Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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Y entonces lo interrumpió un grito estridente. Harry miró hacia el otro lado del local, donde una clienta muerta de miedo miraba al atracador que, inmóvil, sostenía el arma contra la nuca de Stine. La mujer parpadeó y señaló con la cabeza el cochecito del bebé, mientras el pequeño iba subiendo el tono de su llanto.

Helge Klementsen estuvo a punto de caer de espaldas cuando logró sacar de la guía la primera caja. Cogió la mochila negra. En seis segundos, metió las cajas en la mochila. Klementsen siguió la orden de cerrar la cremallera y de colocarse contra el mostrador, todo expresado por la voz de Stine, que ahora sonaba sorprendentemente firme y serena.

Un minuto y tres segundos. El atraco había concluido. El dinero estaba en la mochila, en el suelo. Dentro de unos segundos, llegaría el primer coche patrulla. Dentro de cuatro minutos, otros coches patrulla habrían cerrado las rutas de fuga más próximas al lugar del atraco. Todas las células del cuerpo del atracador deberían estar gritándole que era hora de largarse de una puta vez. Pero entonces ocurrió algo que Harry no podía entender. Simplemente, no tenía sentido. En lugar de echar a correr, el atracador le dio la vuelta a la silla de Stine de modo que él y la joven quedaron cara a cara. El tipo se inclinó para susurrarle algo al oído. Harry entrecerró los ojos. Tendría que ir a revisarse la vista un día de éstos. En cualquier caso, no cabía duda de lo que estaba viendo. Stine miraba fijamente a aquel atracador sin rostro mientras que el de la joven sufría una lenta transformación a medida que iba entendiendo lo que el sujeto le susurraba. Sus cejas, finas y bien cuidadas, dibujaron sendas eses sobre los ojos que, por su parte, parecían querer salirse de las órbitas; torció hacia arriba el labio superior al tiempo que las comisuras descendían, dando lugar a una grotesca mueca. El pequeño dejó de llorar tan súbitamente como había empezado. Harry inspiró aire. Porque él sabía que aquello era una foto fija, una foto maestra. La imagen de dos personas capturadas en el instante en que la una acaba de comunicarle a la otra su sentencia de muerte, el rostro enmascarado a dos palmos de distancia del rostro desnudo. El verdugo y su víctima. El cañón del fusil apunta a la garganta, adornada con un pequeño corazón de oro que cuelga de una fina cadena. Harry no lo ve, pero siente latir el pulso debajo de la delicada piel de la joven.

Un sonido tenue y quejumbroso. Harry afina el oído. Pero no son las sirenas de la policía, sino un teléfono que resuena en la habitación contigua.

El atracador se vuelve y mira a la cámara de vigilancia que hay en el techo, detrás del mostrador. Levanta una mano y separa los cinco dedos enfundados en un guante negro, cierra la otra mano y enseña el dedo índice. Seis dedos. Han sobrepasado en seis segundos el tiempo estipulado. Se vuelve otra vez hacia Stine, agarra el fusil con ambas manos, lo sostiene a la altura de la cadera y levanta la boca hasta que le apunta a la cabeza, separa un poco las piernas para amortiguar la fuerza de retroceso. El teléfono suena sin cesar. Un minuto y doce segundos. El anillo de diamantes brilla en la mano de Stine cuando la joven la levanta un poco, como para despedirse de alguien.

El disparo se produce a las 15.22.22 horas exactamente. Una detonación corta y sorda. La silla de Stine sale despedida hacia atrás, su cabeza cuelga del cuello bailando, como si de una muñeca rota se tratase. La silla se vuelca. Su cabeza retumba contra el borde del escritorio y desaparece de la vista de Harry, que tampoco puede ver el anuncio del nuevo plan de pensiones de Nordea, pegado en el exterior del cristal, encima del mostrador cuyo fondo, de pronto, aparece rojo. Lo único que Harry percibe es el teléfono que no para de emitir su timbre persistente e irritado. El atracador pasa al otro lado del mostrador, corre hacia la mochila que está en el suelo. Harry tiene que tomar una decisión. El atracador coge la mochila. Harry se decide. Se levanta de la silla de un salto. Seis largos pasos. Llega al teléfono. Y levanta el auricular.

– Háblame.

Durante la pausa que sigue oye el sonido de las sirenas de la policía procedente de la tele del salón, una canción de moda paquistaní de la casa de los vecinos y unos pasos rotundos en el rellano de la escalera que se parecen a los de la señora Madsen. Oye entonces una dulce risa al otro lado del hilo telefónico. Una risa de un pasado remoto. No medido en tiempo, pero remoto al fin y al cabo. Como el setenta por ciento del pasado de Harry, que le sobreviene a intervalos irregulares, como rumores difusos o como pura invención suya. Sin embargo, ésta era una historia que podía confirmar.

– ¿De verdad sigues utilizando ese método machista, Harry?

– ¿Anna?

– Vaya, me impresionas.

Harry notó un calor dulce que se le extendía por el estómago, casi como el whisky. Casi. Vio en el espejo una foto que había colgado en la pared de enfrente. Eran él y Søs durante unas lejanas vacaciones de verano en Hvisten, cuando eran pequeños. Ambos sonríen como lo hacen los niños, cuando todavía creen que nada malo puede ocurrirles.

– Y dime, Harry, ¿qué haces una noche de domingo?

– Bueno -Harry notó que su voz automáticamente imitaba la de ella. Más profunda y titubeante que de costumbre. Pero eso no era lo que quería. Ahora no. Carraspeó hasta encontrar otro tono más neutral-. Lo que la mayoría de la gente.

– ¿O sea?

– Ver un vídeo.

3

House of pain

– ¿Has estado viendo un vídeo?

La silla desportillada chirrió sonoramente cuando el agente Halvorsen se inclinó hacia atrás para mirar a su colega, el comisario Harry Hole, nueve años mayor que él. Ostentaba en su joven y candorosa cara una expresión de incredulidad.

– Eso es -confirmó Harry pasándose el índice y el pulgar por la fina piel de las ojeras bajo sus ojos enrojecidos.

– ¿Todo el fin de semana?

– Desde la mañana del sábado hasta el domingo por la noche.

– Entonces, lo pasaste bien el viernes por la noche, por lo menos -concluyó Halvorsen.

– Sí. -Harry sacó del bolsillo de la gabardina una libreta azul y la dejó sobre el escritorio que había enfrente del de Halvorsen-. Leí la trascripción de los interrogatorios.

Del otro bolsillo sacó una bolsa gris con café de la marca French Colonial. Él y Halvorsen compartían un despacho casi al final del pasillo, en la zona roja de la sexta planta de la Comisaría de Policía de Grønland, y hacía dos meses que habían comprado una máquina de café expreso Rancilio Silvio, a la que habían asignado un lugar de honor sobre el archivador, debajo de una fotografía enmarcada que representaba a una chica sentada con los pies apoyados encima de un escritorio. Su cara pecosa parecía esforzarse por hacer un mohín, pero la risa había podido con ella. Las paredes del despacho le servían de fondo.

– ¿Sabías que tres de cuatro agentes de policía no son capaces de deletrear correctamente la expresión «carente de interés»? -preguntó Harry mientras colgaba la gabardina en el perchero-. O lo escriben sin la e entre la te y la erre y dicen intresante o…

– Interesante.

– ¿Qué hiciste este fin de semana?

– El viernes me lo pasé en un coche frente a la residencia del embajador norteamericano, debido a una amenaza anónima de coche bomba que algún loco había anunciado por teléfono. Falsa alarma, por supuesto, pero se pusieron tan nerviosos que tuvimos que quedarnos hasta bastante tarde. El sábado intenté encontrar a la mujer de mi vida. El domingo llegué a la conclusión de que no existe. ¿Qué decían los interrogatorios sobre el atracador? -preguntó Halvorsen mientras dosificaba el café en un filtro doble.

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