– Es un perro muy feo, ¿no te parece? -dijo Chiara-. Mira, se le cae el pelo.
Brunetti frotó el hocico del perro con la yema del dedo.
– Es que a los perros no se les muerde, Chiara.
Ella sonrió y saltó de la cama.
– Me parece que será mejor que haga los deberes.
– De acuerdo. Yo voy a hablar con tu madre.
– Papá -dijo Chiara cuando él iba hacia la puerta.
– ¿Hmm?
– ¿Mamá tampoco está enfadada conmigo?
– Chiara -dijo él con una voz no muy firme-: Tú eres nuestro mayor tesoro. -Antes de que su hija pudiera responder, agregó, con voz más grave-: Ahora haz los deberes. -Brunetti esperó a verla sonreír antes de salir de la habitación.
Paola estaba vuelta hacia el fregadero escurriendo la lechuga. Al oírle entrar se volvió y le dijo:
– Aunque se hunda el mundo, la cena no se perdona. -Él observó con alivio que su mujer sonreía-. ¿Chiara está bien?
Brunetti encogió los hombros.
– Hace los deberes. Cómo está, no lo sé. ¿Tú qué crees? La conoces mejor que yo.
Ella soltó la manivela de la centrifugadora y lo miró. Cuando se apagó el zumbido del aparato preguntó:
– ¿Lo crees realmente?
– ¿Creo qué?
– Que yo la conozco mejor que tú.
– Eres su madre -dijo Brunetti, como si esto lo explicara todo.
– Guido, a veces me parece que vives en las nubes. Si tú fueras una moneda, Chiara sería la otra cara.
Al oírle decir esto, él sintió un cansancio inexplicable. Se sentó a la mesa.
– Quién sabe. Es joven. Quizá lo olvide.
– ¿Lo olvidarás tú? -preguntó Paola, sentándose frente a él.
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– Olvidaré detalles de la película, pero nunca se me olvidará que la he visto ni lo que significa.
– Lo que no entiendo -empezó Paola- es por qué tiene alguien que desear ver eso. Es obsceno. -Se interrumpió y luego agregó, con sorpresa en la voz, al oírse a sí misma utilizar la expresión-. Es la maldad. Eso es lo más terrible. Me da la impresión de que he mirado por una ventana y he visto la maldad humana al desnudo. -Al cabo de un momento preguntó-: Guido, ¿cómo pueden hacer esas cosas esos hombres? ¿Cómo pueden hacer eso y seguir considerándose humanos?
Brunetti nunca tenía respuesta para lo que él consideraba las Grandes Preguntas. En lugar de intentar contestar preguntó a su vez:
– ¿Y el cámara, y los que pagan por verlo?
– ¿Pagan? -preguntó Paola-. ¿Pagan?
Brunetti asintió.
– Son cintas de vídeo que se graban para la venta. Los americanos los llaman snuff movies. Matan de verdad a la gente. Lo he leído. La Interpol envió un informe hace varios meses. Encontraron unas cuantas en Estados Unidos, en Los Ángeles, me parece. En unos estudios de cine. Allí hacían copias y las vendían.
– ¿De dónde proceden? -preguntó Paola, ya más horrorizada que asombrada.
– Ya has visto a los hombres, los uniformes. Me ha parecido que hablaban en serbocroata.
– Que Dios nos valga -susurró Paola-. Esa pobre mujer. -Se tapó la boca con una mano-. Guido, Guido.
Él se levantó.
– Tengo que hablar con la madre.
– ¿Ella estaba enterada?
Brunetti no lo sabía, sólo sabía que ya estaba harto, harto hasta la náusea, de la signora Trevisan, de su mal disimulado desdén y de sus protestas de ignorancia. Puesto que Francesca había dado la cinta a Chiara, era evidente que la hija distinguía la realidad de la ficción con más claridad que la madre. Al pensar que la niña sabía lo que había en la cinta y comprender que tendría que interrogarla, Brunetti sintió horror; pero le bastó evocar la mirada de aquella pobre mujer cuando abrió los ojos y vio el objetivo de la cámara fijo en ella para comprender que estaba dispuesto a acosar a madre e hija sin descanso hasta descubrir lo que sabían.
La signora Trevisan retrocedió ante Brunetti nada más abrir la puerta, al sentir la terrible acusación de sus ojos. Él entró en el apartamento y cerró la puerta con fuerza, observando casi con satisfacción cómo se estremecía ella al oír el golpe seco.
– Basta ya -dijo Brunetti-. Basta de evasivas, basta de embustes sobre lo que sabía y lo que no sabía usted.
– No sé de qué me habla -dijo ella alzando la voz con una falsa cólera que no disimulaba el miedo-. Ya le he dicho…
– Lo que usted me ha dicho no son más que mentiras -dijo Brunetti, dejando crecer su cólera-. Basta de mentiras o los llevaré a usted y su amante a la questura y haré que Delitos Monetarios examinen todas y cada una de las transacciones que han hecho durante los diez últimos años. -Él avanzó un paso y la mujer volvió a retroceder, levantando una mano en actitud defensiva.
– Es que no sé… -empezó, pero Brunetti la atajó levantando una mano con tanta ferocidad que consiguió asustarse hasta a sí mismo.
– Ni intente mentirme. Mi hija ha visto la cinta, la cinta de Bosnia. -Él levantó la voz para ahogar las protestas que ella parecía querer oponer-. Mi hija tiene catorce años y ha visto la cinta. -La mujer andaba de espaldas por el pasillo y él la seguía-. Usted me dirá todo lo que sepa, pero ni una mentira más, o lo lamentará hasta el fin de sus días.
Ella lo miraba y en sus ojos había tanto terror como en los de la mujer de la cinta, pero esta similitud no lo ablandó.
Lo que entonces se abrió a la espalda de la mujer no eran las fauces del infierno sino algo tan prosaico como una puerta, por la que asomó la cabeza su hija.
– ¿Qué ocurre, mamá? -preguntó Francesca. Miró a Brunetti, lo reconoció, pero no dijo nada.
– Vuelve a tu habitación, Francesca -dijo la mujer, sorprendiendo a Brunetti por el tono frío de su voz-. El comisario Brunetti tiene que hacerme unas preguntas.
– ¿Sobre papá y zio Ubaldo? -preguntó la muchacha, sin disimular el interés.
– Te he dicho que tengo que hablar con él, Francesca.
– Claro que hablarás -dijo su hija, cerrando suavemente la puerta de su habitación.
Con el mismo tono de voz sereno, la signora Trevisan dijo:
– Está bien -y fue hacia la habitación en la que habían tenido lugar las entrevistas anteriores.
Ella se sentó, pero Brunetti se quedó de pie. Mientras la mujer hablaba, él hacía oscilar el peso del cuerpo de uno a otro pie o se paseaba a pasos cortos, muy excitado para quedarse quieto.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó ella en cuanto se hubo sentado.
– Las cintas.
– Las graban en Bosnia. En Sarajevo, creo.
– Eso ya lo sé.
– Entonces, ¿qué más puedo decirle? -preguntó ella con ignorancia mal fingida.
– Se lo advierto, señora -dijo él parándose un momento-, si no me dice lo que quiero saber la destruiré. -Observó el efecto de su tono-. Las cintas. Hable.
Ahora ella consiguió imprimir en su voz el tono de la anfitriona cuya paciencia ha sido puesta a prueba por un invitado pesado.
– Las graban allí, y las envían a Francia o a Estados Unidos, donde hacen las copias que luego se venden.
– ¿Dónde?
– En tiendas. O por correo. Hay listas.
– ¿Quién tiene las listas?
– Los distribuidores.
– ¿Quiénes son?
– No sé los nombres. Los originales son enviados a apartados de Correos de Marsella y de Los Ángeles.
– ¿Quién graba los originales?
– Un hombre de Sarajevo. Me parece que trabaja para el ejército serbio, pero no estoy segura.
– ¿Lo conocía su marido? -Vio que ella iba a contestar y añadió-: Quiero la verdad.
– Sí, lo conocía.
– ¿De quién fue la idea de grabar estas cintas?
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