Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Nada -dijo Harry, quitándose el jersey. Debajo llevaba una camiseta gris marengo que fue negra en su día y de la que casi había desaparecido la leyenda «Violent Femmes». Se desplomó en la silla con un suspiro-. No tenemos a nadie que viera al ladrón en las inmediaciones del banco antes del atraco. Un tipo salió del 7-Eleven de enfrente, en la calle Bogstadveien, y vio al atracador subir la calle Industrigata a la carrera. Se fijó en él por la capucha. La cámara de vigilancia del exterior del banco los grabó cuando el atracador rebasó al testigo a la altura de un contenedor de hierro situado enfrente del 7-Eleven. Lo único interesante que pudo contarnos, y que no se aprecia en el vídeo, es que varios metros más arriba el atracador cruza dos veces la calle Industrigata, de la acera derecha a la izquierda.

– Un tío al que le cuesta decidirse por una acera. A mí me suena poco interesante -Halvorsen puso el filtro doble en el portafiltros-. Con su e entre la te y la erre, vaya.

– De verdad que no sabes mucho de atracos a bancos, Halvorsen.

– ¿Y por qué iba a saber? Nosotros trincamos a asesinos, los ladrones son cosa de los de Hedmark.

– ¿Los de Hedmark?

– ¿No te has fijado al pasar por el Grupo de Atracos? Se oyen sus dialectalismos y se ven jerséis típicos por todas, partes. Pero dime, ¿cuál es la clave?

– La clave es Victor.

– ¿Los guías caninos?

– Por lo general, ellos son de los primeros en acudir a la escena del crimen y eso lo sabe cualquier atracador experto. Un buen perro puede seguir a un atracador que huya a pie por la ciudad, pero si cruza la calle y circulan coches por donde ha pasado, el perro pierde el rastro.

– ¿Y qué?

Halvorsen apretó el café con la cucharilla hasta torcerla. Luego se puso a alisar la superficie, lo que, según él, permitía distinguir a los profesionales de los aficionados.

– Eso refuerza la sospecha de que se trata de un atracador bien entrenado. Lo que a su vez nos permite reducir el número de personas en las que centrarnos mucho más drásticamente que si no hubiéramos tenido esa información. El jefe del Grupo de Atracos me dijo…

– ¿Ivarsson? Creía que no erais muy amigos, precisamente.

– No lo somos, habló para el grupo de investigación del que formo parte. Y dijo que los que se dedican a cometer atracos en Oslo son menos de cien personas. De ellos, cincuenta son tan estúpidos, están tan drogados o tan mentalmente idos que se los atrapa casi siempre. La mitad de ellos están en prisión, de modo que quedan excluidos. Otros cuarenta son buenos artesanos que logran escapar si alguien les ha ayudado antes con la planificación. Y luego están los diez que son profesionales, los que se dedican a los transportes de valores y a las centrales de cómputo, y para atraparlos necesitamos un poco de suerte. Intentamos mantenernos al tanto de dónde se encuentran esos diez en cada momento. Hoy están comprobando sus coartadas.

Harry le echó una mirada a Silvia, que resopló desde el archivador.

– Y el sábado hablé con Weber, de la científica.

– Yo creía que Weber se jubilaba este mes.

– Alguien debe de haber calculado mal. No es hasta el verano.

Halvorsen se echó a reír.

– Entonces me figuro que estará más malhumorado que de costumbre, ¿no?

– Sí, pero no es por eso -aseguró Harry-. Él y su grupo no han encontrado una mierda.

– ¿Nada?

– Ni una sola huella. Ni un pelo. Ni siquiera una fibra de ropa. Y las huellas de los zapatos indican que eran completamente nuevos.

– Así que no podrán cotejar el desgaste con otros zapatos, ¿no es eso?

– Correcto -confirmó Harry, poniendo énfasis en la o.

– ¿Y el arma utilizada en el atraco? -preguntó Halvorsen mientras llevaba una de las tazas de café hasta la mesa de Harry. Cuando lo miró, vio que Harry había enarcado una ceja hasta el mismo nacimiento de su cabello rubio peinado de punta-. Perdón, quiero decir, ¿el arma del crimen?

– Gracias. No se ha encontrado.

Halvorsen se sentó a su lado de la mesa, bebiendo a sorbitos el café.

– Así que, resumiendo, un hombre entra en un banco lleno de gente, a plena luz del día, coge dos millones de coronas y mata a una mujer, sale caminando y luego sube por una calle del centro de la capital de Noruega, una calle poco transitada de gente pero con bastante tráfico, situada a unos cien metros de la comisaría de policía. Y resulta que nosotros, profesionales remunerados, miembros de la real autoridad policial, no tenemos nada, ¿no es eso?

Harry asintió despacio con la cabeza.

– Casi. Tenemos el vídeo.

– Que tú te sabes ya de memoria segundo a segundo, si no te conozco mal.

– Bueno. Cada décima de segundo, supongo.

– ¿Y puedes citar de memoria los informes de los testigos?

– Sólo el de August Schultz. Nos contó muchas cosas interesantes sobre la guerra. Mencionó los nombres de sus rivales en el gremio de la confección, hombres que fueron lo que se llamaba buenos noruegos, y que participaron durante la guerra en la confiscación de propiedades a su familia. Sabía exactamente a qué se dedicaban hoy todos y cada uno. Pero no te lo pierdas, no se enteró de que se había cometido un atraco.

Se terminaron el café en silencio. Las gotas de lluvia repiqueteaban contra la ventana.

– A ti te gusta esta vida -declaró Halvorsen de pronto-. Pasarte el fin de semana solo persiguiendo fantasmas.

Harry sonrió, pero no contestó.

– Creía que habías abandonado tu faceta de hombre solitario ahora que tienes compromisos familiares.

Harry reconvino con la mirada a su joven colega.

– No sé si yo lo veo así -dijo despacio-. Ya sabes que ni siquiera vivimos juntos.

– No, pero Rakel tiene un hijo pequeño y eso cambia las cosas, ¿no es verdad?

– Sí, Oleg -dijo Harry empujando la taza hasta el archivador-. Se fueron a Moscú el viernes.

– ¿Y eso?

– Un juicio. El padre del niño quiere la custodia.

– Es verdad. ¿Cómo es ese tipo? ¿Qué clase de persona es?

– Bueno. -Harry miró la cafetera, que se había quedado un poco torcida-. Es profesor. Rakel lo conoció cuando trabajaba allí y se casó con él. Pertenece a una familia muy rica e influyente y, según Rakel, tiene mucha mano en la esfera política.

– En ese caso, me figuro que también conocerá a algún juez.

– Seguramente, pero pensamos que todo va a salir bien. El tipo está loco de remate y todo el mundo lo sabe. Un alcohólico listo con escaso control de sus impulsos, ya sabes.

– Sí, creo que sí.

Harry levantó la vista súbitamente, justo a tiempo de ver que Halvorsen borraba una sonrisa burlona.

En efecto, los problemas de Harry con el alcohol eran de sobra conocidos en la comisaría. Ser alcohólico no es, en sí, una razón de despido para un funcionario público, pero acudir al trabajo en estado de embriaguez sí lo es. La última vez que Harry recayó, fueron los de los pisos superiores quienes sugirieron que se le apartara del cuerpo pero, como de costumbre, el comisario jefe Bjarne Møller, jefe de la Brigada de Delitos Violentos, le echó a Harry una mano protectora argumentando que existían circunstancias atenuantes de carácter especial. Dichas circunstancias se llamaban Ellen Gjelten, la chica de la foto que tenía colgada encima de la máquina de café, compañera de trabajo y buena amiga de Harry, que había sido asesinada con un bate de béisbol en un camino junto al río Akerselva. Harry se había recuperado, pero la herida aún dolía. Sobre todo porque, en opinión de Harry, el caso no estaba resuelto. Cuando Harry y Halvorsen encontraron las pruebas técnicas que inculpaban al neonazi Sverre Olsen, el comisario Tom Waaler se presentó rápidamente en el domicilio de Olsen para llevar a cabo la detención. Pero Olsen le disparó a Waaler que, a su vez, mató a Olsen de un tiro en defensa propia. Todo ello según el informe de Waaler. Y ni los hallazgos del lugar del crimen, ni la investigación de Asuntos Internos indicaban otra cosa. Sin embargo, tampoco se llegó a aclarar el motivo que pudiera haber tenido Olsen para asesinar a Ellen, salvo que la policía hubiese descubierto algún indicio de su posible implicación en la venta ilegal de armas que, en los últimos años, había sembrado Oslo de armas cortas.

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