Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Danny Boy me dijo:

– Hele aquí. En el pasillo central Me volví y vi al acomodador que había aceptado mis cinco pavos acompañar a un hombre y a una mujer a sus localidades. Ella tenía cabellos cobrizos que le caían por la espalda, una piel de porcelana fina y debía medir un metro sesenta y cinco. Su acompañante andaría por el uno ochenta y cinco y noventa kilos de peso. Hombros anchos, cintura estrecha. Sus cabellos eran más cortos que largos y su piel era de un moreno atractivo. Vestía una chaqueta ligera de piel de camello y unos pantalones marrones de franela. Se asemejaba a un deportista profesional, o a un prospero abogado, o a un triunfante hombre de negocios negro.

– ¿Estás seguro? -pregunté a Danny.

Este respondió riendo.

– No es el típico chulo, ¿verdad? Sí, estoy seguro. Es Chance. Espero que tu amiguito no nos haya puesto en sus sitios.

No fue ese el caso. Chance y su acompañante estaban en la primera fila cerca del centro del ring. Se sentaron y obsequió al acomodador con una propina, respondió a los saludos de algunos espectadores y se acercó a la esquina de Kid Bascomb y cruzó algunas palabras con el boxeador y sus preparadores. Estuvieron un momento juntos, luego Chance retomó su asiento.

– Creo que te voy a dejar -terció Danny Boy-. No tengo deseo alguno de ver a esos dos locos destrozarse el uno al otro. No me necesitas para presentarte -yo negué con la cabeza-. De manera que voy a desaparecer antes de que comiencen las hostilidades. En el ring, me refiero. Espero que no tenga que saber que he sido yo quien le ha señalado, ¿de acuerdo, Matt?

– No lo sabrá de mí.

– No me podía esperar otra cosa. Si te puedo seguir siendo útil…

Se incorporó y se perdió por el pasillo. Debía de tener ganas de beber un vaso, sin embargo los bares de Madison Square Garden no disponían de botellas de Stolichanaya en el refrigerador.

El presentador introdujo a los dos adversarios gritando sus pesos, edades y procedencias. Bascomb tenía veintidós y ninguna derrota. Canelli no parecía que fuera a modificar su carrera aquella noche.

Había dos sitios libres al lado de Chance. Pensé en apoderarme de uno de ellos pero me quedé donde estaba. Sonó el pitido de calentamiento, poco después lo hizo la campana señalando el primer asalto. Fue un asalto lento, en donde los contrincantes se estudiaban y preferían no atacarse. Bascomb lanzó algunos golpes bien realizados pero Canelli se las apañó para mantenerse fuera de su alcance. Ninguno materializó nada concreto.

Al final del asalto los dos asientos al lado de Chance seguían vacíos. Me levanté y fui a sentarme a su lado. Miraba al ring con mucho interés. Debió percibir mi presencia pero no mostró ninguna señal de ello. Le dije:

– ¿Chance? Mi nombre es Scudder.

Volvió la cabeza hacia mí. Sus ojos marrones estaban rematados con una aureola dorada. Pensé en el azul irreal de los ojos de mi clienta. Sabía que había pasado por casa de ella, la tarde o la noche, para buscar el dinero sin aviso previo. Ella me lo había hecho saber cuándo me llamó a mi hotel al mediodía.

– Tengo miedo -me había dicho-. Pensé que me haría alguna pregunta sobre usted. Pero no, todo fue bien.

Chance me respondió diciendo:

– Matthew Scudder. Usted dejó algunos avisos en mi servicio.

– Y usted no los contestó.

– No le conozco. No llamo a la gente que no conozco. Y usted ha estado buscándome por ahí -su voz era profunda y sonora. Parecía haberla trabajado como en un curso de dicción-. Quiero ver esta pelea.

– Todo lo que quiero son unos pocos minutos de conversación.

– No durante la pelea, ni entre asaltos -dijo severamente y frunció el ceño un instante-. Quiero concentrarme. He comprado el sitio en el que usted está sentado, ¿ve?, no quiero que me molesten.

La campana anunció la continuación del combate. Chance centró la mirada en el cuadrilátero. Kid Bascomb estaba ya de pie y sus preparadores escondían el taburete del ring.

– Vuelva a su sitio, le hablaré después de la pelea.

– ¿Es una pelea a diez asaltos? -No llegará muy lejos.

Y no se equivocó. En el tercer y cuarto asalto, Kid Bascomb empezó a castigar a Canelli con unos ganchos seguidos al mentón. Canelli se defendía bien, pero el Kid era joven, rápido y poderoso. El juego de sus piernas me recordaba al de Sugar Ray. En el quinto asalto hizo que Canelli diera un traspiés con un golpe corto y seco al corazón. Si yo estuviera en ese momento en la piel del italiano comprendería que no valía la pena esperar.

Al terminar el asalto, Canelli parecía estar totalmente recuperado, pero ya había visto su expresión cuando encajó el directo y no me sorprendió que en el siguiente asalto Kid Bascomb le enviara a la lona con un gancho de izquierda. Se incorporó a los tres segundos, pero esperó a que el árbitro contara hasta ocho. Luego Kid se echó encima suyo golpeándole contra todo menos contra los postes del cuadrilátero. Canelli cayó otra vez y de nuevo se incorporó pero el árbitro se interpuso entre los dos, miró los ojos de Canelli y detuvo el combate.

Hubo algunos abucheos por parte del público más violento a los que nunca les gustaba que detuvieran ningún combate, y uno de los preparadores de Canelli insistía en que su boxeador podía continuar, pero el mismo Canelli parecía contento con que el espectáculo hubiera terminado. Kid Bascomb hizo algunos pasos de baile, saludó, luego saltó las cuerdas y se fue.

En el camino se detuvo para hablar con Chance. La muchacha de los cabellos cobrizos se echó hacia delante y posó su mano en el brazo negro y resplandeciente del boxeador. Chance y Kid se hablaron un rato más y luego Kid tomó el pasillo de los vestuarios.

Abandoné mi sitio y me acerqué a Chance y a la chica. Ya estaban de pie cuando los alcancé. El dijo:

– No nos quedamos para la pelea principal, si es que usted tenía intención de verla.

La pelea de la que hablaba oponía a dos pesos medios: un panameño y un joven negro del sur de Filadelfia con fama de duro. Con toda seguridad sería un buen espectáculo, pero no era eso a lo que había venido. Le dije que estaba dispuesto a salir.

– Entonces por qué no viene con nosotros -sugirió-. Mi coche está aquí al lado.

Se introdujo en el pasillo con la muchacha siempre a su lado.

Alguna gente lo saludo y a la vez le comentaron que el Kid había hecho una buena pelea. Las respuestas de Chance fueron breves. Yo seguí a la pareja. Al llegar a la calle me di cuenta de hasta qué punto la sala estaba cargada y llena de humo.

En la calle dijo:

– Sonya, este es Matthew Scudder. Sr. Scudder, Sonya Hendryx.

– Encantada de conocerlo -dijo ella.

No la creí. Sus ojos me dijeron que ella se reservaba su juicio hasta que Chance le indicara de una forma o de otra lo que tenía que pensar de mí. Me pregunté si ella sería la Sunny que Kim me había mencionado; aquella a la que le gustaban los deportes y a la que Chance llevaba a los partidos de béisbol. Si me hubiera encontrado con ella en otras circunstancias no la hubiera tomado por una prostituta. No tenía apariencia alguna, y no había nada de extraño viéndola colgada del brazo de su chulo.

Recorrimos un centenar de metros para llegar al aparcamiento donde Chance recuperó su vehículo y obsequió al guardia con una propina digna de ser recibida con un entusiasmo particularmente vivo. El coche me sorprendió, al igual que las vestimentas y las maneras me habían sorprendido anteriormente. Me esperaba un coche llamativo, con colores chillones por dentro y por fuera, y lo que vi llegar fue un Seville, el pequeño Cadillac metalizado con tapicería negra de cuero. La chica se subió en la parte posterior. Chance se sentó al volante y yo a su lado.

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