– Se supone que ha estado ofensivo con uno de los agentes.
– ¿Riverre? -preguntó Brunetti.
– ¿Entonces usted estaba al corriente y no ha hecho nada? -preguntó Patta.
– No sé nada. Pero si alguien se merece un rapapolvo es Riverre.
Patta levantó las manos en ademán de irritación.
– He recibido quejas de uno de los oficiales.
– ¿El teniente Scarpa? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la antipatía que le inspiraba el siciliano, que había venido a Venecia con su jefe, el vicequestore, del que era espía, además de asistente.
– No importa quien haya presentado la queja. Lo que importa es que se ha presentado.
– ¿Es una queja oficial? -preguntó Brunetti.
– No tiene que ver -dijo Patta con cólera pronta.
Para Patta, todo lo que él no deseaba oír no tenía que ver, aunque fuera cierto y pertinente-. No quiero problemas con los sindicatos, que no transigen con estas cosas.
Brunetti, irritado por esta nueva prueba de la cobardía de Patta, estuvo a punto de preguntar si existía alguna amenaza ante la que él no se doblegara, pero se contuvo una vez más, para evitar la posible venganza de los imbéciles, y dijo:
– Hablaré con ellos.
– ¿Con ellos?
– El teniente Scarpa, el sargento Vianello y el agente Riverre.
Era evidente que Patta iba a protestar, pero desistió, pensando sin duda que, si no había resuelto el problema, por lo menos lo había endosado, y sólo dijo:
– ¿Qué hay de Trevisan?
– Estamos trabajando en ello.
– ¿Alguna novedad?
– Poca cosa. -Por lo menos, nada que deseara comentar con Patta.
– Está bien, ocúpese de Vianello. Y téngame informado. -Patta fijó su atención en los papeles que tenía delante, lo que para él equivalía a una cortés despedida.
La signorina Elettra seguía ausente, y Brunetti bajó a la oficina de Vianello, al que encontró leyendo el Gazzettino del día.
– ¿Scarpa? -preguntó Brunetti acercándose.
Vianello estrujó el diario y lo aplastó sobre la mesa, con una observación no verificable acerca de la madre del teniente Scarpa.
– ¿Qué ha pasado?
Vianello alisaba el periódico con una mano.
– El teniente Scarpa ha entrado mientras yo hablaba a Riverre.
– ¿Hablaba a Riverre?
Vianello se encogió de hombros.
– Riverre sabía muy bien lo que yo quería decir, y también sabía que hubiera tenido que darle a usted el nombre de aquella mujer mucho antes. Yo estaba diciéndole eso cuando entró el teniente. No le gustó mi manera de decírselo.
– ¿Qué le decía?
Vianello cerró el periódico, lo dobló por la mitad y lo dejó a un lado de la mesa.
– Que era un idiota.
A Brunetti, que estaba de acuerdo, le pareció lógico.
– ¿Y él qué dijo?
– ¿Riverre?
– No; el teniente.
– Que no podía hablar a mis subordinados de aquel modo.
– ¿Dijo algo más?
Vianello no contestó.
– ¿Dijo algo más, sargento?
Seguía sin haber respuesta.
– ¿Le dijo usted algo a él?
El tono de Vianello era defensivo.
– Le dije que era un asunto entre uno de mis agentes y yo, y que a él no le concernía.
Brunetti sabía que no tenía que perder el tiempo diciendo a Vianello que esto había sido una tontería.
– ¿Y Riverre? -preguntó Brunetti.
– Oh, ya ha venido a hablar conmigo y me ha dicho que, por lo que él puede recordar, estábamos hablando de un siciliano. -Vianello se permitió una pequeña sonrisa-. El teniente, según recuerda ahora Riverre, entró en el momento en que yo le decía lo idiota que era el siciliano, y el teniente no lo entendió, porque hablábamos en dialecto, y se imaginó que yo insultaba a Riverre.
– Bien, caso resuelto -dijo Brunetti, aunque le dolía que Scarpa se hubiera quejado de Vianello a Patta. Por si el jefe no tenía ya bastante ojeriza al sargento, sólo porque solía trabajar para Brunetti, ahora se había ganado, además, la antipatía del teniente.
Brunetti dejó el tema, aliviado de no tener que vérselas con Scarpa y preguntó:
– ¿Recuerda un camión que este otoño se salió de la carretera en Tarvisio?
– Sí, señor. ¿Por qué?
– ¿Podría decirme cuándo ocurrió?
Vianello reflexionó un momento antes de responder:
– El veintiséis de septiembre. Dos días antes de mi cumpleaños. La primera vez que nevó tan pronto allá arriba.
Porque era Vianello quien lo decía, Brunetti no creyó necesario preguntar si estaba seguro de la fecha. Dejó al sargento con su periódico y volvió a su despacho y a las listas del ordenador. El veintiséis de septiembre, a las nueve de la mañana, se había hecho una llamada -con una duración de tres minutos- desde el despacho de Trevisan al número de Belgrado. Al día siguiente se hizo otra llamada al mismo número pero ésta, desde el teléfono público de la calle de detrás del despacho de Trevisan. La conferencia había durado doce minutos.
El camión se salió de la carretera y la carga se perdió. Sin duda, el comprador querría saber si era su mercancía la que había quedado esparcida por la nieve, y para averiguarlo, nada más práctico que llamar al remitente. Brunetti se estremeció involuntariamente ante la posibilidad de que alguien pensara en aquellas muchachas como un embarque y en su muerte como pérdida de una mercancía.
Buscó la fecha de la muerte de Trevisan. Al día siguiente se habían hecho dos llamadas desde el despacho, las dos, al número de Belgrado. Si las primeras llamadas se hicieron para comunicar la pérdida de la carga, ¿podían éstas significar que, tras la muerte de Trevisan, el negocio pasaba a otras manos?
Brunetti repasaba los papeles que se habían acumulado en su mesa durante los dos últimos días. Descubrió que la viuda de Lotto, al ser interrogada, había dicho que la noche en que mataron a su marido ella estaba en el hospital, con su madre, que estaba muriendo de cáncer. Las dos enfermeras de guardia confirmaron que había estado allí toda la noche. La había interrogado Vianello, que, con su acostumbrada meticulosidad, le había preguntado dónde estaba las noches de las muertes de Trevisan y de Favero. La primera estuvo en el hospital y la segunda, en su casa. Pero las dos noches estaba con ella su hermana de Turín, por lo que la signora Lotto dejó de ocupar un lugar en la imaginación de Brunetti.
De pronto, se preguntó si Chiara seguiría empeñada en su descabellado propósito de conseguir información de Francesca, y al pensarlo lo invadió una sensación que, si no era asco, se le parecía mucho. Él se había permitido una virtuosa indignación hacia los hombres que prostituían a las adolescentes y no había tenido reparo en convertir a su propia hija en espía. Hasta ahora.
Sonó el teléfono y él lo contestó dando su nombre. Era la voz de Paola, estridente, sin control, llamándolo. Al fondo se oían sonidos desgarrados, más agudos todavía.
– ¿Qué ocurre, Paola?
– Guido, ven. Ahora mismo. Es Chiara -gritó Paola para hacerse oír sobre los alaridos que llenaban la casa.
– ¿Qué tiene?
– No lo sé, Guido. Estaba en la sala y de repente se ha puesto a gritar. Ahora está en su cuarto, y se ha encerrado con llave. -Él percibió el pánico que vibraba en la voz de Paola, como una corriente submarina que la arrastrara, y ahora también a él.
– ¿Qué le pasa? ¿Se ha lastimado?
– No lo sé. Pero ya la oyes. Está histérica, Guido. Ven, por favor. Ahora mismo.
– Voy -dijo él colgando el teléfono. Agarró la gabardina y salió corriendo del despacho, pensando ya en cuál sería la vía más rápida para llegar a casa. No había ninguna lancha de la policía amarrada al embarcadero frente a la questura, y echó a correr hacia la izquierda, con la gabardina ondeando a la espalda. Al doblar por la estrecha calle lateral no sabía si ir por el puente de Rialto o tomar la góndola pública. Tres muchachos caminaban delante de él, cogidos del brazo.
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