Jo Nesbø - Nemesis

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Una cámara de seguridad muestra a un atracador en un banco de Oslo apuntando a un empleado. Le ha dado veinticinco segundos al director para que vacíe el cajero. Dispara. Ha tardado treinta y uno. A Harry Hole, el impredecible detective que ha dado fama mundial a Jo Nesbø, la imagen granulada del homicidio no se le va de la cabeza. Junto a la inexperta Beate Lønn deberá encontrar al asesino. Siguen la pista hasta un famoso atracador. Sólo que está en la cárcel. Además, Harry Hole tiene un gran defecto: nadie como él sabe crearse problemas y casi siempre huelen a alcohol. Cuando parecía que su vida privada había alcanzado la paz con Rakel y sus problemas en la comisaria estaban resueltos, amanece con una resaca que despierta sus peores pesadillas. Sólo recuerda la insensatez que cometió la noche anterior: atender la llamada y la invitación de Anna, una antigua novia, nada más. Lo peor es que Anna ha aparecido muerta esa misma mañana. Y él es el sospechoso, a menos que pueda aclarar y demostrar lo que ha hecho durante las últimas doce horas.

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– Bueno -dijo Harry-. Está en el taller. Ya veremos…

– Vaya, cualquiera diría que tienes un amigo en el hospital con un tumor o algo así. -Y añadió, suavemente-: No deberías haberte rendido tan fácilmente, Harry.

Él no contestó.

– Es aquí -dijo ella-. De eso sí que te acuerdas, ¿no?

Se habían detenido delante de una puerta azul en la calle Sorgenfrigata.

Harry se liberó con delicadeza.

– Escucha, Anna -comenzó intentando ignorar su mirada de advertencia-. Tengo una reunión mañana muy temprano con la unidad de vigilancia personal del Grupo de Atracos.

– Ni lo intentes -dijo ella abriendo la puerta.

De pronto, Harry recordó el encargo, metió la mano en el bolsillo interior de la gabardina y le entregó a Anna un sobre amarillo.

– Toma, es del cerrajero.

– Ah, la llave. ¿Algún problema para retirarla?

– El tío de la cerrajería estudió mi identificación con detenimiento. Y tuve que firmar. Un tipo muy raro.

Harry miró el reloj y bostezó.

– Son muy estrictos a la hora de entregar esas llaves especiales -dijo Anna rápidamente-. Valen para todo el edificio, la puerta de entrada, la del sótano, la del apartamento, para todo. -Dejó escapar una risa repentina y nerviosa-. Para admitir el encargo de esta copia, pidieron una autorización escrita de la comunidad.

– Comprendo -dijo Harry, que se balanceó sobre los talones y tomó aire dispuesto a darle las buenas noches.

Ella se le adelantó y, con voz casi suplicante, le propuso:

– Sólo un café, Harry…

La misma araña colgaba sobre los mismos muebles antiguos del comedor del gran salón. Harry creía recordar que las paredes eran claras, de color blanco o quizás amarillo pálido, pero no estaba seguro. En cualquier caso, ahora eran azules y la habitación parecía más pequeña. Tal vez Anna hubiese querido reducir el vacío. No debe de ser fácil, para una persona sola, llenar un piso de tres salones y dos dormitorios enormes con techos de tres metros y medio de altura. Según recordaba Harry, Anna le había contado que también su abuela había vivido sola allí, aunque no pasaba mucho tiempo en el apartamento pues era una célebre soprano y, mientras pudo cantar, viajó incansablemente por todo el mundo.

Anna se fue a la cocina y Harry echó una mirada al salón contiguo. No había muebles ni decoración alguna, pero sí un potro con dos aros en la parte superior. Estaba en el centro de la habitación, era tan alto como un poni islandés y descansaba sobre cuatro patas de madera. Harry se acercó al potro y pasó la mano por la piel marrón y lisa.

– ¿Has empezado a hacer gimnasia? -le preguntó a Anna alzando la voz.

– ¿Te refieres al potro? -respondió Anna desde la cocina.

– Creía que era un aparato para hombres.

– Y lo es. ¿Estás seguro de que no te apetece una cerveza, Harry?

– Totalmente seguro -confirmó-. Pero dime, en serio, ¿por qué lo tienes aquí?

Harry se sobresaltó cuando, de repente, oyó la voz de Anna justo a su espalda.

– Porque me gusta hacer cosas de hombres.

Harry se dio la vuelta. Anna se había quitado el jersey y permaneció en el umbral de la puerta. En el último instante, Harry logró no mirarla como en el ascensor.

– Se lo compré a la Asociación de Gimnasia de Oslo. Se convertirá en una obra de arte. Un montaje. Como el que llamé «Contacto», que seguramente recordarás.

– ¿Te refieres a aquella caja que colocaste sobre una mesa cubierta por una cortina y en la que había que meter la mano? Tenía un montón de manos artificiales dentro y se suponía que había que estrecharlas, ¿no?

– O acariciarlas. O flirtear con ellas. O rechazarlas. Dentro había unos radiadores que mantenían las manos artificiales a la temperatura del cuerpo humano, y así daban el pego, ¿no es cierto? La gente creía que había alguien escondido debajo de la mesa. Ven, deja que te enseñe otra cosa.

Harry la siguió hacia el salón del fondo. Anna abrió unas puertas correderas, cogió a Harry de la mano y lo condujo hacia el interior a oscuras. Cuando encendió la luz, Harry se quedó mirando la lámpara. Era una lámpara de pie dorada con forma de mujer, que sostenía una balanza en una mano y una espada en la otra. Tenía tres focos que coronaban la punta de la espada, la balanza y la cabeza de la mujer, respectivamente, y cuando Harry se dio la vuelta vio que los focos iluminaban sendas pinturas al óleo. Dos de ellas estaban colgadas de la pared y la tercera, que parecía inacabada, descansaba en un caballete de cuya esquina izquierda pendía una paleta con manchas ocres y amarillas.

– ¿Qué son estos cuadros? -quiso saber Harry.

– Son retratos, ¿no lo ves?

– Ya. ¿Esto de aquí son los ojos? -preguntó señalando con el dedo-. ¿Y eso, la boca?

Anna ladeó la cabeza.

– Si a ti te lo parece. Son tres hombres.

– ¿Alguno que yo conozca?

Anna se quedó pensativa y miró a Harry un buen rato antes de contestar.

– No, creo que no conoces a ninguno de ellos. Pero puedes llegar a conocerlos. Si lo deseas de verdad.

Harry estudió detenidamente los cuadros.

– Dime lo que ves.

– Veo a mi vecino en un trineo. Veo a un tío saliendo al mismo tiempo que yo de la trastienda del cerrajero. Y veo al camarero del M. ¡Ah!, y al presentador Per Ståle Lønning.

Anna rompió a reír.

– ¿Sabías que la retina invierte los objetos y que el cerebro primero los percibe invertidos? Para ver las cosas como son realmente, hay que observarlas en un espejo. Si lo hicieras, verías en los cuadros a otras personas totalmente distintas. -Anna hablaba con el brillo del entusiasmo en la mirada y Harry no tuvo valor para contradecirla y decirle que la retina invierte las imágenes en vertical y no en horizontal-. Ésta será mi obra maestra, Harry. La obra por la que se me recordará.

– ¿Estos retratos?

– No, ellos sólo constituyen una parte del conjunto de la obra. Aún no está terminada. Pero ya la verás.

– Ya. ¿Cómo piensas llamarla?

– Némesis -declaró en voz baja.

Harry la miró inquisitivo y sus miradas quedaron en suspenso un instante.

– Por la diosa, ya sabes.

Una mitad de su rostro estaba en sombras. Harry desvió la mirada. Ya había visto bastante. Tenía la espalda arqueada, como esperando una pareja de baile, un pie un poco adelantado, como indeciso sobre si ir o venir, el pecho jadeante y el cuello, esbelto y surcado por una vena donde Harry creyó distinguir sus latidos. Se sentía acalorado, como aquejado por cierto mareo. ¿Qué fue lo que le dijo Anna? «No deberías haberte rendido tan fácilmente.» ¿Fue eso lo que hizo?

– Harry…

– Tengo que irme -dijo él.

Le quitó el vestido; ella cayó de espaldas, entre risas, sobre la sábana blanca. Soltó la hebilla del cinturón mientras la luz turquesa que se filtraba desde las palmeras ondeantes del salvapantallas del portátil que había sobre el escritorio, recorría los diablillos y demonios que gruñían boquiabiertos desde las imponentes tallas del cabecero.

Anna le había contado que la cama perteneció a su abuela y que llevaba allí cerca de ochenta años. Le mordió la oreja y le susurró al oído palabras en un idioma desconocido. Luego dejó de susurrar y se tumbó sobre él gimiendo, riendo, murmurando e invocando a los dioses mientras él deseaba que aquello durase siempre. Y justo antes de que se corriera, ella se detuvo de repente, le sujetó la cara entre las manos y le preguntó en un susurro:

– ¿Mío para siempre?

– Ni de coña -respondió él riéndose antes de darse la vuelta para quedar encima de ella.

Los demonios de madera se reían.

– ¿Mío para siempre?

– Sí -gimió. Y se corrió.

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