La cámara enfocó a la mujer que estaba a su lado y que, mirando a Jim, dijo:
«Tenemos otra noticia de Italia, Jim, pero de índole diferente. -Hizo una pausa, sin duda para dar tiempo a que se alejara el recuerdo de la muerte de dos hombres, y prosiguió-: Uno de los más célebres diseñadores de Italia ha asombrado a la industria de la moda al declarar que en su colección de primavera no utiliza cuero ni ningún otro producto animal.»
Brunetti cambió a la RAÍ, que seguía emitiendo la película vieja. Probó todos los canales, pero ninguno informaba del incidente, ni siquiera las cadenas locales. Apagó el televisor.
__¿Ha dicho tu padre desde dónde llamaba?
Sorprendida por la pregunta, Paola respondió:
– No; no lo ha dicho.
Brunetti miró el reloj.
– Si llamo ahora y él no está en casa, despertaré a tu madre, ¿verdad?
– Sí.
– Pues habrá que esperar a mañana -dijo, acercándose la taza a los labios. Pero la bebida se había enfriado y él volvió a dejarla en la mesa, sin probarla.
Brunetti durmió poco y a las seis y media ya estaba en la calle, andando hacia la edicola de Sant'Aponal sin apenas notar la lluvia que iba cayendo. Vio los llamativos titulares y compró cuatro diarios. Al devolverle el cambio, el quiosquero, que había recuperado su tono habitual, le dijo:
– Qué asco de lluvia. No para.
Brunetti no le contestó y regresó a casa, sin detenerse a comprar los brioches. En ¡a cocina, se preparó café y puso ¡eche a calentar. Mezcló las dos cosas en un tazón y se sentó frente a los periódicos, que había dejado formando rimero, con las gafas dobladas encima.
Al cabo de media hora, entró Paola y lo encontró leyendo, con los periódicos abiertos por toda la mesa. A pesar de haber leído atentamente todas las informaciones, Brunetti seguía sin explicarse por qué su suegro le había dicho que mirara las noticias.
Paola echó el resto del café en una taza, le puso azúcar y se situó detrás de él. Poniéndole una mano en el hombro, preguntó:
– ¿Y bien?
– Es prácticamente lo mismo que dijeron anoche: dos hombres en un apartamento de las afueras de Padua. Los carabinieri recibieron el aviso de que eran un comando terrorista que preparaba atentados contra intereses norteamericanos.
– ¿Qué intereses? -preguntó Paola.
– No se especifican. Por lo menos, en los periódicos -dijo apartando a un lado el que estaba leyendo.
– ¿Y los carabinieri qué hicieron? -preguntó ella, que se había olvidado del café y mantenía la mano en el hombro de él.
– Ellos fueron. Ya viste anoche cómo estaba aquello: coches, jeeps, furgonetas y sabe Dios cuántos hombres. -Brunetti atrajo hacia sí uno de los diarios y volvió a!a primera plana, en la que ambos pudieron ver el mismo edificio de apartamentos, los mismos camilleros y los mismos carabinieri ociosos.
– Aquí dice que los carabinieri querían pillarlos desprevenidos.
Paola se inclinó y golpeó la foto con el índice.
– ¿Con media división acorazada en la puerta? -preguntó.
– Los ocupantes del apartamento -empezó Brunetti y bajó la cabeza buscando el relato- «… respondieron con violencia, por lo que las fuerzas del orden no tuvieron otra alternativa que la de defenderse. En el intercambio de disparos que siguió, un policía fue herido en un brazo y los dos terroristas recibieron heridas mortales». -Leyó un párrafo en silencio y luego siguió en voz alta-: «Entre los documentos hallados en el apartamento había planos hechos a mano de la Embajada de Estados Unidos en Roma y lo que se cree es la red de agua potable de la base norteamericana en Vicenza.»
Brunetti se quitó las gafas y las arrojó sobre los periódicos.
– Hay una declaración de un llamado «miembro de la unidad especia! antiterrorista» que dice que la policía respondió con valentía y serenidad y que la investigación de los hechos revelará la vinculación de este grupo con el terrorismo internacional.
Paola fue al fregadero y vertió en él e! café frío de su taza. Abrió y limpió la cafetera y empezó a llenarla de agua.
– ¿Más café? -preguntó.
– No; ya he tomado demasiado.
Cuando la cafetera estuvo en el fogón, Paola se sentó frente a él y señalando los periódicos preguntó:
– ¿Por qué te llamó mi padre? ¿Qué significa todo eso?
Brunetti se encogió de hombros.
– Todo eso puede significar cualquier cosa, imagino. Puede significar que sea exactamente lo que dicen ellos, una célula terrorista. Pero puede significar otras cosas…
– Tú, que ya has tomado café, explícame las posibilidades. Mi imaginación política aún no se ha despertado.
– Lo primero que llama la atención es que no den la nacionalidad de los sospechosos, ni sus nombres. Ni mencionan a qué grupo terrorista se les asocia.
– Los americanos dijeron fundamentalistas islámicos.
– Los americanos dicen eso hasta del que aparca en doble fila -respondió Brunetti, irritado. Y, con voz más sosegada, prosiguió-: Tu padre me llamó para decirme que viera eso, pero la llamada original partió de un amigo suyo. Y tu padre no me hubiera llamado si la noticia no tuviera relación con la muerte del africano. Pero no se me ocurre cuál pueda ser.
La cafetera gorgoteaba y Paola se levantó y la retiró del fogón.
– Pues ve al despacho, a ver qué te dicen allí.
La ¡mestura, a la que Brunetti llegó poco después de las ocho, parecía estar tan tranquila y retraída como siempre a aquella hora. Subió a su despacho y, puesto que ya había leído los periódicos, no tuvo otra alternativa que la de leer todos los documentos y dossiers que habían ido acumulándose en su mesa durante más de un mes. Al poco rato, se le ocurrió que, si los del Ministerio del Interior se habían permitido contestar a su teléfono, también hubieran podido leerse y despachar todos aquellos papeles.
Estuvo entregado a la tarea con tenacidad hasta que, a eso de las once, sonó el teléfono. Él contestó a la sexta señal, reacio a interrumpir el ritmo mecánico del papeleo.
– ¿Sí? -contestó secamente.
– Buenos días, comisario -dijo la signorina Elettra.
– Perdone -se disculpó él automáticamente-. He tomado demasiado café.
– Por lo visto, el vicequestore también.
– ¿Perdón?
– Está burbujeante, si puede aplicarse la palabra a su conducta. Y quiere verle.
– Bajo ahora mismo -dijo Brunetti, intrigado por la forma que podía tomar un Patta burbujeante.
Tomaba la forma, según pudo observar el comisario al entrar en el despacho minutos después, de una ancha sonrisa en la que se advertía una considerable dosis de autocomplacencia.
– ¡Ah, Brunetti! -casi gorjeó Patta al verlo-. Celebro que haya bajado. He de decirle varias cosas.
– ¿Sí, señor? -preguntó Brunetti acercándose.
– Siéntese, siéntese -dijo Patta señalando la silla que tenía delante.
Brunetti se sentó, pero no dijo nada.
– Ya sé que hay mucho trabajo, así que le retendré por poco tiempo -empezó Patta, de lo que Brunetti dedujo que su superior debía de tener el plan de almorzar temprano o de almorzar fuera de la ciudad.
– ¿Sí, señor?
– Se trata de aquel negro asesinado -empezó, pero entonces, introduciendo una nota de camaradería en su tono, prosiguió-: o, para ser más exactos, acerca de su negativa a confiar en mí cuando le dije que el caso estaba en manos de más altas instancias. -Brunetti no pidió aclaración alguna, y Patta prosiguió-: Ya le dije que ellos sabían lo que se traían entre manos aquellos hombres.
Al ver la reacción de Brunetti a la última palabra, dijo:
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