Lawrence Block - 8 millones de maneras de morir

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Por orden médica, Matt Scudder acaba de dejar el alcohol, pero mantenerse sobrio parece más difícil que mantenerse con vida, incluso en una ciudad como Nueva York. Una mole que, como Scudder sabe muy bien, puede aplastar a cualquiera. A pesar de su juventud, Kim también lo sabía, y por so había intentado escapar. Seguro que no merecía la vida de prostituta que el destino le había concedido, y sin duda no merecía la muerte que le tocó, y que Scudder no pudo evitarle. Para redimirse, el ex policía tendrá que encontrar a quien ha convertido a la chica en papilla, y para ello, arriesgar lo que aún queda de sí mismo. Esta novela le valió a Lawrence Block el premio Edgar, y marca un hito en la vida de su gran personaje, Matthew Scudder.

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– ¿Conoció a su novio?

– No sabía que tuviera uno.

Tampoco sabía que Kim planeara dejar a Chance, y esta información le interesó mucho.

– Me pregunto -dijo- si ella era inmigrante o emigrante.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Ella iba de o a? Depende de cómo se mire. La primera vez que yo vine de Nueva York vine a, había dejado mi familia y la ciudad en que crecí, pero eso era secundario. Más tarde, cuando dejé a mi marido, hu í a de algo. La acción de partir era más importante que el destino.

– ¿Se casó usted?

– Estuve casada durante tres años. Bueno, juntos durante tres años. Un año de amancebamiento y dos años de casada.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Unos cuatro años -calculó mentalmente-. Van a hacer cinco esta primavera. Aunque oficialmente sigo casada. Nunca me preocupé en pedir el divorcio. ¿Cree usted que debo?

– No lo sé.

– Quizás sí. Aunque sólo sea para poner las cosas en su sitio.

– ¿Cuánto tiempo lleva con Chance?

– Unos tres años, ¿por qué?

– Usted no es el tipo.

– ¿Es que hay un tipo? Sé que no me parezco a Kim. No soy una reina, ni tampoco una vaquera -dijo riendo-. Cuando dejé a mi marido me fui a vivir a la parte baja del este. ¿Conoce la calle Norfolk? ¿Entre Stanton y Rivington?

– No muy bien.

– Yo lo he conocido muy bien. Vivía ahí y realizaba trabajos pequeños en el barrio. Trabajé en una lavandería, fui camarera, dependienta. Cuando no era yo la que dejaba mi trabajo, era el trabajo el que me dejaba a mí y nunca tenía dinero. Comencé a odiar el sitio en el que vivía y la vida que llevaba. Estuve a punto de llamar a mi marido y pedirle que me dejara volver. Llegó a ser una obsesión. Hubo un día en que incluso llegué a marcar su número pero comunicaba.

Y así ella, casi accidentalmente, pasó a venderse a sí misma. Había en la calle un comerciante que no dejaba de hacerle proposiciones. Un día sin pensarlo dos veces, se oyó a sí misma decir:

– Mire, si de verdad quiere follarme, ¿por qué no me da veinte pavos?

El se quedó de piedra, nunca se imaginó que ella fuera una puta.

– No lo soy, pero me hace falta el dinero -le había respondido-, y más de uno pagaría por hacérselo conmigo.

Ella tenía unos pocos clientes cada semana. Se mudó de Norfolk a una calle más agradable del mismo barrio, más tarde se instaló en la calle 9, cerca de Tompkins Square. Ella ya no tenía necesidad de trabajar, pero se enfrentó con otros problemas. Una vez recibió una paliza, otras veces fue robada. De nuevo pensó en llamar a su marido.

Luego conoció a una chica del barrio que trabajaba en una casa de masajes. Donna probó allí. Le gustó la seguridad que éste ofrecía. En la puerta había un hombre que se encargaba de solucionar los posibles jaleos, y el trabajo era mecánico, impersonal, casi clínico. Ella no trabajaba al principio más que con su boca y sus manos. Su cuerpo no era tocado, y no había ninguna ilusión de intimidad aparte de la intimidad que creaba el contacto físico.

Al principio esto le agradaba. Se veía a sí misma como una especialista sexual, una especie de sicoterapeuta. Pero no tardó en cambiar de opinión.

– Aquel sitio estaba controlado por la Mafia. Un olor a muerte impregnaba las paredes. Era un trabajo, es decir, tenía que seguir un horario, coger el metro para ir y venir a mi casa. Todo eso me extraía hasta la última gota de mi sensibilidad.

Entonces ella lo dejó y retomó su trabajo como independiente y luego, un buen día, Chance la encontró y todo se arregló. El la colocó en este apartamento, que era el primer lugar decente que tuvo en Nueva York e hizo circular su número de teléfono, y solucionó todos sus problemas. Sus facturas eran pagadas, le hacían la limpieza, ella no tenía que ocuparse de nada, tan sólo de escribir sus poemas, enviarlos a las revistas y mostrarse cariñosa cuando sonaba el teléfono.

– Chance se lleva todo el dinero que gana -le dije-. ¿Eso no la molesta?

– ¿Debería molestarme?

– No lo sé.

– De todas maneras, no es dinero auténtico. El dinero ganado rápidamente no dura. Si no, Wall Street pertenecería a los traficantes. Pero ese tipo de dinero se va tan rápido como llega -ella pasó sus piernas al otro lado del banco y se encontró sentada frente a mí-. De todas formas tengo todo lo que quiero. Todo lo que siempre quise fue que me dejaran en paz, un lugar decente para vivir y tiempo para mi trabajo. Me refiero al de la poesía.

– Entiendo.

– ¿Sabe cómo se las apañan la mayoría de los poetas? Enseñan, o tienen un empleo estable o participan en el juego de la poesía haciendo recitales y conferencias, escribiendo peticiones de ayuda a fundaciones, conociendo a gente bien colocada y besando muchos traseros. Yo nunca quise hacer nada de eso. Sólo quería escribir mis poemas.

– ¿Qué es lo que quería hacer Kim?

– Sólo Dios lo sabe.

– Creo que estaba liada con alguien, creo que por la mataron.

– Entonces yo estoy a salvo -dijo ella-. Yo no estoy liada con nadie. Por supuesto puedo decir que tengo un vínculo con la humanidad. ¿Cree que eso me llevará a la tumba?

No sabía qué responder. Ella prosiguió, cerrando los ojos:

– Un poeta dijo una vez que la muerte de un ser humano le disminuía, puesto que estaba vinculado con la humanidad. ¿Sabe cómo estaba vinculado, o con quién?

– No.

– ¿Cree que su muerte me disminuye? Me pregunto si estaba vinculado con ella. No la conocía realmente, pero le escribí un poema.

– ¿Puedo verlo?

– Sí, cómo no. Pero no creo que le diga nada. Escribí una vez algo acerca de la Osa Mayor, pero si usted quiere saber algo sobre esa constelación tendrá que ir a un astrónomo, no a mí. Los poemas no tratan nunca de los temas que los inspiran, sabe, tratan del yo del poeta.

– De todas formas me gustaría verlo.

Esto pareció satisfacerla. Fue a su escritorio -una versión moderna de un modelo cilíndrico- y encontró casi instantáneamente lo que buscaba. El poema estaba escrito a mano, con itálicas, en papel blanco de carta y con una pluma especial.

– Los paso a máquina cuando los envío a las revistas -dijo-, pero los prefiero así. Yo misma aprendí caligrafía de un libro. Es más fácil de lo que parece. Leí:

Ba ñ adla en leche, que corra el blanquecino goteo,

Puro, en el bovino bautismo

Curad el cisma m í nimo

Bajo el sol m á s tempranero. Su mano tomad,

Decidle que no tiene importancia,

Leche no es algo por lo que llorar.

El grano de un fusil plateado sembrad.

Triturad sus huesos en un mortero, despedazad

Botellas de vino a sus pies, y que el verde vidrio

Centellee en su mano. Que as í sea.

Dejad que la leche gotee.

Que corra, hasta la hierba del pasado.

Le pregunté si lo podía copiar en mi agenda. Ella sonrió.

– ¿Por qué? ¿Acaso le dice quién la ha matado?

– No sé lo que me dice. Pero si lo guardo quizá llegue a decirme algo.

– Si llega a comprender lo que quiere decir, espero que me lo diga. No, bueno, exagero, yo sé, más o menos, lo que quiere decir. Pero no pierda el tiempo copiándolo. Puede quedarse con esa copia.

– No sea tonta. Es suya.

– El poema no está acabado. Necesita más trabajo. Desearía introducir sus ojos. Si usted ha visto a Kim tuvo que haber reparado en sus ojos.

– Sí.

– En un principio quise comparar el azul de sus ojos y el verde del vidrio. Así es como me vino su imagen en un principio, pero sus ojos desaparecieron cuando lo escribí. Creo que estaban en uno de mis borradores pero debí haberlo perdido por alguna parte, y así, en un parpadear desaparecieron. Me quedé con el verde, el blanco, el plateado, pero no con el azul de sus ojos -su mano se posó en mi espalda mientras miraba el poema-. ¿Cuántos versos tiene? ¿Doce? Debería tener catorce, la longitud de un soneto, si bien los versos son irregulares. Además no estoy contenta con la rima. Quizá otro tipo de rima fuera mejor con el poema.

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