– Estará muy contento -dijo la signorina Elettra, mirando la página de signos taquigráficos.
– ¿Y el informe de la condena? -preguntó Brunetti.
Ella le miró con unos ojos que eran dos lagos cristalinos.
– ¿Condena? -Acercó a Brunetti un montón de hojas que tenía al lado del bloc-. Con esto se ha ganado Giorgio su carta.
– ¿Son los números de la libreta de Favero? -preguntó el comisario.
– Los mismos -respondió ella sin disimular el orgullo.
Él sonrió, contagiado de su satisfacción.
– ¿La ha mirado?
– Por encima. Tiene nombres, direcciones y hasta me parece que la fecha y la hora de cada llamada hecha a cada uno de esos teléfonos desde cualquier número de Venecia o de Padua.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Brunetti con voz reverente por el respeto que le inspiraba la capacidad de Giorgio para extraer información dé la SIP; que él supiera, era más fácil penetrar en los archivos del Servicio Secreto.
– Estudió informática un año en Estados Unidos y allí conoció a unos llamados hackers, que por lo visto son una especie de genios para estas cosas. Sigue en contacto con ellos y se intercambian información sobre sus hazañas.
– ¿Y hace eso desde el trabajo, utilizando las líneas de la SIP? -preguntó Brunetti, que estaba tan impresionado y agradecido que pasaba por alto el detalle de que lo que hacía Giorgio, probablemente era ilegal.
– Desde luego.
– Bendito sea -dijo Brunetti con todo el fervor de la persona cuya factura del teléfono nunca cuadra con el uso que se ha hecho de él.
– Hay hackers en todo el mundo -explicó Elettra-. Y me parece que es muy poco lo que ellos no puedan descubrir. Me ha dicho Giorgio que para esto se ha puesto en contacto con gente de Hungría y de Cuba. Y de no sé dónde más. ¿Hay teléfono en Laos?
Él ya no escuchaba, absorto en la lectura de las largas columnas de fechas, horas, lugares y nombres, no obstante lo cual, llegó hasta sus oídos el nombre de Patta.
– … quiere verle.
– Luego -dijo Brunetti, y se fue a su despacho sin dejar de leer. Cuando llegó cerró la puerta y se quedó leyendo de pie a la luz que entraba por la ventana. Parecía un senador romano del tiempo de los cesares, que tuviera en sus manos un largo informe de las lejanas colonias del imperio. Pero no se trataba de despliegues de tropas ni de embarques de aceite y especias sino tan sólo de cuántas veces dos ciudadanos italianos desconocidos habían hablado con personas de Bangkok, Santo Domingo, Belgrado, Manila y otras ciudades, aunque no por ello era menos interesante la información. Anotaciones hechas a lápiz en el margen indicaban el emplazamiento de las cabinas desde las que se habían hecho algunas de las llamadas. Aunque varias de ellas habían partido de los despachos de Trevisan y de Favero, otras muchas correspondían a un teléfono público que se encontraba en la misma calle que el despacho de Favero en Padua y a otro situado en una pequeña calle que discurría por detrás del despacho de Trevisan.
Al pie, Brunetti leyó los nombres de los titulares de los teléfonos. Tres de ellos, incluido el de Belgrado, pertenecían a agencias de viajes y el de Manila, a una empresa llamada Euro-Employ. Este nombre tuvo la virtud de hacer que todos los hechos acaecidos desde la muerte de Trevisan se movieran como los espejos de un inmenso calidoscopio, componiendo una figura que sólo Brunetti podía ver. Este nombre era el giro del cilindro que ordenaba las piezas en una imagen reconocible. Todavía incompleta, todavía sin perfilar, pero allí estaba, y ahora Brunetti comprendía.
Sacó la libreta de direcciones del cajón de la mesa y la hojeó buscando el número de teléfono de Roberto Linchianko, un teniente coronel de la policía militar filipina con el que hacía tres años había coincidido en un seminario de dos semanas en Lyon y con el que había entablado buena amistad, que aún mantenía, a pesar de que desde entonces sólo se habían comunicado por teléfono y por fax.
El intercomunicador zumbó, pero él hizo caso omiso, descolgó el teléfono, consiguió una línea exterior y marcó el número de casa de Linchianko, sin tener idea de qué hora era en Manila. Había seis horas de adelanto, y pilló a Linchianko cuando se disponía a acostarse. Sí, conocía Euro-Employ. Su repugnancia viajó por la línea telefónica a través de los océanos. Euro-Employ era una de tantas agencias dedicadas a la trata de mujeres, y no precisamente la peor. Todos los papeles que las mujeres firmaban antes de ir a «trabajar» a Europa eran perfectamente legales. El que los contratos estuvieran firmados con la X de una analfabeta o por una mujer que no entendía la lengua en la que estaban redactados no les restaba fuerza legal, y ninguna de las mujeres que conseguían regresar a las Filipinas había denunciado a la agencia. De todos modos, que supiera Linchianko, eran muy pocas las que regresaban. En cuanto al número de las que salían, calculaba que oscilaba entre las cincuenta y las cien a la semana, sólo a través de Euro-Employ, y dio el nombre de la agencia que les reservaba los billetes, un nombre que resultó familiar a Brunetti, porque lo había visto en la lista. Linchianko prometió enviarle por fax el expediente de Euro-Employ, el de la agencia de viajes y los de otras agencias de empleo que operaban en Manila.
Brunetti carecía de contactos en las otras ciudades que aparecían en la lista de la SIP, pero lo que le había dicho Linchianko era más que suficiente para que se hiciera una idea de lo que allí encontraría.
En sus lecturas de la historia de Grecia y de Roma, lo que más le sorprendía era la naturalidad con que los pueblos antiguos aceptaban la esclavitud. Entonces las guerras se libraban con otros criterios, y la economía de la sociedad se asentaba en bases distintas, lo que hacía que, por un lado, hubiera esclavos disponibles y, por otro, que fueran necesarios. Quizá lo que hacía aceptable la idea fuera que todo el mundo estaba expuesto a correr la misma suerte: si tu país perdía una guerra podías verte reducido a la condición de esclavo, una vuelta de la rueda de la fortuna podía hacer de ti amo o esclavo. Nadie se había manifestado en contra del sistema, ni Platón, ni Sócrates lo habían condenado y, si alguien había protestado, lo que hubiera dicho o escrito no había sobrevivido.
Tampoco hoy se hablaba contra la esclavitud, que supiera Brunetti, pero el silencio de hoy obedecía a la creencia de que la esclavitud había dejado de existir. Durante décadas había oído a Paola expresar sus radicales ideas políticas, términos como «salario de esclavitud» y «las cadenas de la economía» ya casi no hacían mella en él, pero ahora le inquietaban estos tópicos, porque lo que le había descrito Linchianko no tenía otro nombre que el de esclavitud.
El torrente de su retórica interior quedó cortado por el persistente zumbido del intercomunicador.
– Sí, señor -dijo oprimiendo el pulsador.
– Quiero hablar con usted -gruñó secamente Patta.
– Ahora mismo bajo.
La signorina Elettra ya no estaba en su sitio cuando bajó Brunetti, por lo que el comisario entró directamente en el despacho, ignorando lo que iba a encontrar, por más que las posibilidades eran limitadas, ya que ¿cuántas manifestaciones podía tener el enojo?
Pero hoy Brunetti descubriría que él no era el blanco de las iras de Patta sino el medio por el que éstas debían canalizarse a sus subalternos.
– Se trata de ese sargento suyo -empezó Patta, después de invitar a Brunetti a sentarse.
– ¿De Vianello?
– Sí.
– ¿Qué se supone que ha hecho? -preguntó Brunetti, sin advertir, hasta después de haber hablado, el escepticismo implícito en su manera de preguntar. A Patta no se le escapó.
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