P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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Las dos hermanas permanecieron juntas un instante más, y Jane abandonó el vestíbulo. Elizabeth estaba temblando y, a punto de desvanecerse, buscó la silla más próxima y se dejó caer en ella. Se sentía desamparada, y deseaba que Darcy apareciera. Él no tardó en regresar de la armería, a través de la parte trasera de la casa. Acudió a su lado de inmediato y, tirando de ella para que se levantara, la estrechó en sus brazos.

– ‌Querida mía, salgamos de aquí y te explicaré lo que ha ocurrido. ¿Has visto a Wickham?

– ‌Sí, he visto cómo lo entraban. Una visión espantosa. Gracias a Dios que Lydia no la ha presenciado.

– ‌¿Cómo está?

– ‌Dormida, espero. El doctor McFee le ha administrado algo para calmarla. Y ahora ha ido con la señora Reynolds a ayudar con Wickham. El señor Alveston y Charles lo están llevando al dormitorio azul, en el corredor norte. Nos ha parecido el aposento más adecuado para él.

– ‌¿Y Jane?

– ‌Está con Lydia y Belton. Pasará la noche en la habitación de Lydia, y Bingley la custodiará desde el vestidor contiguo. Lydia no toleraría mi presencia. Tiene que ser Jane.

– ‌Entonces vamos al salón de música. Debo hablar un momento contigo a solas. Hoy apenas nos hemos visto. Te contaré todo lo que sé, que no es nada bueno. Y después, esta misma noche, debo acudir a notificar la muerte del capitán Denny a sir Selwyn Hardcastle. Es el magistrado más próximo. Yo no puedo hacerme cargo de este caso; a partir de ahora, habrá de ocuparse Hardcastle.

– ‌Pero ¿no puede esperar, Fitzwilliam? Debes de estar exhausto. Y si sir Selwyn llega a venir esta noche con la policía, serán ya más de las doce. No podrá hacer nada hasta mañana.

– ‌Lo correcto es que se informe sin demora al señor Selwyn. Es lo que se espera, y es lo que cabe esperar. Querrá levantar el cadáver de Denny, y probablemente ver a Wickham, si es que está lo bastante sobrio para que lo interroguen. En cualquier caso, amor mío, el cadáver del capitán Denny debe ser retirado lo antes posible. No es mi intención parecer seco ni irreverente, pero sería conveniente que ya se lo hubieran llevado cuando los criados se levanten. Habrá que informarles de lo sucedido, aunque para todos nosotros será más fácil, y para el servicio más aún, si el cuerpo ya no está aquí.

– ‌Pero podrías, por lo menos, comer y beber algo antes de irte. Hace horas de la cena.

– ‌Me quedaré cinco minutos para tomar un café y asegurarme de que Bingley queda debidamente informado, pero después tendré que ausentarme.

– ‌¿Y el capitán Denny? Dime qué ha ocurrido. Cualquier cosa será mejor que este suspense. Charles habla de un accidente. ¿Lo ha sido?

– ‌Mi amor -‌respondió él con ternura-‌, debemos esperar a que los médicos examinen el cuerpo y nos digan cómo murió el capitán. Hasta entonces, todo serán conjeturas.

– ‌De modo que sí podría haber sido un accidente.

– ‌Consuela esperar que así haya sido, aunque yo sigo creyendo lo que he pensado al ver el cadáver: que el capitán Denny ha sido asesinado.

4

Cinco minutos después, Elizabeth aguardaba junto a Darcy frente al portón principal a que trajeran el caballo, y no volvió a entrar en casa hasta que lo vio partir al galope y fundirse con la penumbra de aquella noche de luna. El viaje no iba a resultarle agradable. Al viento, que había perdido parte de su fuerza, había seguido una lluvia oblicua, pero ella sabía que se trataba de un gesto necesario. Darcy era uno de los tres magistrados de la jurisdicción de Pemberley y Lambton, pero no podía formar parte de aquella investigación, y lo correcto era que uno de sus colegas fuera informado de la muerte de Denny sin dilación. Además, esperaba que se llevaran el cadáver de Pemberley antes de que amaneciera, momento en que Darcy y ella misma habrían de informar al servicio de parte de lo sucedido. La presencia de la señora Wickham tendría que aclararse, y era poco probable que la propia Lydia fuera discreta. Darcy era un buen jinete, e incluso con mal tiempo no temía cabalgar de noche, pero, al forzar la vista para adivinar el último destello de sombra de su caballo veloz, Elizabeth tuvo que reprimir el temor irracional, el presentimiento de que algo espantoso le ocurriría antes de que llegara a Hardcastle, y de que estaba destinada a no verlo nunca más.

Para Darcy, en cambio, galopar en plena noche fue adentrarse en una libertad temporal. Aunque seguían doliéndole los hombros por el peso de la camilla, y se sabía exhausto física y mentalmente, el azote del viento y la lluvia helada en el rostro fueron para él una liberación. Se sabía que sir Selwyn Hardcastle era el único magistrado que se encontraba siempre en su residencia. Vivía a ocho millas de Pemberley, podría ocuparse del caso y lo haría con gusto, pero no era el colega que Darcy habría escogido. Desgraciadamente, Josiah Clitheroe, tercer miembro de la magistratura local, vivía incapacitado a causa de la gota, enfermedad tan dolorosa como inmerecida en su caso, pues el doctor, a pesar de que su afición por las buenas cenas era notoria, no probaba siquiera el vino de Oporto, que, según se creía, era la causa principal de aquel mal tan dañino. El doctor Clitheroe era un abogado distinguido, respetado más allá de las fronteras de su Derbyshire natal y, consecuentemente, estaba bien considerado en cualquier juicio, a pesar de su locuacidad, que le nacía de creer que la validez de un razonamiento era proporcional a lo que se tardara en formularlo. Analizaba con escrupuloso detalle todos los pormenores de los casos de los que se ocupaba, estudiaba y discutía casos similares juzgados con anterioridad, y exponía las leyes pertinentes a cada circunstancia. Y si consideraba que las sentencias de algún filósofo de la Antigüedad -‌sobre todo Sócrates o Aristóteles-‌ podían aportar peso a un argumento, no dudaba en usarlas. Pero, a pesar de todos los circunloquios, su decisión final resultaba siempre razonable, y habrían sido muchos los acusados que se habrían sentido injustamente discriminados si el doctor Clitheroe no les hubiera mostrado la deferencia de disertar incomprensiblemente al menos durante una hora cuando aparecía ante ellos.

Para Darcy, la enfermedad de Clitheroe resultaba especialmente inoportuna. Sir Selwyn Hardcastle y él, a pesar de respetarse como magistrados, no se sentían cómodos el uno en compañía del otro y, de hecho, hasta que el padre de Darcy heredó Pemberley, las dos casas habían vivido enfrentadas. Las discrepancias se remontaban a la época del abuelo de Darcy, cuando se juzgó a un criado de Pemberley, Patrick Reilly, acusado de haber robado un ciervo del coto de caza que por entonces era propiedad de sir Selwyn y, tras emitirse una sentencia de culpabilidad, fue condenado a morir en la horca.

La ejecución había indignado a los habitantes de Pemberley, que pese a todo aceptaron que el señor Darcy había hecho lo posible por salvar al muchacho, y sir Selwyn y él quedaron clasificados según sus respectivos papeles, públicamente definidos, de defensor a ultranza de la ley el uno, y de magistrado compasivo el otro, distinción a la que contribuía el revelador significado del apellido Hardcastle, castillo duro. Los miembros del servicio siguieron el ejemplo de sus señores, y el resentimiento y la animosidad entre las dos casas se transmitieron de padres a hijos. Solo cuando el padre de Darcy pasó a hacerse cargo de Pemberley hubo un intento de cerrar la herida, que aun así no cicatrizó hasta que este, encontrándose ya en su lecho de muerte, pidió a su hijo que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que regresara la armonía, pues el mantenimiento de la hostilidad no convenía ni a los intereses de la ley ni a las buenas relaciones entre las dos casas. Darcy, frenado por su carácter reservado y por la convicción de que tratar abiertamente de un problema era, tal vez, reconocer su existencia, optó por una vía más sutil. Empezó a cursar invitaciones a cacerías y a fiestas, que los Hardcastle aceptaron. Quizás él también fuera cada vez más consciente de los peligros de una enemistad largamente alimentada, pero lo cierto era que la aproximación nunca había dado pie a la intimidad. Darcy sabía que, ante el problema que acababa de presentarse, encontraría en Hardcastle a un magistrado concienzudo y honesto, pero no a un amigo.

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