– Yo no saqué en limpio mucho más de todo lo que leí -reconoció Brunetti-. Hay gran cantidad de ellas, todo un repertorio de la muerte. Son fáciles de producir, y parece que muchas industrias las necesitan o las generan en sus procesos de fabricación, pero es difícil deshacerse de ellas. Antes podías tirarlas en cualquier sitio, pero ahora ya no. Eran muchos los que se quejaban de que se las dejaran en la puerta de su casa.
– ¿No salió algo en el periódico hace años acerca de un barco, el Karen B me parece que se llamaba, que fue hasta África, tuvo que regresar y acabó en Génova?
Cuando Ambrogiani lo mencionó, Brunetti recordó el caso y los titulares que hablaban del «Barco del Veneno», que trató de dejar la carga en un puerto de África, pero no se le concedió permiso de atraque y estuvo navegando por el Mediterráneo durante semanas. La prensa estaba tan encariñada con él como con esas marsopas locas que cada dos o tres años tratan de subir por el Tíber. Finalmente, el barco atracó en Génova y ahí se acabó la historia. El Karen B desapareció de las páginas de los diarios y de las pantallas de la televisión italiana como si se lo hubieran tragado las aguas del Mediterráneo. Y los venenos que transportaba, todo un barco de sustancias letales, desaparecieron también, sin que nadie supiera, ni preguntara, cómo, ni adonde habían ido a parar.
– Sí, me acuerdo del caso, pero no recuerdo cuál era la carga -dijo Brunetti.
– Nosotros no llegamos a tener constancia de ello -indicó Ambrogiani, que no consideró necesario explicar que «nosotros» eran los carabinieri y «ello», el vertido ilegal-. Ni siquiera sé si entre nuestras funciones está la de vigilar y hacer arrestos por eso.
Ninguno parecía deseoso de romper el silencio que siguió a esta confesión. Finalmente, Brunetti exclamó:
– Interesante, ¿verdad?
– ¿Que no haya ningún responsable de aplicar la ley? ¿Y en el caso de que lo hubiera? -preguntó Ambrogiani.
– Sí.
En aquel momento, se abrió la puerta de la vivienda izquierda de la casa que estaban observando y salió al porche un hombre. Bajó la escalera, abrió el garaje y se agachó para retirar del camino las dos bicicletas y dejarlas sobre la hierba. Cuando el hombre entró en el garaje, Brunetti y Ambrogiani se apearon del coche y empezaron a andar hacia la casa.
Ya llegaban a la verja de la cerca cuando el coche salía lentamente del garaje marcha atrás. El hombre se apeó dejando el motor en marcha y se dispuso a abrir la verja. O no vio a los recién llegados o hizo como si no los viera. Quitó el pasador, abrió la verja y se volvió hacia el coche.
– ¿Sargento Kayman? -le llamó Brunetti, alzando la voz para dominar el ruido del motor.
Al oír su nombre, el hombre los miró. Los dos policías avanzaron hasta el umbral del portillo, evitando escrupulosamente entrar en la propiedad sin ser invitados. Al observarlo, el hombre les instó a avanzar con un ademán y se inclinó a quitar el contacto.
Era alto y rubio, con los hombros un poco encorvados, postura que quizá en un principio adoptara para disimular la estatura y ahora se había convertido en habitual. Tenía esa soltura de movimientos de los norteamericanos, que casa bien con la ropa deportiva y los hace un poco desgarbados cuando visten de modo formal. Fue hacia ellos con expresión interrogativa y abierta, sin sonrisa pero sin recelo.
– ¿Sí? -preguntó en inglés-. ¿Me buscan a mí?
– ¿El sargento Edward Kayman? -preguntó Ambrogiani.
– Sí. ¿Qué desean? ¿No es un poco temprano?
Brunetti se adelantó con la mano extendida.
– Buenos días, sargento. Soy Guido Brunetti, de la policía de Venecia.
El norteamericano estrechó la mano de Brunetti con firmeza.
– Está usted muy lejos de su casa, ¿no, Mr. Brunetti? -preguntó convirtiendo las dos últimas consonantes en «dd».
Lo dijo en son de broma, y Brunetti sonrió.
– En efecto, sargento. He venido porque me gustaría hacerle un par de preguntas.
Ambrogiani sonreía y movía la cabeza de arriba abajo, pero no daba señales de querer presentarse, dejando que Brunetti llevara la voz cantante.
– Pues pregunte -aceptó el norteamericano, y agregó-: Lo siento, pero no puedo invitarles a entrar a tomar una taza de café. Mi mujer aún duerme, y me mataría si despertara a los niños. El sábado es el único día en que puede dormir.
– Lo comprendo -dijo Brunetti-. Lo mismo ocurre en mi casa. Esta mañana he tenido que salir como un ladrón. -Intercambiaron una amplia sonrisa por la tiranía de las esposas dormilonas, y Brunetti empezó-: Me gustaría que me hablara de su hijo.
– ¿De Daniel?
– Sí.
– Me lo figuraba.
– No parece sorprenderle -observó Brunetti.
Antes de contestar, el soldado retrocedió y se apoyó en el coche. Brunetti aprovechó la pausa para mirar a Ambrogiani y preguntar en italiano:
– ¿Sigue lo que decimos?
El carabiniere asintió.
El norteamericano cruzó los tobillos y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Lo ofreció a los dos italianos, que rehusaron. Extrajo uno, le arrimó el encendedor protegiendo con las manos la llama de la inexistente brisa y guardó paquete y encendedor en el bolsillo.
– Es por eso de la doctora, ¿verdad? -preguntó, echando la cabeza hacia atrás para expulsar el humo.
– ¿Qué le hace suponer eso, sargento?
– No hay que ser muy listo. Ella trató a Danny y no cabe duda de que se horrorizó al ver lo que el niño tenía en el brazo. No hacía más que preguntar qué había pasado, y luego su compañero, ése que mataron en Venecia, también andaba siempre detrás de mí con preguntas.
– ¿Sabía usted que era su compañero? -preguntó Brunetti, sorprendido.
– Verá, nadie dijo nada hasta después de que lo mataran, pero imagino que muchos debían de saberlo. Yo no lo sabía, desde luego; no trabajaba con ellos. Aquí no somos más que unos pocos miles y trabajamos y vivimos todos juntos. No se pueden guardar secretos. O no por mucho tiempo.
– ¿Qué preguntas le hacía?
– Que dónde había estado Danny aquel día. Y qué más vimos allí. Cosas así.
– ¿Qué le dijo usted?
– Que no lo sabía.
– ¿No lo sabía?
– Verá, exactamente, no. Aquel día estuvimos más arriba de Aviano, cerca del lago Barcis, y al bajar paramos a merendar. Danny se fue al bosque y se cayó, pero después no recordaba dónde. Yo traté de describirle el sitio a Foster, aunque no pude decirle exactamente dónde dejamos el coche. Con tres crios y un perro que vigilar, no prestas mucha atención a esas cosas.
– ¿Qué hizo él cuando usted le dijo que no se acordaba?
– Pretendía que lo llevase allí. Que subiéramos los dos un sábado por la mañana y nos pusiéramos a buscar el sitio, para ver si me acordaba de dónde habíamos dejado el coche.
– ¿Fueron ustedes?
– Ni hablar. Tengo tres hijos y esposa y, si hay suerte, un día de permiso a la semana. No voy a pasármelo subiendo y bajando montañas para tratar de encontrar el sitio en el que un día me paré a merendar. Además, entonces Danny estaba en el hospital, y no iba a dejar sola a mi mujer todo el día para ponerme a buscar una aguja en un pajar.
– ¿Y él cómo se lo tomó?
– Le sentó muy mal, pero le expliqué por qué no me era posible, y pareció comprenderlo. Dejó de pedirme que fuera con él, pero creo que fue solo o, quizá, con la doctora Peters.
– ¿Qué le hace suponer eso?
– Verá, estuvo hablando con un amigo mío que trabaja en la clínica dental. Es el técnico en rayos X, y me dijo que un viernes por la tarde Foster fue al laboratorio a pedirle que le prestara el sensor.
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