P. James - La muerte llega a Pemberley

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Pemberley, año 1803. Han pasado seis años desde que Elizabeth y Darcy se casaran, creando un mundo perfecto que parece invulnerable. Pero de pronto, en la víspera de un baile, todo se tuerce. Un carruaje sale a toda prisa de la residencia, llevándose a Lydia, la hermana de Elizabeth, con su marido, el desafortunado Wickham, que ha sido expulsado de los dominios de Darcy. Sin embargo, Lydia no tarda en regresar, conmocionada, gritando que su marido ha sido asesinado. Sin previo aviso, Pemberley se zambulle en un escalofriante misterio.

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– ‌Sí, señora, y ya se ha encendido la chimenea. Esa habitación y dos más se preparan siempre antes del baile de lady Anne por si llega otra noche de octubre como la del año noventa y siete, cuando la nieve alcanzó casi un palmo y algunos invitados que habían hecho el largo viaje no pudieron regresar a sus casas. ¿Llevamos allí a la señora Wickham?

– ‌Sí -‌respondió Elizabeth-‌. Eso sería lo mejor, aunque en su estado no puede quedarse sola. Alguien va a tener que dormir con ella.

– ‌En el vestidor contiguo hay un diván cómodo, además de una cama individual, señora -‌dijo la señora Reynolds-‌. Puedo ordenar que lo trasladen y lo cubran con mantas y almohadones. Y creo que Belton sigue despierta y la está esperando. Debe de saber que algo va mal, y es absolutamente discreta. Le sugiero que, por el momento, ella y yo nos turnemos para dormir en el diván, en el dormitorio de la señora Wickham.

– ‌Belton y usted tienen que descansar esta noche. La señora Bingley y yo nos las arreglaremos solas.

Al regresar al vestíbulo, Darcy vio que Bingley y Jane llevaban casi en volandas a Lydia escaleras arriba, precedidos por la señora Reynolds. Los grititos habían dado paso a sollozos más discretos, pero ella se liberó de los brazos de Jane y, volviéndose, clavó en Darcy sus ojos furiosos.

– ‌¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no va a buscarlos? He oído los disparos, ya se lo he dicho. ¡Dios mío! ¡Podría estar herido, o muerto! Wickham podría estar agonizando y usted se queda ahí sin hacer nada. ¡Vaya, por el amor de Dios!

Darcy le habló sosegadamente.

– ‌Nos estamos preparando. Le traeremos noticias cuando las tengamos. No hay por qué temer lo peor. Tal vez el señor Wickham y el capitán Denny estén viniendo hacia aquí a pie. Y ahora, procure descansar.

Entre susurros de aliento, Jane y Bingley habían llegado al último peldaño y, siguiendo a la señora Reynolds, se alejaron por el pasillo.

– ‌Temo que Lydia enferme -‌comentó Elizabeth-‌. Necesitamos al doctor McFee. Podría administrarle algo para calmarla.

– ‌Ya he ordenado que vayan a recogerlo en el coche, y ahora nosotros debemos ir al bosque para buscar a Wickham y a Denny. ¿Lydia ha podido contarte lo ocurrido?

– ‌A duras penas ha controlado el llanto lo bastante para balbucir los hechos principales, y para pedir que entráramos el baúl y lo dejáramos abierto. Casi se diría que todavía espera asistir al baile.

A Darcy le parecía que el gran vestíbulo de Pemberley, con su mobiliario elegante, la hermosa escalinata que se curvaba hasta alcanzar el rellano, e incluso los retratos de familia, le resultaba tan ajeno como si lo viera por vez primera. El orden natural que desde la infancia lo había sostenido se había visto alterado, y por un momento se sintió impotente, como si hubiera dejado de ser el señor de su casa, sentimiento absurdo que combatía prestando una atención exagerada por los detalles. No correspondía a Stoughton, ni a Alveston, transportar el equipaje, y Wilkinson, según una tradición ya antigua, era el único miembro del servicio que, además de Stoughton, recibía órdenes directamente de su señor. Pero al menos se estaba haciendo algo. El equipaje de Lydia había sido llevado hasta la casa, y ahora enviarían el coche a buscar al doctor McFee. Instintivamente, se acercó a su esposa y le tomó la mano con dulzura. La notó más fría que la muerte, pero ella respondió al contacto apretando la suya, en un gesto de reconocimiento que lo tranquilizó.

Bingley bajó de nuevo al vestíbulo, donde se le sumaron Alveston y Stoughton. Darcy les contó someramente lo que Pratt le había revelado, pero era evidente que Lydia, a pesar de su nerviosismo, ya había conseguido transmitirles lo más esencial del suceso.

– ‌Hemos de conseguir que Pratt nos señale el lugar en el que Denny y Wickham abandonaron el carruaje, de modo que tomaremos el coche de Piggott. Charles, será mejor que tú te quedes con las damas. Stoughton custodiará la puerta. Si acepta tomar parte en esto, Alveston, creo que debemos ocuparnos de ello entre los dos.

– ‌Cuente conmigo, señor -‌respondió Alveston-‌, en la medida en que pueda serle de ayuda.

Darcy se volvió hacia Stoughton.

– ‌Tal vez necesitemos una camilla. ¿No hay una en la habitación contigua a la armería?

– ‌Sí, señor. Es la que usamos cuando lord Instone se fracturó la pierna durante la cacería.

– ‌Vaya a buscarla, por favor. Y necesitaremos mantas, coñac, agua y linternas.

– ‌Yo le ayudaré -‌intervino Alveston, e inmediatamente se marchó con Stoughton.

A Darcy le pareció que ya había perdido demasiado tiempo hablando y dedicándose a los preparativos, pero al consultar la hora comprobó que solo habían transcurrido quince minutos desde la teatral aparición de Lydia. Fue entonces cuando oyó ruido de cascos de caballo y, al volverse, vio a un jinete galopando sobre el prado, a lo largo del río. El coronel Fitzwilliam había regresado. Todavía no había desmontado cuando Stoughton dobló la esquina de la casa con la camilla cargada al hombro, seguido de Alveston y un criado, que llevaban varias mantas, las botellas de agua y coñac, y tres linternas. Darcy se acercó al coronel y, muy brevemente, lo puso al corriente de lo sucedido desde su marcha, y le informó de cuáles eran sus planes.

Fitzwilliam escuchó en silencio, antes de comentar:

– ‌Están ustedes organizando una impresionante expedición para complacer a una mujer histérica. Yo diría que los dos insensatos se han perdido en el bosque, o que uno de ellos ha tropezado con una raíz y se ha torcido el tobillo. Seguramente, en este preciso instante, se están acercando a Pemberley renqueantes, o a la posada de King’s Arms, pero, si el cochero oyó disparos, será mejor que vayamos armados. Iré a buscar mi pistola y me reuniré con ustedes en el coche. Si finalmente hace falta la camilla, no les vendrá mal otro hombre, y un caballo sería un estorbo si hemos de internarnos en la espesura del bosque, lo que parece probable. Traeré también mi brújula de bolsillo. Que dos hombres hechos y derechos se pierdan como niños ya resulta bastante ridículo. Pero que se perdieran cinco sería el colmo.

Volvió a subirse al caballo y se dirigió al trote a los establos. El coronel no había ofrecido explicación alguna sobre su ausencia y Darcy, arrastrado por los acontecimientos, no había pensado siquiera en él. Sí pensó que, fuera donde fuese que hubiera ido, su regreso resultaba inoportuno si este retrasaba la partida, o si exigía una información y unas explicaciones que nadie podía proporcionarle aún, aunque era cierto que no les vendría mal contar con un hombre más. Bingley permanecería en casa para cuidar de las mujeres, y él podía, como siempre, confiar en que Stoughton y la señora Reynolds velarían porque todas las puertas y las ventanas quedaran bien cerradas y por mantener a raya la curiosidad de los criados. Pero no se produjo ningún retraso. Su primo regresó a los pocos minutos, y ayudó a Alveston a atar la camilla al coche. Los tres hombres se subieron a él y Pratt montó el primer caballo.

Fue entonces cuando Elizabeth se acercó corriendo hasta el coche.

– ‌Nos olvidamos de Bidwell. Si hay algún problema en el bosque, él debería estar con su familia. Tal vez ya haya llegado. ¿Sabe si ya ha partido hacia su cabaña, Stoughton?

– ‌No, señora. Sigue sacando brillo a la plata. No cuenta con regresar a casa hasta el domingo. Hay personal interno que sigue trabajando, señora.

Sin dar tiempo a Elizabeth a añadir nada, el coronel bajó del coche diciendo:

– ‌Ya voy yo a por él. Sé dónde estará: en la despensa del mayordomo. Y se ausentó.

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