelo para que os pueda ver, con las manos por encima de la cabeza.

– ¡Tom!

Y Waaler colgó.

Harry giró el volante y notó que los neumáticos se despegaban del piso. Flotaron deslizándose lateralmente sobre el agua y, por un momento, le pareció que él y el coche hubiesen emprendido un vuelo de ensueño donde se hubiesen derogado las leyes de la física. Sólo duró un instante, pero fue suficiente para infundirle una sensación liberadora, la sensación de que todo había terminado, de que era demasiado tarde para remediar nada. Pero entonces, los neumáticos volvieron a aferrarse al asfalto y él volvió a concentrarse.

Llegó al edificio de apartamentos y aparcó ante la puerta. Apagó el motor. Faltaban nueve minutos. Se bajó y se dirigió a la parte trasera del coche. Abrió el maletero, tiró unas latas medio vacías de líquido para el limpiaparabrisas y unos paños sucios y se llevó un rollo de cinta adhesiva negra. Mientras subía las escaleras, sacó la pistola del cinturón y desenroscó el silenciador. No había tenido tiempo de revisarla, pero habría que partir de la base de que la calidad checa aguantaría alguna que otra caída desde una terraza a quince metros de altura. Se detuvo delante de la puerta del ascensor en el cuarto piso. Tal y como él recordaba, la manivela era de metal, con un remate redondeado de sólida madera. Exactamente lo bastante grande para sujetar con cinta adhesiva una pistola sin silenciador en la parte interior de la puerta, de forma que no se notara. Cargó el arma y la sujetó con dos trozos de cinta. Si las cosas iban como había planeado, no tendría que usarla. Las bisagras de la portezuela del vertedero de basura que había junto al ascensor chirriaron cuando Harry la abrió, pero el silenciador cayó sin hacer ruido en la oscuridad. Faltaban cuatro minutos.

Abrió la puerta del 406 con la llave.

El metal de las esposas resonó contra el radiador.

– ¿Buenas noticias?

Sven sonaba casi suplicante. Harry se le acercó para liberarlo del radiador. Le apestaba el aliento.

– No -dijo Harry.

– ¿No?

– Viene con Oleg.

Harry y Sven estaban esperando sentados en el suelo del pasillo. -Se retrasa -dijo Sven.

Silencio.

– Canciones de Iggy Pop que empiecen por ce -dijo Sven-. Tú empiezas.

– Déjalo.

China Girl.

– No es el momento.

– Aliviará la espera. Candy.

Cry for love.

China Girl.

– Ésa ya la has dicho, Sivertsen.

– Hay dos versiones.

Cold Metal.

– ¿Tienes miedo, Harry?

– Un miedo mortal.

– Yo también.

– Bien. Eso aumenta las posibilidades de sobrevivir.

– ¿En qué porcentaje? ¿Diez sobre cien? ¿Vein…?

– ¡Calla! -lo cortó Harry.

– ¿Es el ascensor que…? -susurró Sivertsen.

– Están subiendo. Respira hondo y pausado.

El ascensor se detuvo con un leve suspiro. Pasaron dos segundos. Luego sonó el ruido de la corredera. Un chirrido largo que le indicó a Harry que Waaler la había abierto con cuidado. Un suave murmullo. El chirrido de la portezuela del vertedero de basura al abrirse. Sven miró a Harry inquisitivo.

– Levanta las manos para que las vea -le susurró Harry.

Las esposas resonaron cuando ambos levantaron las manos en un movimiento sincronizado. Y se abrió la puerta de cristal que daba al pasillo.

Oleg llevaba zapatillas y una sudadera encima del pijama. De repente, las imágenes se sucedieron en el cerebro de Harry a un ritmo vertiginoso. El pasillo. El pijama. El arrastrar de unas zapatillas por el suelo. Mamá. El hospital.

Tom Waaler iba justo detrás de Oleg. Llevaba las manos en los bolsillos de la cazadora, pero Harry adivinó el cañón de la pistola detrás de la napa negra.

– Alto -ordenó Waaler cuando estaban a cinco metros de Harry y de Sven.

Los ojos negros de Oleg miraban a Harry llenos de temor. Harry le devolvió lo que esperaba que fuese una mirada tranquila y confiada.

– ¿Por qué estáis encadenados el uno al otro, chicos? ¿Ya os habéis vuelto inseparables?

La voz de Waaler retumbó entre las paredes de hormigón y Harry comprendió que había repasado la lista que confeccionaron antes de la operación y que Waaler había averiguado lo que Harry ya sabía: que no había nadie en el cuarto piso.

– Hemos llegado a la conclusión de que, en realidad, estamos en el mismo barco -explicó Harry.

– ¿Y por qué no estáis dentro del apartamento, como os ordené?

Waaler se había colocado de modo que Oleg quedaba entre ellos.

– ¿Por qué querías que nos quedáramos allí dentro? -peguntó Harry.

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