Jo Nesbø - Petirrojo

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Año 1944. Daniel, combatiente del frente oriental, muere asesinado en las trincheras de Leningrado. En un hospital de Viena, un soldado herido dice ser Daniel. Entre él y la enfermera Helena surge un romance.
Año 1999. El investigador Harry Hole dispara por accidente a un agente de los servicios secretos durante la visita a Noruega del presidente norteamericano Clinton. Harry Hole es trasladado a la policía de seguridad ciudadana, donde se le asigna la misión de comprobar la información sobre una red de tráfico de armas relacionada con círculos de viejos y nuevos nazis.
Año 2000. Mientras la nieve se funde en las calles de Oslo, entra en escena un asesino con un objetivo muy especial.

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Los coches pasaban. Sverre Olsen seguía sentado, pero otro tipo acababa de levantarse de una mesa y se dirigía a la puerta con paso inestable. El viejo lo recordaba, pues también estaba allí la última vez. Y hoy no les había quitado la vista de encima ni un instante. Se abrió la puerta. Él seguía esperando. El tráfico cesó un instante y pudo oír lo que le dijo el hombre, que se había detenido justo detrás de él:

– ¿Así que éste es el tipo?

La voz era de esas muy particulares y broncas fruto del abuso del alcohol, de fumar mucho y dormir poco.

– ¿Lo conozco? -dijo el viejo sin darse la vuelta.

– Me parece que sí.

El viejo volvió la cabeza, lo escrutó un segundo y luego apartó la vista de él.

– Lo siento, creo que no lo conozco.

– ¡Pero bueno! ¿No reconoce a un viejo amigo de la guerra?

– ¿Qué guerra?

– Tú y yo luchamos por la misma causa.

– Si tú lo dices. ¿Qué quieres?

– ¿Qué? -preguntó el borracho poniendo una mano detrás de la oreja.

– Te digo que qué quieres -repitió el viejo más alto.

– Bueno, querer, lo que se dice querer… Es normal saludar a un viejo conocido, ¿no? Sobre todo, si no lo has visto en mucho tiempo. Y, más aún, si lo creías muerto.

El viejo se volvió.

– ¿A ti te parece que estoy muerto?

El hombre del jersey islandés le clavó una mirada de un azul tan claro que sus ojos parecían canicas de color turquesa. Era completamente imposible determinar su edad. Podía tener cuarenta u ochenta años. Pero el viejo sabía la edad del borracho. Sí se concentraba y hacía un esfuerzo de memoria, podría recordar hasta su fecha de nacimiento. Durante la guerra, se habían preocupado de celebrar los cumpleaños.

El borracho se acercó.

– No, no pareces muerto. Enfermo, sí, pero no muerto.

Le tendió una mano enorme y sucia y el viejo notó enseguida el hedor dulzón, una mezcla de sudor, orina y alcohol.

– ¿Qué pasa? ¿No quieres estrecharle la mano a un viejo amigo? -Su voz sonaba como un estertor de la muerte.

El viejo estrechó fugazmente la mano que el otro le tendía, sin quitarse el guante.

– Muy bien -dijo-. Pues ya nos hemos dado la mano. Si no quieres nada más, tengo que seguir mi camino.

– Querer, lo que se dice querer… -dijo el borracho balanceándose de un lado a otro al tiempo que intentaba fijar la vista en el viejo-. Me preocupaba saber qué hace un hombre como tú en un agujero como éste. Tal vez no sea tan raro, ¿verdad? La última vez que te vi aquí pensé: «Se habrá equivocado de sitio». Pero luego te vi hablando con ese tipo horrible que dicen que va por ahí matando a la gente con un bate. Y al verte hoy también…

– ¿Sí?

– Pues pensé que debía preguntarle a alguno de los periodistas que vienen por aquí de vez en cuando, ¿sabes? Si saben lo que hace un tipo con una pinta tan respetable como la tuya en un lugar como éste. Ellos están al tanto de todo, ¿sabes? Y si no, se enteran. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un tío del que todo el mundo pensaba que había muerto durante la guerra, de repente, esté vivo? Ellos se hacen con la información con una rapidez de la hostia. Así.

Hizo un intento inútil de chasquear los dedos.

– Y entonces, ¿sabes?, van y lo cuentan en los periódicos. '

El viejo suspiró.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– ¿Tú qué crees?

El borracho abrió los brazos y sonrió dejando ver su escasa dentadura.

– Entiendo -dijo el viejo echando una ojeada a su alrededor-. Demos una vuelta. No me gustan los espectadores.

– ¿Qué?

– No, claro, ¿y para qué los queremos?

El viejo posó la mano en el hombro del otro.

– Entremos aquí.

«Show me the way » [9], compañero -tarareó el borracho con voz ronca antes de soltar una risotada.

Se ocultaron en el callejón que había junto a la pizzería, donde se alineaban un montón de enormes contenedores de basura de plástico llenos a rebosar, de modo que no se los veía desde la calle.

– ¿No le habrás comentado a alguien que me has visto?

– ¿Estás loco? Si al principio creía que estaba viendo visiones. ¡Un fantasma a plena luz del día! ¡En Herbert!

Rompió a reír a carcajadas que desembocaron en una tos honda y borboteante. Se inclinó hacia delante para apoyarse contra la pared, hasta que la tos cedió. Después, se incorporó de nuevo y se limpió la flema que le colgaba del mentón.

– No, desde luego, no se lo he dicho a nadie; en ese caso, ya me habrían internado…

– ¿Qué te parece si te ofrezco un precio justo por tu silencio?

– Justo, lo que se dice justo… Vi al malo coger ese billete de mil que habías ocultado en el periódico…

– ¿Sí?

– Un par de ellos me durarían una temporada, eso está claro.

– ¿Cuántos?

– ¿Cuántos tienes?

El viejo lanzó un suspiro y miró a su alrededor para asegurarse de que no había testigos. Desabotonó el abrigo y metió la mano en el interior.

Sverre Olsen cruzó la plaza Youngstorget a grandes zancadas balanceando la bolsa de plástico verde que llevaba en la mano. Hacía veinte minutos se encontraba en la Pizzería Herbert, sin blanca y con unas botas agujereadas; ahora, en cambio, lucía un par de botas Combat, nuevas y relucientes, de caña alta y con doce pares de remaches, que se había comprado en Top Secret, en la calle Henrik Ibsen. Además, llevaba un sobre en el que aún le quedaban ocho relucientes billetes de mil. Y diez mil más que estaban por llegar. Era extraño lo rápido que podían cambiar las cosas. Ese otoño estuvo a punto de pasar tres años en el talego, cuando su abogado se percató de pronto de que a la mujer gorda que ayudaba al juez la habían juramentado en un lugar equivocado.

Sverre estaba de tan buen humor que consideró incluso la posibilidad de invitar a Halle, Gregersen y Kvinset a su mesa. Invitarlos a una cerveza. Sólo para ver cómo reaccionaban. ¡Sí, coño, eso haría!

Cruzó la calle Pløensgate y pasó ante una mujer paquistaní que llevaba un cochecito de niño y le sonrió, de pura coña. Estaba llegando a la puerta de Herbert cuando pensó que no tenía sentido cargar con una bolsa que contenía unas botas viejas. Así que entró en el callejón, levantó la tapa de uno de los contenedores de basura y la tiró dentro. Cuando se iba descubrió un par de piernas que asomaban entre dos contendores. Miró a su alrededor. No había nadie en la calle. Ni tampoco en el patio trasero. ¿Quién sería? ¿Un borracho, un drogadicto? Se acercó un poco más. Los contenedores tenían ruedas y aquellos dos estaban totalmente juntos. Notó que se le aceleraba el pulso. Algunos drogadictos se cabreaban si ibas a importunarlos. Sverre se alejó un poco y le dio una patada a un cubo para apartarlo.

– ¡Joder!

Era curioso pero Sverre Olsen, que había estado a punto de matar a un hombre, jamás había visto a ninguno muerto. Tan curioso como el hecho de que aquel que ahora estaba viendo casi lo hiciese caer de bruces. El hombre tenía la espalda apoyada contra la pared y los ojos desorbitados. Estaba tan muerto como cabía estar. La causa de la muerte era evidente. El corte del cuello mostraba el lugar por el que le habían rajado la garganta. Aunque la sangre brotaba muy despacio, estaba claro que al principio lo había hecho a borbotones, pues el jersey islandés que llevaba parecía pegajoso y empapado de sangre. El hedor a basura y orina se volvió insoportable y Sverre tuvo el tiempo justo de notar el sabor a bilis antes de vomitar dos cervezas y una pizza. Después, se quedó apoyado en el contenedor escupiendo una y otra vez sobre el asfalto. Las puntas de las botas se pusieron amarillas de vómito, pero él no se dio cuenta. Sólo tenía ojos para el rojo riachuelo que, brillando a la tenue luz de las farolas, buscaba el punto más bajo del terreno.

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