Donna Leon - Mientras dormían

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La existencia del comisario Guido Brunetti se ve alterada por la irrupción en su vida de ciertos elementos religiosos inquietantes. Durante un almuerzo familiar descubre que las clases de religión que recibe su hija, la adolescente Chiara, son impartidas por un sacerdote que da signos de un comportamiento poco menos que inadecuado. Al mismo tiempo, una monja que Brunetti conoce (Vestido para la muerte) llega a la questura de Venecia para exponer sus sospechas sobre las circunstancias de la muerte de unos ancianos en una residencia. En una aventura, la sexta que protagoniza el comisario, impregnada del pesimismo que envuelve a Venecia, Brunetti se enfrenta a poderes que se creen por encima de la ley de los hombres, por el hecho de asentarse sobre un entramado de intereses económicos e ideológicos. La acerada mirada de Donna Leon denuncia en esta ocasión las perversas prácticas sexuales que llevan a cabo algunos miembros de la Iglesia Católica, así como la corrupción que afecta a las esferas más influyentes de la institución ante el Papa.
«Y ése es precisamente el espíritu de este comisario (…) una encomiable capacidad de raciocinio junto al salvajismo de las decisiones tomadas sin calibrar convenientemente las consecuencias. Una combinación explosiva.» José Antonio Gurpegui, El Cultural.
«Esta dama del crimen (…) hace una intriga exquisita, que apasiona e inicia a lectores profanos… Seguiré las próximas entregas de Guido Brunetti. Espero acompañarlo hasta su ancianidad.» Lilian Neuman, La Vanguardia.

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– No, y lo siento.

– Ah, qué lástima. Es bueno ver crecer las cosas. Da sensación de vida. -Llegaron a una puerta y el anciano la abrió y se hizo a un lado para permitir a Brunetti entrar en el largo corredor del monasterio.

– ¿Cuentan los hijos? -preguntó Brunetti con una sonrisa-. Porque tengo dos.

– Oh, cuentan más que nada en el mundo -dijo el fraile sonriendo a Brunetti-. Nada hay más hermoso ni que dé más gloria a Dios.

Brunetti sonrió al fraile y movió la cabeza afirmativamente, de acuerdo, por lo menos, con la primera proposición.

El fraile se paró delante de una puerta y llamó.

– Entre usted -dijo sin esperar respuesta-. El padre Pio nos tiene dicho que no hagamos esperar al que desee verle. -Con una sonrisa y una palmada en el brazo a Brunetti, el fraile volvió al jardín y a lo que a Brunetti siempre había creído que era el aroma del paraíso.

Un hombre alto escribía sentado a una mesa. Al entrar Brunetti, levantó la mirada, dejó la pluma y se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se acercó al desconocido visitante con la mano extendida y una sonrisa que le empezó en los ojos y se extendió a los labios.

El monje tenía unos labios gruesos y rojos que llamaban la atención, pero eran los ojos los que revelaban su espíritu: entre grises y verdes y animados de una curiosidad e interés por el mundo que lo rodeaba que -Brunetti intuyó- debían de caracterizar todo lo que hacía. Era muy alto y delgado, complexión acentuada por el hábito de la Santa Cruz. Aunque había dejado atrás los cuarenta, todavía tenía el pelo negro, y la única señal de la edad era la tonsura natural que le clareaba en la coronilla.

Buon giorno -dijo el monje con voz cálida-. ¿En qué puedo servirle? -Su voz, aunque se ondulaba con la cadencia del Véneto, no tenía el acento de la ciudad. Quizá de Padua, pensó Brunetti, pero antes de que pudiera iniciar la respuesta, el religioso prosiguió-: Pero perdone, tome asiento por favor -y acercando una de dos sillas tapizadas situadas contra la pared, a la izquierda de la mesa, esperó a que Brunetti se acomodara para sentarse frente a él.

Súbitamente, Brunetti sintió el deseo de abreviar, para terminar cuanto antes con Maria Testa y su historia.

– Padre, me gustaría hablarle de una persona de su orden. -Una ráfaga de viento entró en el despacho agitando los papeles de la mesa y recordando a Brunetti la rica promesa de la estación. Percibió la tibieza del aire y, al volver la cabeza, vio que las ventanas estaban abiertas al patio, para dejar entrar la fragancia de las lilas.

El sacerdote observó su mirada.

– Tengo la impresión de que durante todo el día no hago nada más que sujetar papeles con la mano -dijo con una sonrisa tímida-. Pero el tiempo de las lilas es corto, y procuro disfrutar de su perfume todo lo posible. -Bajó la mirada un momento y agregó-: Supongo que podríamos considerarlo una especie de gula.

– No creo que sea un pecado grave, padre -dijo Brunetti sonriendo con facilidad.

El monje inclinó la cabeza para agradecer la observación.

– No deseo parecer grosero, signore, pero antes de hablar de un miembro de nuestra orden, debo preguntar quién es usted. -El padre Pio sonreía con cierta incomodidad y extendió hasta la mitad de la mesa que los separaba una mano abierta, con la palma hacia arriba, en demanda de comprensión.

– Soy el comisario Brunetti.

– ¿De la policía? -preguntó el padre sin disimular la sorpresa.

– Sí.

– Ay, Dios mío, ¿nadie habrá sufrido daño?

– No, en absoluto. He venido porque deseo hacerle unas preguntas acerca de una joven que era miembro de su orden.

– ¿Era, comisario? ¿Una joven?

– Sí.

– En tal caso, no creo poder serle de gran ayuda. La madre superiora podrá informarle mejor que yo. Ella es la madre espiritual de las hermanas.

– Creo que usted conoce a esta mujer, padre.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Maria Testa.

La sonrisa del monje desarmaba por la sinceridad del deseo que reflejaba de hacerse perdonar su ignorancia.

– Para mí, ese nombre no significa nada, comisario. ¿Podría decirme el que tenía cuando era miembro de la orden?

Suor Immacolata.

La sonrisa cedió el paso a una repentina expresión de dolor. Inclinó la cabeza y Brunetti le vio mover los labios en una oración silenciosa. Luego, el padre levantó la cabeza y dijo:

– ¿Así que ha acudido a ustedes con esa historia?

Brunetti asintió.

– Entonces debe de estar convencida -dijo el sacerdote con franca compasión. Miró a Brunetti con una alarma repentina-: ¿No habrá tenido problemas por decir esas cosas, verdad?

Ahora fue Brunetti el que extendió la mano sobre la mesa.

– Sólo estamos informándonos sobre ella, padre. Créame, no ha hecho nada malo. -El alivio del sacerdote fue evidente. Brunetti prosiguió-: ¿Usted la conocía bien, padre?

El padre Pio sopesó la pregunta un momento antes de responder:

– Es difícil contestar a eso.

– Tengo entendido que era su confesor.

El monje abrió mucho los ojos al oír esto, pero bajó la mirada rápidamente para disimular la sorpresa. Enlazó las manos reflexionando y finalmente miró a Brunetti.

– No deseo que piense que estoy complicando las cosas sin necesidad, comisario, pero es importante distinguir entre mi conocimiento de esa persona en mi calidad de superior suyo en la orden y en la de confesor.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, aunque ya lo sabía.

– Porque no puedo, so pena de cometer un pecado grave, revelar lo que me haya dicho bajo secreto de confesión.

– Pero, ¿puede decirme lo que sepa de ella por ser su superior?

– Desde luego. Especialmente si lo que yo diga puede ayudarla. -Separó las manos, y Brunetti observó cómo una de ellas buscaba las cuentas del rosario que le colgaba del cinturón-. ¿Qué es lo que no sabe usted de ella?

– ¿Es de fiar?

Esta vez el sacerdote no disimuló la sorpresa.

– ¿De fiar? ¿Se refiere a si robaría?

– O mentiría.

– No; ella nunca haría ni una cosa ni la otra. -La respuesta del religioso fue inmediata y categórica.

– ¿Qué me dice de su visión del mundo?

– Me parece que no entiendo la pregunta -dijo el clérigo moviendo ligeramente la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿La considera un buen juez de la naturaleza humana? ¿Sería una testigo fiable?

Después de meditar un rato, el padre Pio dijo:

– Yo diría que eso dependería de lo que se juzgara. O a quién.

– ¿Y eso significa?

– Creo que es… en fin, yo diría que «susceptible» es una definición tan buena como otra cualquiera. O «impresionable»… Suor Immacolata enseguida ve las buenas cualidades de una persona, lo que es una gran virtud. Pero -aquí su expresión se ensombreció- con la misma facilidad sospecha las malas. -Hizo una pausa, midiendo las palabras-. Creo que lo que voy a decirle le sonará muy mal, a prejuicio de la peor especie. -El religioso calló un momento, incómodo-: Suor Immacolata es del Sur y yo diría que por eso tiene una visión de la humanidad y de la naturaleza humana un tanto particular. -El padre Pio desvió la mirada, y Brunetti le vio morderse el labio inferior, como para castigarse por haber dicho aquello.

– ¿Y no sería un convento un lugar poco apropiado para adquirir esa visión?

– ¿Lo ve? -dijo el religioso, violento-. No sé como expresar lo que quiero decir. Si pudiera hablar en términos teológicos, diría que adolece de falta de esperanza. Si tuviera más esperanza, estoy seguro de que tendría más fe en la bondad de las personas. -Dejó de hablar un momento, mientras palpaba las cuentas del rosario-. Lo siento, comisario, pero no puedo decir más.

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