LENINGRADO
17 de Enero de 1944
Un caza ruso YAK 1 tronaba sobre Edvard Mosken mientras él reptaba encorvado por la trinchera.
Esos cazas no solían causar muchos daños; parecía que a los rusos ya no les quedaban bombas. ¡Lo último que había oído era que los pilotos llevaban granadas de mano, con las que intentaban atacar los puestos enemigos cuando los sobrevolaban!
Edvard había estado en la región norte para recoger la correspondencia de sus hombres y enterarse de las últimas novedades. El otoño les había traído un sinfín de noticias deprimentes de pérdidas y retiradas a lo largo de todo el frente oriental. Ya en noviembre, los rusos habían recuperado Kiev, y en octubre el ejército del frente oriental había estado a punto de quedar sitiado al norte del mar Negro. El hecho de que Hitler hubiese logrado debilitar el frente oriental redirigiendo las fuerzas al occidental no mejoró la situación. Pero lo más inquietante era lo que Edvard había oído aquel día. Hacía dos días el teniente general Gusev había iniciado una terrible ofensiva desde Oranienbaum, al sur del golfo de Finlandia. Edvard recordaba Oranienbaum porque era una pequeña cabeza de puente por la que pasaron durante la marcha hacia Leningrado. ¡Se la habían dejado a los rusos porque carecía de importancia estratégica! Ahora, en el más absoluto secreto, Ivan había conseguido reunir un ejército en torno al fuerte de Kronstadt y los informes indicaban que los cañones Katiuska bombardeaban sin tregua los puestos alemanes, y que el bosque de pinos, antaño tan frondoso, había quedado reducido a astillas. La verdad era que algunas noches oían la música de los órganos rusos a lo lejos, pero jamás imaginó que fuese tan horrible.
Edvard había aprovechado para ir al hospital de campaña y visitar a uno de sus chicos que había perdido un pie al estallar una mina en tierra de nadie, pero la enfermera, una minúscula mujer estonia de ojos tan tristes, hundidos y oscuros que parecía llevar una máscara, negó con un gesto al tiempo que pronunciaba una de las palabras alemanas que, seguramente, más había practicado: «Tot», muerto.
Edvard debió de dar la impresión de estar muy afectado, porque la mujer intentó animarlo señalándole una cama donde, al parecer, había otro noruego.
– Éste sí vive -le dijo con una sonrisa, aunque sin borrar la tristeza de sus ojos.
Edvard no conocía al hombre que descansaba en la cama, pero cuando vio el reluciente abrigo de piel colgado de la silla, comprendió quién era: ni más ni menos que el mismísimo jefe de compañía Lindvig, del regimiento Noruega. Toda una leyenda. ¡Y allí estaba, postrado! Decidió ahorrarles la noticia a sus compañeros.
Otro caza rugía sobre su cabeza. ¿De dónde salían, tan de repente, todos aquellos aviones? El otoño pasado tuvieron la impresión de que Ivan se había quedado sin cazas.
Dobló por una esquina y se topó con la espalda encorvada de Dale.
– ¡Dale!
Dale no se volvió. Desde el día de noviembre en que quedó aturdido por el estallido de una granada, ya no oía bien. Tampoco hablaba mucho y tenía la mirada vidriosa e introvertida de quienes habían sufrido la conmoción propia tras el estallido de una granada. Al principio, Dale se quejaba de dolor de cabeza, pero el oficial médico que lo examinó dijo que no se podría hacer mucho por él, que sólo quedaba esperar y ver si se le pasaba. Acusaban demasiado la falta de combatientes y no iban a enviar al hospital a gente sana.
Edvard puso un brazo sobre el hombro del compañero, que se dio la vuelta con tal brusquedad que Edvard patinó en el hielo, resbaladizo a causa del sol. «Por lo menos el invierno se presenta suave», pensó Edvard antes de echarse a reír al verse boca arriba en el suelo. Sin embargo, su risa cesó en cuanto se enfrentó a la boca del fusil que Dale sostenía ante sus ojos.
– Passwort! - gritó Dale.
Edvard vio su ojo muy abierto por encima de la mira del fusil.
– Hola, hola. Soy yo, Dale.
– Passwort ! [10]
– ¿Cómo que la contraseña? ¡Aparta el fusil, Dale! Demonios, soy yo, Edvard.
– Passwort!
– Gluthaufen . [11]
Edvard sintió que el miedo se apoderaba de él, cuando vio los dedos de Dale apretar despacio el gatillo. ¿Acaso no lo había oído?
– Gluthaufen - gritó con todas sus fuerzas-. ¡Gluthaufen, demonios!
– Hehl! Ich schiesse. [12]
¡Dios mío, iba a disparar! ¡Dale se había vuelto loco! De repente, Edvard recordó que habían cambiado la contraseña aquella misma mañana. Después de que él partiese para la región norte. El dedo de Dale apretaba el gatillo, aunque no del todo. Frunció el entrecejo. Soltó el seguro y volvió colocar el dedo. ¿Así iba a terminar? ¿Después de todo lo que había superado, iba morir por el disparo de un compatriota perturbado? Edvard clavó la mirada en la boca del fusil, esperando el estallido. ¿Le daría tiempo a verlo? Dios mío. Dirigió la mirada desde la boca del arma hacia el cielo azul en el que se dibujaba la cruz negra de un caza ruso. Volaba a demasiada altura y no podían oírlo. Cerró los ojos.
– Engelstimme ! [13]-oyó a alguien gritar a su lado.
Dale bajó el fusil. Le sonrió a Edvard y asintió.
– Engelstimme es la contraseña -repitió.
Edvard volvió a cerrar los ojos y respiró aliviado.
– ¿Correspondencia? -preguntó Gudbrand.
Edvard se levantó y le entregó a Gudbrand los documentos. Dale seguía sonriendo, aunque con el mismo semblante inexpresivo. Edvard agarró con fuerza la boca del fusil de Dale y pegó su cara a la del compañero, antes de preguntar:
– ¿Estás ahí, Dale?
Pretendía hacer la pregunta en un tono de voz normal, pero sólo pudo emitir un susurro bronco y áspero.
– No te oye -explicó Gudbrand mientras ojeaba las cartas.
– No sabía que estuviese tan mal -confesó Edvard agitando una mano ante la cara de Dale.
– No debería estar aquí. Tiene carta de su familia. Enséñasela y comprenderás lo que quiero decir.
Edvard cogió la carta y se la acercó a Dale, pero éste sólo reaccionó con una fugaz sonrisa que tardó en desaparecer lo que Dale en volver a fijar la vista en la eternidad, o en lo que quiera que llamase su atención en el vacío.
– Tienes razón. Está acabado.
Gudbrand le dio una carta a Edvard.
– ¿Qué tal por casa? -preguntó.
– Bueno, ya sabes -le dijo Edvard observando la carta un buen rato.
Pero Gudbrand no sabía nada, porque él y Edvard no habían hablado desde el invierno anterior. Era extraño, pero aun allí, en aquellas circunstancias, dos personas podían evitarse si de verdad lo deseaban. No era que a Gudbrand no le cayese bien Edvard, al contrario, respetaba al chico de Mjøndalen, al que consideraba un tipo sensato, un soldado valiente y un buen apoyo para los jóvenes y los nuevos del grupo. Aquel otoño, Edvard había ascendido a Scharführer, grado equivalente al de sargento en el ejército noruego, pero tenía las mismas responsabilidades que antes del ascenso. Edvard le dijo en broma que lo habían ascendido porque todos los demás sargentos habían muerto y les sobraban gorras de sargento.
Gudbrand había pensado muchas veces que, de ser otras las circunstancias, podrían haber llegado a ser buenos amigos. Pero lo que había ocurrido el invierno anterior, la desaparición de Sindre y la misteriosa reaparición del cuerpo de Daniel creó entre ellos una distancia insalvable.
El sonido sordo y remoto de una explosión, seguido del repiqueteo de un diálogo entre metralletas, vino a romper el silencio.
– ¿Los ataques se recrudecen? -preguntó Gudbrand más en tono interrogativo que de afirmación.
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