– Tuvo un accidente.
– ¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
– La atropello un coche.
– ¿Dónde?
– Aquí, en el Lido.
– ¿Dónde está?
– La llevaron a Urgencias. Es donde estoy ahora, pero no consigo que me den información.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Ayer tarde.
– ¿Por qué ha tardado tanto en llamar?
Silencio.
– ¿Signor Sassi? -preguntó Brunetti en tono perentorio y, al no recibir respuesta, bajó la voz-: ¿Cómo está?
– Mal.
– ¿Cómo fue?
– Nadie lo sabe.
– ¿No?
– Ayer, cuando volvía del trabajo en bicicleta, parece ser que un coche la embistió por detrás. El conductor no paró.
– ¿Quién la encontró?
– Un camionero. La vio tendida en una zanja al lado de la carretera y la llevó al hospital.
– ¿Y no sabe qué tiene?
– En realidad, no. Esta mañana, cuando me han llamado, me han dicho que tenía una pierna rota. Pero creen que puede haber lesión cerebral.
– ¿Quiénes lo creen?
– No lo sé. Esto es lo que me ha dicho la persona que me ha llamado por teléfono.
– Pero, ¿usted está en el hospital?
– Sí.
– ¿Cómo se han puesto en contacto con usted?
– Ayer la policía fue a su pensión. Creo que en el bolso llevaba la dirección. El dueño les dio el nombre de mi esposa. Recordó que nosotros la habíamos acompañado. Pero hasta esta mañana no me han avisado, y es cuando he venido.
– ¿Cómo es que me llama a mí?
– El mes pasado, cuando ella estuvo en Venecia, le preguntamos adonde iba y nos dijo que a ver a un policía llamado Brunetti. No dijo el motivo, ni nosotros se lo preguntamos, pero pensamos que, siendo usted policía, querría saber lo ocurrido.
– Gracias, signor Sassi -dijo Brunetti y preguntó-: ¿Cómo ha actuado desde que habló conmigo?
Si a Sassi le pareció ésta una pregunta extraña, no se le notó en la voz.
– Como siempre, ¿por qué?
Brunetti optó por no responder a esto y preguntar:
– ¿Cuánto tiempo va a quedarse usted ahí?
– Ya no mucho. Tengo que ir a trabajar, y mi esposa está con los nietos.
– ¿Cómo se llama el médico?
– No lo sé, comisario. Esto es un caos. Hoy hacen huelga las enfermeras, y es difícil encontrar a quien te informe. Nadie sabe nada de Maria. ¿No podría usted venir? Quizá le hagan más caso.
– Estaré ahí dentro de media hora.
– Es una muchacha muy buena -dijo Sassi.
Cuando Sassi colgó, Brunetti llamó a Vianello para pedirle que tuviera una lancha y un piloto preparados para ir al Lido dentro de cinco minutos. Dijo a la telefonista que le pusiera con el hospital del Lido y pidió por el encargado de Urgencias. Su llamada transitó por Ginecología, Cirugía y la cocina, hasta que, asqueado, colgó y bajó corriendo la escalera, en busca de Vianello, Bonsuan y la lancha que aguardaba.
Mientras cruzaban la laguna, Brunetti informó a Vianello de la llamada de Sassi.
– Canallas -dijo Vianello del conductor huido-. ¿Por qué no se pararon? Darla por muerta y dejarla en la cuneta…
– Quizá fuera eso lo que pretendían -dijo Brunetti, observando cómo el sargento, de pronto, comprendía.
– Naturalmente -dijo, cerrando los ojos ante la simplicidad del caso-. Pero nosotros no fuimos a la casa di cura a hacer preguntas. ¿Cómo iban a saber que vino a vernos?
– No tenemos idea de lo que haya podido hacer ella después de hablar conmigo.
– No; cierto. Pero no iba a ser tan tonta como para presentarse allí acusando a alguien.
– Ha estado casi toda su vida en un convento, sargento.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que probablemente imagina que basta con decir a una persona que ha cometido una mala acción para que esa persona vaya a entregarse a la policía. -Al oír la frivolidad de su tono, Brunetti lamentó haber hablado con tanta ligereza-. Significa que, probablemente, no es capaz de juzgar a las personas ni de entender las razones que las mueven.
– Quizá tenga razón, comisario. Seguramente, un convento no es el mejor lugar para preparar a nadie para este mundo asqueroso que hemos hecho entre todos.
Brunetti no supo qué contestar a esto, y no dijo más hasta que la lancha entró en uno de los embarcaderos reservados para ambulancias en la parte posterior del Ospedale al Mare. Saltaron a tierra, diciendo a Bonsuan que los esperase. Una puerta abierta de par en par daba acceso a un pasillo blanco con suelo de cemento.
Un celador con bata blanca fue rápidamente hacia ellos.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? Está prohibido entrar en el hospital por esta puerta.
Sin contestar, Brunetti mostró el carnet al hombre.
– ¿Dónde está Urgencias?
Observó al celador mientras éste dudaba entre oponerse y discutir, pero entonces vio aflorar el proverbial respeto del italiano a la autoridad, especialmente, si va uniformada, y el hombre les indicó el camino sin más objeciones. A los pocos minutos, estaban frente a un mostrador de enfermeras, detrás del cual unas puertas dobles se abrían a un largo corredor bien iluminado. En el mostrador no había nadie, y nadie contestó a los insistentes intentos de Brunetti de llamar la atención.
Al cabo de unos minutos, empujó las puertas un hombre con una arrugada bata blanca.
– Perdone -dijo Brunetti levantando una mano para detenerlo.
– ¿Sí? -dijo el hombre.
– ¿Haría el favor de decirme cómo puedo encontrar a la persona encargada de Urgencias?
– ¿Por qué desea saberlo? -preguntó el hombre con voz fatigada.
Nuevamente, Brunetti enseñó el carnet. El otro miró la cartulina y miró a Brunetti.
– ¿Qué desea saber, comisario? Yo estoy condenado a encargarme de esta sala.
– ¿Condenado? -preguntó Brunetti.
– Perdone, exagero. Las enfermeras han decidido hacer huelga, y yo llevo aquí treinta y seis horas. Trato de atender a nueve pacientes, con la ayuda de un celador y una interna. Pero no creo que contárselo a usted me sirva de mucho.
– Lo siento, dottore. No puedo arrestar a sus enfermeras.
– Lástima. ¿En qué puedo servirle?
– Vengo a ver a una mujer que fue traída ayer. Atropellada por un coche. Me han dicho que tiene una pierna rota y conmoción cerebral.
El médico supo enseguida quién era.
– No; no tenía la pierna rota, era el hombro, y sólo dislocado. Varias costillas sí que podrían estar rotas. Pero lo que más me preocupaba era la lesión de la cabeza.
– ¿Preocupaba, doctor?
– Sí; la enviamos al Ospedale Civile menos de una hora después de que la trajeran. Aunque hubiera dispuesto de personal para atenderla, no tengo el equipo necesario para tratar una lesión cerebral como la suya.
Brunetti hizo un esfuerzo para contener la irritación por haber hecho el viaje en vano y preguntó:
– ¿Es grave?
– Estaba inconsciente cuando la trajeron. Yo le puse el hombro en su sitio y le vendé las costillas, pero no poseo suficientes conocimientos de lesiones cerebrales. Le hice varias pruebas. Quería ver qué tenía, por qué no respondía. Pero estuvo aquí muy poco tiempo y no pude cerciorarme.
– Ha venido un hombre interesándose por ella -dijo Brunetti-. Nadie le ha dicho que la hubieran enviado a Venecia.
El médico se encogió de hombros rehuyendo toda responsabilidad.
– Ya le he dicho que sólo somos tres personas. Alguien hubiera tenido que avisarle.
– Sí -convino Brunetti-; alguien hubiera tenido que avisarle. -Y después preguntó-: ¿Puede decirme algo más acerca de su estado?
– Nada más; tendrá que preguntar a los del Civile.
– ¿Dónde estará?
– Si han encontrado a un neurólogo la habrán puesto en Cuidados Intensivos. O deberían haberla puesto. -El médico movió la cabeza tristemente, ya por cansancio ya por el recuerdo de las lesiones de Maria, Brunetti no hubiera podido decirlo. De pronto, se abrió una de las puertas, empujada desde dentro y apareció una mujer joven, con una bata no menos arrugada.
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