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Lawrence Block: 8 millones de maneras de morir

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Lawrence Block 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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Seguí hablando un poco para calmar sus nervios tras asustarla con la llamada. Al menos sabía que no había muerto en West Street. Ahora podía dormir tranquilo.

Desde luego que sí. Apagué la luz, me tumbé en la cama durante un rato largo, luego me incorporé y me puse a leer el periódico. Me vino a la mente la idea de que un par de copas me calmarían y me ayudarían a encontrar el sueño. No podía hacer nada para evitar esa idea, sin embargo me quedé donde estaba y cuando fueron las cuatro dije que era estúpido pensarlo ya que los bares estaban cerrados. Si bien es verdad que había uno abierto en la Undécima Avenida pero me abstuve oportunamente de recordármelo.

De nuevo, apagué la luz y me eché en el catre. Pensaba en la prostituta asesinada, el policía moribundo, en la mujer que había salido ilesa de debajo del tren y me preguntaba por qué en esta ciudad se consideraba que era mejor no beber. Cavilando sobre estos temas me quedé dormido.

TRES

Me levanté a las diez y media totalmente descansado tras haber dormido tan sólo seis horas. Me duché, me afeité, desayuné un pequeño café con un bollo, luego me dirigí a St. Paul's. Esta vez no entré en el sótano sino en la iglesia, en donde me senté durante diez minutos en un banco. A continuación encendí un par de cirios y escurrí cincuenta dólares en el cepillo de las limosnas. En la oficina de correos de la calle 60 puse un giro postal por valor de doscientos dólares a mi ex mujer en Syosset. Traté de escribir una nota para mandar junto con el dinero pero me salió demasiado piadosa. El dinero era escaso y llegaba con retraso. Ella ya se daría cuenta sin que yo tuviera que contárselo, de manera que le envié el dinero sin más.

Era un día gris, fresco, con amenaza de lluvia. El gélido viento que soplaba giraba en las esquinas con la velocidad de un campeón de eslalom. Un hombre trataba de dar caza a su sombrero delante del Coliseum mientras no dejaba de blasfemar. Tuve el acto reflejo de afianzar el mío agarrándolo por el ala.

Caminé hasta la puerta del banco antes de decidir que lo que me quedaba del adelanto de Kim no justificaba que tuviera que hacer transacciones financieras oficiales. Juzgué más inteligente volver a mi hotel y pagar la mitad de la renta del próximo mes. Para entonces sólo me quedaba uno de los billetes de cien intactos que cambié en billetes de diez y de veinte.

¿Por qué no agarré los mil de mano? Recordé lo que había dicho acerca de la motivación. Bueno, ahora me quedaba solamente uno.

Nada nuevo en el correo: dos circulares y una carta de mi diputado. Nada que tuviera que leer.

Ningún mensaje de Chance. No lo esperaba.

Llamé otra vez a su servicio y le dejé otro mensaje. Ya lo hacía por fastidiar.

Abandoné el hotel y pasé toda la tarde fuera. Tomé dos veces el metro pero anduve casi todo el tiempo. El cielo seguía amenazante, la lluvia aún se contenía, el viento era todavía más violento pero nunca se llevó mi sombrero. Recorrí dos distritos, algunos cafés y media docena de bares. Bebí cafés en las cafeterías, y coca-cola en los bares, hablé con varias personas y tomé algunas notas. Llamé a la recepción de mi hotel alguna que otra vez. No esperaba una llamada de Chance sino que quería saber si Kim me había llamado. Nadie me había telefoneado. Dos veces traté de contactar con Kim y en las dos me encontré con su contestador automático. Ahora todo el mundo tenía una de esas máquinas; uno de estos días todos esos aparatos empezarán a marcar números y a dialogar entre ellos. No dejé ningún recado.

Al caer la tarde entré en un teatro de Time Square. Pasaron dos películas de Clint Eastwood donde interpretaba a un poli que lo arreglaba todo a balazo limpio. El público parecía compuesto en su totalidad por la clase de individuos que eran víctimas de sus disparos. Gritaban de júbilo cada vez que levantaban los sesos a alguien.

Comí cerdo con arroz y vegetales en un restaurante chino-cubano de la Octava Avenida, hice un nuevo alto en mi hotel y me aseguré de que no tenía ningún mensaje. Me fui hasta Armstrong a tomar una taza de café. Me metí en una conversación en la barra y pensé en quedarme un rato más, pero a las ocho y media estaba dispuesto a marcharme, bajar al sótano y asistir a la reunión.

El conferenciante era un ama de casa que se emborrachaba mientras su marido estaba en el trabajo y los niños en la escuela. Contó como uno de los muchachos la encontró totalmente ida en el suelo de la cocina y como ella lo convenció de que se trataba de un ejercicio de yoga para aliviar su dolor de espalda. Todos rompimos en una carcajada unísona.

Cuando me tocó mi turno de hablar, dije:

– Me llamo Matt. Esta noche solo vengo a escuchar.

El bar de Kelvin Small's se encontraba en Lenox Avenue, a la altura de la calle 127. Es un lugar largo y estrecho con una barra que va de punta a punta y una fila de mesas con banquetas en el lado opuesto. Hay un pequeño escenario en la parte del fondo, sobre el que ese día, dos negros muy oscuros con los caballos rapados y gafas de montura redonda y ataviados con trajes al estilo de los Brooks Brothers tocaban jazz tranquilo, uno en un piano de pared, el otro usando pinceles y cimbales. Al oído y a la vista parecían la mitad del viejo Modern Jazz Quartet.

No era difícil oírles una vez dentro ya que el lugar no era especialmente ruidoso. Yo era el único blanco y todo el mundo dejó de hablar para examinarme de arriba a abajo. Había un par de mujeres blancas sentadas en las banquetas junto a hombres negros, un par de negras compartían una mesa y alrededor de una veintena de hombres ocupaban el local. Los había de todos los colores, excepto del mío.

Atravesé la sala en toda su longitud y entré en los urinarios. Un hombre, casi tan alto como para jugar en el baloncesto profesional, peinaba sus cabellos alisados. El aroma de su loción capilar se mezclaba con el tufillo agrio de la marihuana. Me lavé las manos y las froté debajo de uno de esos secadores de aire caliente. Cuando salí el hombre alto seguía trabajando sus cabellos.

Las conversaciones se apagaron de nuevo cuando aparecí por la puerta de los urinarios. Caminé en el otro sentido, lentamente, moviendo los hombros. No estaba seguro en lo que respecta a los músicos, pero a aparte de ellos, juraría que no había persona en el bar que no tuviera al menos una condena. Proxenetas, estafadores, traficantes, jugadores… Sin duda toda la nobleza del mundo.

Un tipo sentado en la barra, en el quinto taburete empezando por la entrada, me llamó la atención. Me llevó un segundo identificarle, ya que antes llevaba el pelo liso y ahora llevaba una especie de peinado africano. Su traje era de color verde lima y sus zapatos estaban hechos con la piel de un reptil, probablemente alguno en vías de extinción.

Cuando pasé por delante de él, señalé a la puerta con la cabeza y salí. Me detuve dos portales más allá junto a una farola. Pasaron dos o tres minutos hasta que apareció con el paso ágil y suelto.

– ¡Hey, Matthew! -dijo extendiendo la mano-. ¿Cómo te va, tío?

No le di la mano. La miró, me miró, giró los ojos, movió exageradamente la cabeza, chaqueó las manos, las frotó contra el pantalón y las colocó en las caderas, diciendo:

– Como ha pasado el tiempo. ¿Te dejaron sin tu botella favorita en el centro? ¿O es que ahora vienes al Harlem a hacer pipí?

– Parece que estás en plena forma, Royal.

Se infló como si fuera un pavo. Su nombre era Royal Waldron y yo conocí una vez a un imbécil policía negro que se apodaba el marrano. Royal me respondió:

– Bueno, compro y vendo, sabes.

– Sé.

– Se justo con la gente y nunca te quedarás sin hincar el diente, es un refrán que me enseño mi mamá. ¿Qué es lo que te ha traído por este barrio, Matthew?

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