– Claudia Crivoni.
– ¿Y conoce a Claudia?
– Mmm.
– ¿Qué ha dicho?
– Algo relacionado con un cura.
– ¿Un cura? -preguntó Paola, como había preguntado Brunetti al oír la misma frase.
– Sí. Pero es sólo un rumor.
– Lo que significa que probablemente es verdad.
– ¿Es verdad qué?
– Oh, Guido, no seas pavo. ¿Qué es lo que crees que puede ser?
– ¿Con un cura?
– ¿Por qué no?
– ¿No hacen un voto?
Ella se incorporó.
– No me lo puedo creer. ¿De verdad imaginas que eso significa una diferencia?
– Se supone que sí.
– Sí, y también se supone que los hijos son obedientes y responsables.
– Los nuestros, no -sonrió él.
Él sintió cómo súbitamente el cuerpo de Paola temblaba de risa.
– Tienes razón. Pero, en serio, Guido, ¿de verdad te crees eso de los curas?
– No creo que esa mujer esté liada con ninguno.
– ¿Por qué no?
– Porque la he visto -dijo él y bruscamente la atrajo hacia sí asiéndola por la cintura.
Paola dio un grito de sorpresa, pero su voz tenía la misma nota de delectable horror que los chillidos de Chiara cuando Raffi o Brunetti le hacían cosquillas. Ella se resistió, pero Brunetti estrechó el abrazo hasta inmovilizarla.
Al cabo de un rato, él dijo:
– Yo no conocía a tu madre.
– Hace veinte años que la conoces.
– Quiero decir que no la conocía como persona. Tantos años, y no tenía idea de quién era.
– Pareces triste -dijo Paola apoyándose en su pecho para incorporarse y verle la cara.
Él aflojó la presión de sus brazos.
– Es triste, tratar a una persona durante veinte años, y no tener idea de cómo es. Cuánto tiempo desperdiciado.
Ella se echó otra vez, revolviéndose para acoplar sus curvas al cuerpo de él, proceso durante el que le clavó el codo en el estómago haciéndole lanzar un «¡Huy!» de dolor, pero al fin encontró la postura y él volvió a rodearla con los brazos.
Chiara, que llegó media hora después, hambrienta y en busca de cena, los encontró dormidos en el sofá.
Al día siguiente, Brunetti despertó con la cabeza despejada, como si durante la noche una fiebre le hubiera purificado la mente y devuelto la lucidez. Sin moverse de la cama, dedicó un buen rato a repasar la información acumulada durante los dos últimos días. En lugar de sacar la conclusión de que había aprovechado bien el tiempo, que la gestión de la questura estaba en buenas manos y que él luchaba contra el crimen con eficacia, de pronto, tenía la desagradable sensación de que se había embarcado en algo que ahora debía reconocer que era una solemne tontería. No contento con creer la historia de Maria Testa, había dispuesto de Vianello y desperdiciado una tarde interrogando a personas que, evidentemente, no tenían ni idea de lo que les decía ni de por qué un comisario de policía se presentaba en su casa de improviso.
Patta regresaría dentro de diez días, y Brunetti no tenía ni la menor duda de cuál sería su reacción si se enteraba de a qué había dedicado el tiempo la policía. Incluso en la cama, caliente y seguro, a Brunetti le parecía sentir el frío glacial de los comentarios de Patta: «¿Quiere decir que creyó la historia que le contaba una monja, una mujer que se ha pasado la vida metida en un convento? ¿Y se presentó en casa de esa gente para hacerles creer que sus familiares habían sido asesinados? Usted no está bien de la cabe za, Brunetti. Pero, ¿usted sabe quiénes son esas personas?» Decidió que, antes de abandonarlo todo, tenía que hablar con una última persona, con alguien que pudiera, si no corroborar la historia de Maria, por lo menos, responder de su fiabilidad como testigo. ¿Y quién podía conocerla mejor que el hombre al que ella había confesado sus pecados durante los seis últimos años?
La dirección que Brunetti buscaba estaba hacia el final del sestiere de Castello, cerca de la iglesia de San Pietro di Castello. Las dos primeras personas a las que paró no sabían por dónde caía el número, pero cuando preguntó dónde podía encontrar a los padres de la Santa Cruz, enseguida le dijeron que al pie del siguiente puente, la segunda puerta de la izquierda. Y allí estaban, según rezaba una placa de latón en la que el nombre de la orden aparecía grabado junto a una pequeña cruz de Malta.
Abrió la puerta a su primera llamada un hombre de pelo blanco que recordaba aquella figura tan habitual en la literatura medieval, la del fraile bendito. Sus ojos irradiaban afabilidad lo mismo que el sol irradia calor, y en su cara brillaba una amplia sonrisa, que reflejaba la alegría que le causaba la aparición de este desconocido en su puerta.
– ¿En qué puedo servirle? -preguntó, como si nada en el mundo pudiera depararle mayor satisfacción.
– Deseo hablar con el padre Pio Cavaletti, hermano.
– Sí, sí. Pase, hijo -dijo el fraile acabando de abrir la puerta-. Tenga cuidado -dijo señalando al suelo y extendiendo una mano para sujetar a Brunetti del brazo cuando éste pasaba el pie sobre la parte inferior del marco de la pesada puerta. Vestía el hábito blanco de la orden de suor Immacolata, cubierto por un delantal pardo con las señales de años de trabajo sobre la hierba y la tierra.
Brunetti, al entrar, se detuvo y miró en derredor, tratando de identificar el dulce aroma que respiraba.
– Son las lilas -explicó el fraile, muy satisfecho por el placer que veía en la cara de Brunetti-. Al padre Pio le encantan, se las hace enviar de todo el mundo. -Efectivamente: matas, arbustos, hasta árboles de alto porte llenaban el patio, envolviéndolos con su fragancia. Brunetti observó que sólo unos pocos arbustos se doblegaban bajo el peso de las piñas de flores púrpura, y que la mayoría no habían florecido aún.
– Son muy pocas para que huela tanto -dijo Brunetti, sin poder disimular el asombro por lo penetrante del perfume.
– Lo sé -dijo el fraile con una sonrisa de orgullo-. Son las primeras, las oscuras: Dilatata y Claude Bernard y Ruhm von Horstenstein. -Brunetti supuso que aquellos nombres exóticos designaban las lilas que estaba oliendo-. Las blancas, las que están junto a la pared del fondo -agregó el anciano, tomando a Brunetti del codo y señalando a una docena de arbustos de hojas verdes arrimados a la alta pared de ladrillo que estaba a su izquierda-: White Summers y Marie Finon, y Ivory Silk, no florecerán hasta junio, y probablemente aún tengamos flores hasta julio, si no llega el calor antes de tiempo. -Mirando en derredor con una satisfacción que se reflejaba tanto en su cara como en su voz, dijo-: En este patio, hay veintisiete variedades diferentes. Y en la casa capitular de Trento tenemos otras treinta y cuatro. -Antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, prosiguió-: Proceden hasta de Minnesota -nombre que pronunció dando a las consonantes una modulación muy italiana- y de Wisconsin -este nombre se le atravesó.
– ¿Y usted es el jardinero? -preguntó Brunetti, aunque no era necesario.
– Lo soy, por la misericordia de Dios. He trabajado en este jardín -aquí miró más atentamente a Brunetti- desde que usted era niño.
– Es muy hermoso, hermano. Debe de estar orgulloso.
El anciano lanzó a Brunetti una mirada recelosa juntando ligeramente sus gruesas cejas. Al fin y al cabo, la soberbia es uno de los siete pecados capitales.
– Orgulloso de que esta hermosura dé gloria a Dios -puntualizó Brunetti, y el fraile volvió a sonreír.
– El Señor nunca hace nada que no sea hermoso -dijo el anciano mientras echaba a andar por el sendero de ladrillos que cruzaba el jardín-. Si tiene alguna duda, le bastará con contemplar sus flores. -Asintió recalcando esta simple verdad y preguntó-: ¿Tiene usted jardín?
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