Donna Leon - Aqua alta

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Los venecianos conocen bien el concepto de «acqua alta». Con él señalan la crecida periódica de la marea que inunda las calles para deleite de turistas y pesadilla de vecinos. Entre esas aguas se mueve el comisario Brunetti, tratando de resolver crímenes como el del doctor Semenzato, director del museo del Palacio Ducal, que aparece en su despacho con la cabeza aplastada por un llamativo resto arqueológico.
Tan brillante, culto y melancólico como su ciudad, Brunetti tiene que investigar en esta ocasión las redes de contrabando que intervienen en el tráfico internacional de arte, una actividad en la que la codicia puede llegar a tener escalofriantes consecuencias.

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– ¿Cuándo?

– Durante la operación de embalado en el museo. En realidad, fue muy fácil, más de lo que pensábamos. La japonesa protestó, pero ya era tarde. -Calló y miró a lo lejos, recordando-. Creo que fue entonces cuando comprendí que aquella muchacha acabaría siendo un estorbo. Y tenía razón.

– ¿Y por eso había que eliminarla?

– Naturalmente -dijo él con naturalidad-. Comprendí que no había otra solución.

– ¿Qué hizo ella?

– Oh, aquí nos causó bastantes molestias y cuando regresó a China y usted le dijo que varias de las piezas le parecían falsas, ella escribió una carta a sus padres, para preguntarles qué debía hacer. Naturalmente, entonces decidí que había que eliminarla sin más dilación. -Ladeó la cabeza con un gesto que anunciaba una revelación-: Francamente, me sorprendió que resultara tan fácil. Yo pensaba que en China era más difícil organizar esas cosas. -Movió la cabeza a derecha e izquierda lentamente, lamentando este nuevo ejemplo de contaminación cultural.

– ¿Cómo sabe que Matsuko escribió a sus padres?

– Porque leí la carta -respondió él con sencillez y enseguida puntualizó-: Quiero decir que leí una traducción.

– ¿Cómo la consiguió?

– Toda su correspondencia era interceptada. -Lo decía en un tono casi de reproche, como si ella hubiera tenido que adivinar por lo menos esto-. Por cierto, ¿cómo se las arregló usted para hacer llegar aquella carta a Semenzato? -Su curiosidad era real.

– La di a una persona que iba a Hong Kong.

– ¿Alguien de la excavación?

– No; un turista al que conocí en Xian. El hombre iba a Hong Kong y le pedí que la echara al correo allí. Sabía que así llegaría antes.

– Muy lista, dottoressa . Muy lista, sí.

Ella se estremeció de frío. Hacía ya mucho rato que no sentía los pies. Los levantó del suelo de mármol y los puso en el travesaño de la silla. La lluvia le había empapado el jersey y se sentía atrapada dentro de su ropa helada. Empezó a tiritar violentamente y cerró los ojos, esperando a que pasara el espasmo. El dolor que desde hacía días se mantenía latente en la mandíbula se había despertado y convertido en una llama viva.

Cuando Brett abrió los ojos, el hombre se había ido de su lado y estaba en el otro extremo de la habitación alargando los brazos hacia otro vaso.

– ¿Qué va a hacer conmigo? -preguntó ella esforzándose por mantener la voz firme y serena.

Él se volvió hacia ella, sosteniendo el vaso cuidadosamente con las dos manos.

– Creo que esta pieza es la más hermosa de todas las que tengo -dijo haciéndola girar ligeramente para que ella pudiera seguir el sobrio dibujo del contorno-. Viene de la provincia de Ch'ing-hai, al extremo de la Gran Muralla. Yo diría que tiene cinco mil años, ¿no le parece?

Brett lo miraba con pasividad y vio a un hombre grueso de mediana edad que sostenía en las manos un bol marrón decorado.

– Le he preguntado qué piensa hacer conmigo -repitió ella, interesada sólo en esto y no en el bol.

– ¿Hmm? -murmuró él distraídamente, dejando de contemplar el bol un momento para mirarla-. ¿Con usted, dottoressa ? Lo siento, pero aún no he tenido tiempo de pensarlo. Era tanto mi interés por traerla a ver mi colección…

– ¿Por qué?

Él se quedó donde estaba, justo delante de ella. De vez en cuando, alargaba el brazo con el dedo extendido para hacer girar el bol un milímetro hacia un lado y luego hacia, el otro.

– Porque tengo muchas cosas hermosas y no puedo enseñarlas a nadie -dijo con un pesar tan evidente que no podía ser fingido-. La miró con una sonrisa amistosa que pretendía explicar muchas cosas-. Quiero decir a nadie que cuente. Porque si las enseño a personas que no entienden de cerámicas, no creo que puedan apreciar la belleza ni la singularidad de lo que ven. -Aquí calló, esperando que ella comprendiera su dilema.

Lo comprendía.

– ¿Y, si las enseña a personas que entienden de arte o cerámica chinos, sabrán de dónde han salido?

– Muy sagaz -dijo él alzando las manos con evidente satisfacción ante su perspicacia. Se le nubló la cara-. Es difícil tratar con gente que no entiende. En todas estas maravillas -describió con la mano derecha un ademán que abarcaba todo lo que había en la habitación- no ven nada más que ollas y vasos, y no perciben su belleza.

– Lo cual no les impide conseguírselas, ¿verdad? -preguntó ella sin tratar de disimular el sarcasmo.

Él encajó la frase con ecuanimidad.

– No, desde luego. Yo les digo lo que hay que conseguir y ellos me lo traen.

– ¿También les dice cómo conseguirlo? -Empezaba a costarle demasiado esfuerzo hablar. Quería que aquello terminara.

– Eso según a quién lo encargo. A veces tengo que ser explícito.

– ¿Tuvo que ser muy «explícito» con los hombres que envió a mi casa?

Ella le vio disponerse a mentir, pero entonces optó por cambiar de tema.

– ¿Qué le parece la colección, dottoressa ?

De pronto, ella ya no pudo más. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.

– Le he preguntado qué le parece la colección, dottoressa -repitió él alzando la voz.

Lentamente, más por agotamiento que por obstinación, Brett movió la cabeza a derecha e izquierda con los ojos cerrados.

Con el dorso de la mano y de un modo enteramente casual, más como advertencia que como castigo, él le golpeó la cabeza a la altura de la sien. Era poco más que un cachete, pero fue suficiente para que la fisura de la mandíbula se abriera y cerrara con una explosión de dolor que ahuyentó de su cerebro el pensamiento y el conocimiento.

Brett se deslizó al suelo y quedó inmóvil. Él la miró un momento, fue hacia el pedestal, se agachó a coger la cubierta de plexiglás y la colocó cuidadosamente sobre el bol, lanzó otra mirada a la mujer que había quedado inconsciente y salió de la habitación.

22

Brett estaba de regreso en China, en la tienda instalada en la excavación para el personal arqueológico. Dormía, pero el saco estaba en mal sitio, y ella sentía en los huesos la dureza del suelo. La estufa de gas había vuelto a apagarse, y el frío cruel de la meseta esteparia le mordía las carnes. Se había negado a ir a la Embajada en Pekín a que le pusieran la vacuna contra la encefalitis y ahora había enfermado, había enfermado de encefalitis, ya sentía el primer síntoma, una jaqueca espantosa, ya se estremecía con las convulsiones de la fiebre mientras el cerebro se inflamaba con la infección mortal. Matsuko la había advertido, ella se había vacunado en Tokio.

Si tuviera otra manta, si Matsuko le trajera algo para el dolor de cabeza… Abrió los ojos, esperando ver la lona de la tienda, pero vio piedra gris debajo de su brazo, y una pared, y entonces recordó.

Cerró los ojos y se quedó quieta, tendiendo el oído, para averiguar si el hombre seguía en la habitación. Levantó la cabeza y consideró que el dolor era soportable. Sus ojos le confirmaron lo que ya le habían dicho los oídos: él se había ido, dejándola sola con su colección.

Se alzó sobre las rodillas y, apoyándose en la silla, se puso de pie. Le latían las sienes y la habitación le daba vueltas. Cerró los ojos hasta que se le pasó el vahído. El dolor partía de debajo de las orejas y le perforaba el cráneo.

Cuando abrió los ojos vio que un lado de la habitación era todo ventanas enrejadas. Se obligó a ir hasta la puerta para intentar abrirla, pero estaba cerrada. Al principio, el dolor se recrudecía a cada paso que daba, pero probó a relajar los músculos de la mandíbula y se le calmó mínimamente. Arrastró una silla hasta las ventanas y, muy despacio, se subió a ella. Al otro lado vio el tejado de la casa de enfrente. A la izquierda, más tejados y, a la derecha, el Gran Canal.

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