Lawrence Block - Un baile en el matadero

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Un baile en el matadero: краткое содержание, описание и аннотация

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Matt Scudder ha pasado muchos de sus días sumergido en el alcohol, dejándose el alma en cada rincón de la Gran Manzana. Hace tiempo perteneció al Departamento de Policía de Nueva York, pero todo aquello ya quedó atrás. Ahora es un detective sin licencia, perseverante y de mente afilada, y no deja que sus obsesiones enturbien la investigación.
Lo acaban de contratar para que demuestre una sospecha: que Richard Thurman, personaje influyente de la vida pública, planeó el brutal asesinato de su esposa, estando ella embarazada. En medio de la investigación aparecerán pistas desconcertantes, aparentemente desligadas del caso, pero todos los misterios acabarán confluyendo para enseñar al detective que una vida joven e inocente puede ser comprada, corrompida y aniquilada.
`Un baile en el matadero` recibió el premio Edgar 1992.

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Quizá fuese la reunión lo que me relajó, o quizá haber comido algo nutritivo, pero para cuando volví a mi cuarto ya me sentía lo suficientemente cansado como para acostarme una horita. Me puse el despertador a las dos y media, y también pedí en recepción que me llamasen a esa hora, por si acaso. Me quité los zapatos y me tumbé en la cama con ropa y todo, y debí de quedarme dormido antes de que los ojos llegasen a cerrárseme por completo.

No supe nada más hasta que desperté y el teléfono estaba sonando. Me senté, miré la hora y vi que eran solo las dos, así que cogí el auricular con la intención de gruñirle al chico de recepción. Pero era TJ.

– Tío -me dijo-, ¿cómo es que nunca estás en casa? ¿Cómo voy a contarte lo que he descubierto si ni siquiera puedo dar contigo?

– ¿Y qué has descubierto?

– El nombre del chico. Del más joven. Me encontré con un chaval que le conoce, dice que se llama Bobby.

– ¿Y sabes su apellido?

– No hay muchos apellidos en el Deuce, Matt. Tampoco hay demasiados nombres. La mayor parte son apodos, ¿sabes? Cosas como Cool Fool y Hats, y Dagwood. Bobby debía de ser nuevo en la zona y aún no le habían puesto mote. Este chaval me dice que llegó aquí más o menos por Navidad.

Si eso era cierto, no había durado demasiado. Quería decirle a TJ que ya no importaba, que el tipo que salía con Bobby estaba a punto de ir a la cárcel por otro asunto, una historia que le mantendría bien alejado de los críos durante mucho tiempo.

– No sé de dónde vino -añadió-. Un día simplemente se bajó de un autobús. Debía de ser de algún sitio en el que los tipos matan a los chavales jóvenes, porque eso es lo que se estuvo buscando desde el principio. Antes de que se diera cuenta, uno de los chulos lo enganchó y empezó a vender su culito blanco.

– ¿Qué chulo concretamente?

– ¿Quieres que me entere? Seguro que puedo hacerlo, pero los veinte dólares que me diste el otro día ya no dan para más.

No sabía si merecía la pena. Lo más fácil era pillar a Stettner por el asesinato de Amanda Thurman. Teníamos el cuerpo, un testigo, y, con toda seguridad, algún tipo de prueba física; y no había nada de todo esto en el asesinato de Bobby. ¿Por qué iba a ponerme a perseguir a un chulo?

– Bueno, mira a ver qué averiguas -me oí decir a mí mismo-. Y ya me dirás cuánto te debo.

A las tres me presenté en Midtown North y me quité la chaqueta y la camisa. Un oficial de policía llamado Westerberg me puso el micro.

– Ya has llevado uno de estos antes, ¿verdad? -me dijo Durkin- Cuando lo de aquella casera a la que los periódicos llamaban el ángel de la muerte.

– Exacto.

– Así que ya sabes cómo funciona. Con Thurman no va a haber ningún problema. Si quiere que te vayas a la cama con él, lo único que tienes que hacer es dejarte la camisa puesta.

– No va a querer. No le gustan los homosexuales.

– Bueno, así que Richard no es rarito, ¿eh? ¿Quieres chaleco? Bueno, creo que lo mejor es que te lleves uno.

– ¿Encima del micro?

– Es de Kevlar, no debería interferir con la señal. Lo único que se supone que tiene que interceptar es una bala.

– Pero si no va a haber balas, Joe. De momento nadie ha usado una pistola, y el chaleco no va a evitar que me apuñalen.

– Tal vez sí.

– Pero desde luego, lo que no evita es que me pongan una media al cuello.

– Supongo que no -reconoció-. Lo que pasa es que no me gusta la idea de mandarte sin protección.

– No me estás mandando a ninguna parte. No estoy bajo tus órdenes. Soy un ciudadano particular que lleva un micro por simple sentido cívico de la responsabilidad. Coopero contigo, pero no eres responsable de mi seguridad.

– Tengo que acordarme de decirles eso cuando me llamen a declarar después de que te metamos en una bolsa para cadáveres.

– Eso no va a pasar -le aseguré.

– Supón que Thurman se ha levantado esta mañana y se ha dado cuenta de que había hablado demasiado, y ahora eres tú el cabo suelto del que tiene que deshacerse.

Negué con la cabeza.

– Soy su as en la manga -le contradije-. Soy su seguro de vida, soy el tipo que se va a ocupar de que Stettner no tenga posibilidad de matarlo. Coño, si me ha contratado, Joe, no va ahora a matarme.

– ¿Te ha contratado?

– Sí, anoche. Me dio un anticipo e insistió mucho en que lo cogiera.

– ¿Cuánto te dio?

– Cien dólares. Un billete de cien dólares nuevecito.

– Bueno, granito a granito…

– No me lo he quedado.

– ¿Cómo que no te lo has quedado? ¿Se lo has devuelto? Y, entonces, ¿cómo va a confiar en ti?

– No se lo he devuelto, me he deshecho de él.

– Pero, ¿por qué? El dinero es dinero, salga de donde salga.

– Quizá no.

– El dinero no tiene dueño. Es el principio básico de la ley. ¿Cómo te deshiciste de él?

– De camino a casa -le dije-. Nos fuimos andando juntos hasta la Novena Avenida con la calle Cincuenta y Dos y entonces él se fue para un lado y yo para otro. Al primer tipo que me encontré en una puerta pidiendo limosna le metí el billete de Thurman en la taza. Ahora todos llevan tazas; bueno, vasitos de plástico de los del café, de esos que a ti tanto te gustan.

– Es para que la gente no tenga que tocarles. ¿Así que le has dado a un vagabundo un billete de cien dólares? ¿Cómo va a gastárselo? ¿Quién se lo va a cambiar?

– Bueno -le contesté-, eso no es problema mío, ¿no crees?

17

Me acerqué andando hasta donde vivía Richard Thurman y me quedé en un portal situado frente a su edificio. Llegué diez minutos antes de nuestra cita de las cuatro y pasé el tiempo observando a la gente que caminaba por la acera. No podía asegurar si había o no luz en el apartamento. El inmueble estaba en la zona alta de la manzana y las ventanas de las viviendas reflejaban la luz del sol, devolviéndola hacia donde yo me encontraba.

Esperé hasta las cuatro, y luego otros dos minutos aproximadamente antes de cruzar la calle y entrar en el vestíbulo que estaba junto a la entrada de Radicchio's. Llamé al timbre del domicilio de Thurman y esperé a que me abrieran. Pero no ocurrió nada. Volví a llamar, esperé, y tampoco hubo respuesta. Entré en el restaurante y miré en la barra, pero no estaba allí. Regresé a mi puesto de vigilancia al otro lado de la calle, y diez minutos más tarde fui hasta la esquina y encontré un teléfono público que funcionaba. Llamé a su apartamento, pero saltó el contestador automático. Después de oír la señal, le pregunté:

– Richard, ¿estás ahí? Si es así, coge el teléfono.

Pero no contestó.

Llamé a mi hotel para ver si había recibido alguna llamada, pero no tenía ninguna. Conseguí en información el número de la Five Borough y hablé con una secretaria que lo único que me dijo es que no se encontraba en la oficina. No sabía ni dónde estaba ni cuándo se suponía que debía volver.

Regresé al edificio de Thurman y toqué el timbre del agente de viajes del segundo piso. Enseguida me abrieron y subí un tramo de escaleras esperando que alguien saliese al descansillo a recibirme. Pero tampoco así logré ver a nadie. Seguí escaleras arriba. La puerta de los Gottschalk la habían arreglado ya después del robo; le habían reforzado el marco y le habían cambiado las cerraduras. Subí hasta el quinto piso y escuché tras la puerta de Thurman. No oí nada. Llamé al timbre y escuché cómo sonaba dentro del apartamento. A pesar de todo, golpeé la puerta con las manos. Tampoco así obtuve respuesta.

Intenté abrir la puerta, pero no cedió. Tenía tres cerraduras, aunque no había modo de decir cuántas de ellas estaban cerradas. Dos llevaban cilindros Medeco a prueba de ganzúas, y todas estaban aseguradas con placas metálicas de protección. Un inglete metálico instalado en la junta de la puerta con el marco hacía que no se pudiese forzar con una palanca.

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