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Lawrence Block: 8 millones de maneras de morir

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Lawrence Block 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Hubiera podido haber jugado a este juego y quizás hubiera descubierto algo. Pero me había llevado tres horas pensar en ello.

Era todo un detective. Bebiendo toda la Coca-Cola de Manhattan e incapaz de encontrar un maldito chuloputas. Me habrá salido barba blanca antes de que le pueda echar el guante a ese condenado.

En la juke-box un disco terminó y otro empezó a sonar: Sinatra. Una idea me vino a la cabeza. Abandoné la Coca-Cola en la barra, salí y tomé un taxi en Columbus Avenue. Me bajé en la esquina de la 72 y caminé media manzana hacia el oeste hasta llegar a Poogan's Pub. La clientela no eran tan negra y yo no desentonaba tanto, sin embargo no buscaba a Chance buscaba a Danny Boy Bell.

No estaba. El barman me dijo:

– ¿Danny Boy? Acaba de irse. Vaya al Top Knot, al otro lado de Columbus. Cuando no está aquí está allí.

Y en electo, allí estaba, sentado en un taburete del final de la barra. Hacía muchos años que no lo había visto pero no me fue difícil reconocerle, no había crecido y su piel no era más oscura.

Los padres de Danny Boy eran ambos negros de tez muy oscura. El había heredado sus rasgos pero no su color. Era albino, tan falto de pigmentación como un ratón blanco. Era esbelto y muy bajo. Presumía de medir un metro cincuenta y ocho pero siempre me pareció que se ponía algunos centímetros de más.

Llevaba un traje de tres piezas y la primera camisa blanca que había visto en mucho tiempo. Su corbata tenía rayas rojas y negras extremadamente discretas y sus zapatos negros estaban bien encerados. Creo que nunca le había visto sin traje ni corbata, o sin unos zapatos resplandecientes. Me dijo:

– Matt Scudder. ¡Dios mío! Sólo tienes que esperar lo bastante para acabar dando con todo el mundo.

– ¿Qué tal estás Danny?

– Más viejo. Han pasado los años. ¿Estás a tiro de piedra y cuándo fue la última vez que nos vimos? Ha pasado una eternidad.

– No has cambiado mucho.

Me examinó un momento y me dijo:

– Tampoco tú.

Pero a su voz le faltaba convicción. Era una voz sorprendentemente normal saliendo de un personaje tan poco habitual, de tono medio y sin acento de ningún sitio.

– ¿Pasabas por aquí o me venía buscando?

– Estuve primero en Poogan's. Allí me dijeron que te encontraría aquí.

– Me siento alagado. Simple visita de cortesía supongo.

– No exactamente.

– ¿Por qué no nos sentamos? Podemos hablar de los viejos tiempos y de los amigos desaparecidos. Y de paso del motivo que te trajo aquí.

Los bares frecuentados por Danny Boy guardaban una botella de vodka ruso en el frigorífico. Eso era lo único que bebía y le gustaba frío como el hielo pero sin ninguna piedra haciendo ruiditos y rebajando el alcohol. Nos instalamos en una mesa del fondo y una velocísima camarera le trajo su brebaje habitual y una Coca-Cola para mí. La mirada de Danny Boy iba de mi vaso a mi rostro.

– Estoy a racionamiento -dije.

– Eso me parece razonable.

– Sin duda.

– Hay que saber moderarse. Déjame decirte algo, Matt. Los antiguos griegos lo sabían todo y sabían moderarse.

Bebió la mitad de su vaso. Se despachaba al menos ocho de esos al día, lo cual suma un litro para un cuerpo de apenas cincuenta kilogramos y nunca parecía sufrir los efectos. Jamás lo vi balbucear o trabarse a la hora de hablar. Siempre era el mismo.

– ¿Y qué? Eso no tenía nada que ver conmigo, ¿verdad?

Eché un trago a la Coca-Cola.

Nos intercambiamos algunas historias. El trabajo de Danny Boy, si es que tenía alguno, era el de informar. Cualquier cosa que le dijeras quedaba archivado en su mente y al juntar piezas de información y cambiarlas de sitio conseguía los suficientes dólares como para que sus zapatos relucieran y que su vaso estuviera siempre lleno. Organizaba encuentros y deducía un porcentaje para sus gastos. Sus manos estaban limpias mientras no tomara plena parte en los numerosos proyectos, la mayoría, de hecho, ilícitos. Cuando estaba en el cuerpo, él era una de mis mejores fuentes de información, un napias que no se hacía pagar en dinero sino en información.

– ¿Te acuerdas de Joe Rudenko? -terció-. Le llamaban Lou el sombrero.

Le dije que sí.

– ¿Te enteraste de lo que le pasó a su madre?

– ¿Qué?

– Encantadora viejecita ucraniana, todavía vivía en el barrio antiguo en el noveno o décimo de la parte Este, donde siempre. Había sido viuda durante muchos años. Debía tener setenta o incluso ochenta. ¿Qué edad puede tener Lou? ¿Cincuenta?

– Puede.

– No tiene importancia. Pues bien, esta encantadora viejecita tenía un amigo, un vejete de la misma edad. La iba a visitar un par de veces por semana y ella cocinaba para él comida ucraniana y, alguna vez iban a ver una película juntos si es que encontraban alguna en que los actores no estuvieran fornicando de principio a fin. He aquí que una tarde, el vejete viene todo excitado porque ha encontrado un televisor en la calle. Alguien lo había arrojado a la basura. Él dice que la gente está loca, que arrojan objetos en buen estado y que él es un manitas, y que la televisión de ella está averiada, y que ésta es en color, y que quizás la consigan reparar.

– ¿Entonces qué paso?

– Entonces enchufa el aparato, lo enciende para ver lo que pasa, y lo que pasa es que el aparato explota. El pierde un brazo y un ojo y la señora Rudenko, que se encontraba sentada enfrente, muere instantáneamente.

– ¿Se trataba de una bomba?

– Exacto. ¿Lo has leído en los periódicos?

– No. Debió habérseme escapado.

– Ocurrió hace cinco o seis meses. Tras la investigación concluyeron que alguien había puesto la bomba en el portal y el destinatario original la había colocado a otro. Quizás se tratara de la mafia, o quizás no, porque todo lo que el vejete pudo decir fue el sitio donde encontró el aparato y eso no sirve de mucho. Lo cierto es que el que recibió el aparato, sospechó lo bastante como para ponerlo en la basura, y el resultado es que acabó matando a la Sra. Rudenko. He visto a Lou y es gracioso, porque no sabía con quién enfadarse. "Es esta maldita ciudad" me dijo. "Esta maldita y puñetera ciudad". Pero, ¿tiene eso para ti algún sentido? Tu vives en mitad de Kansas y un ciclón se te echa encima y te lleva tu casa y te la desmigaja por todo Nebraska. Es la mano de Dios, ¿no?

– Eso es lo que dicen.

– En Kansas Dios se sirve de ciclones, en Nueva York se sirve de televisores asesinos. Quien quiera que seas, Dios o cualquier otro, te sirves de lo que tienes más a mano. ¿Quieres otra Coca-Cola?

– No por el momento

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– Busco a un chulo.

– Diógenes buscaba a un hombre honesto. Tu elección es más extendida.

– Busco a un chulo en particular.

– Todos son particulares. Incluso algunos son buena gente. ¿Tiene nombre?

– Chance.

– Ah, ya. Conozco un Chance.

– ¿Sabes dónde lo puedo encontrar?

Danny Boy frunció el ceño, levantó su vaso vacio y lo volvió a posar.

– No frecuenta ningún sitio con regularidad.

– Eso es lo que me dice todo el mundo.

– Es cierto. En mi opinión, creo que todos deberíamos tener un cuartel general. El mío esta aquí en Poogan's. El tuyo lo tienes en Jimmy Armstrong's, o al menos eso es lo último que oí.

– Sí, aún sigo ahí.

– ¿Ves? Me intereso por ti incluso cuando no te veo. Bien vamos a ver, Chance. Ummh… ¿Qué día es hoy? ¿Jueves?

– Sí. Bueno, viernes madrugada.

– No seas tan minucioso. ¿Qué quieres de él, sino te importa decírmelo?

– Hablar un rato.

– No sé dónde está ahora, pero quizás sepa dónde va a estar dentro de dieciocho o veinte horas. Déjame hacer una llamada. Si esa niña aparece, pídeme otro vaso, ¿lo harás? Y otro para ti.

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