Donna Leon - Piedras Ensangrentadas

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Una fría noche, poco antes de Navidad, un vendedor ambulante africano es asesinado mientras intenta vender imitaciones de bolsos de diseño a unos turistas. ¿Por qué querría alguien matar a un inmigrante ilegal? La respuesta más obvia es la primera aceptada: un ajuste de cuentas entre ellos. Pero cuando Brunetti y sus fieles aliados, Vianello y la signorina Elettra, investigan en los bajos fondos venecianos descubren que entre la sociedad inmigrante hay en juego asuntos de mucho mayor calado. El descubrimiento de pruebas críticas y las oportunas advertencias de su superior para abandonar el caso no hacen sino aumentar la determinación de Brunetti para esclarecer este misterioso asesinato.
Con catorce casos resueltos y un clamoroso éxito internacional, Donna Leon está considerada una de las más importantes damas de la novela negra actual.

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Aquí el médico ya empezaba a rizar el rizo de la clave. Brunetti se había perdido.

– Ah, Héctor. ¿A cuál de ellos se refiere?

– Al de ese libro que suele usted leer, el de la guerra.

No podía ser más que la Ilíada, que acaba con la muerte de Héctor. Y su pira funeraria.

– Ya. Bien, gracias, Lorenzo. Siento no haber podido encontrarle.

– Me lo imagino -dijo Rizzardi, y colgó.

Brunetti sintió que algo muy parecido al pánico le atenazaba la garganta. SÍ en aquel momento alguien le hubiera hecho una pregunta, no habría podido responder. Cuando Rizzardi colgó, el teléfono se tragó su moneda. Sacó otra y vio que tenía dificultad para meterla en la ranura. Brunetti nunca había tenido mucha fe en la divinidad; de lo contrario, probablemente ahora hubiera tratado de hacer un pacto: la seguridad de Claudio a cambio de lo que fuera: los diamantes, el caso de la muerte del africano, su propio cargo.

Marcó el número de Claudio. La señal sonó cuatro, cinco, seis veces y entonces contestó una mujer.

-Ciao, Elsa. Guido. ¿Cómo estáis?

– Ah, Guido, me alegro de oírte. Quería llamar a Paola estas fiestas, pero hemos estado tan ocupados con hijos y nietos que no encontraba el momento. ¿Estáis bien? ¿Habéis pasado una buena Navidad?

– Sí. Los niños también. ¿Y vosotros?

– No podemos quejarnos. Seguimos adelante. -Cambió de tono al preguntar-: Quieres hablar con Claudio, ¿no?

– Sí. ¿Está en casa?

– Sí; está ayudando al pequeño de Riccardo a hacer un rompecabezas. Hoy tenemos a los pequeños.

– Pues no le molestes, Elsa. En realidad, sólo quería saber cómo estáis. Dile que he llamado y que le mando un abrazo. Y a todos vosotros.

– Se lo diré, Guido. Y besos a Paola y a los niños de parte de todos nosotros.

Él dio las gracias y colgó, luego cruzó los brazos encima del teléfono y apoyó en ellos la cabeza.

Al cabo de unos minutos, alguien llamó violentamente a la puerta de la cabina. Era uno de los vendedores de los puestos de souvenirs que bordean la riva, un tipo tatuado y melenudo al que Brunetti había conocido en el desempeño de sus tareas policiales.

Al parecer, el hombre no lo reconoció.

– ¿Se encuentra bien, signore?. -preguntó.

Brunetti se irguió y dejó caer los brazos a los costados del cuerpo.

– Sí -dijo empujando la puerta de la cabina-. Es que acaban de darme una buena noticia.

El hombre lo miró con asombro.

– Extraña manera de reaccionar -dijo.

– Sí, sí, es cierto -dijo Brunetti. Dio las gracias al hombre por su interés con unas palabras que el otro desestimó encogiéndose de hombros mientras volvía a su tenderete. Brunetti emprendió el regreso a la questura.

Por el camino decidió no decir nada a nadie. Habían limpiado el ordenador de la signoñna Elettra: así debía seguir. El de Vianello había salido de la questura: que se quedara donde estaba. El cadáver había desaparecido, pero Claudio estaba a salvo. Si los poderes que los regían a todos querían investigar el asesinato por su cuenta, que investigaran. Él se desentendía, se lavaba las manos. Maldecía y abominaba del que él llamaba su antiguo yo, su yo no reformado, que se había arriesgado a poner en peligro a su amigo y, sin duda, el empleo y quién sabe si la seguridad de dos personas de la questura que le eran muy queridas.

Una parte de su mente había seguido adelante mientras la otra parte procesaba lo que acababa de captar. Él aminoró el paso. Se metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos, casi sorprendido de que éstos no estuvieran mojados. «Dos personas de la questura me son muy queridas.»

– ¡María Santísima! -dijo, utilizando la exclamación con la que su madre solía celebrar las sorpresas

CAPÍTULO 26

En días sucesivos, Brunetti se encontraba en un estado de abulia, sin voluntad ni energía para trabajar ni para preocuparse por estar sin hacer nada. Entrevistó a varios profesores y estudiantes de la universidad y le pareció que todos mentían, pero no le importaba. Al contrario, le producía una alegría malsana el que la corrupción y el fraude se manifestaran precisamente en el departamento de Historia del Derecho.

Los chicos notaban algo raro en él: a veces, Raffi le pedía que le ayudara en sus estudios y Chiara se empeñaba en hacerle leer sus redacciones para la clase de Lengua y luego le preguntaba su opinión. Paola había dejado de quejarse de las clases; lo que es más, había dejado de quejarse de todo, de tal manera que Brunetti empezaba a sospechar que unos extraterrestres habían abducido a su esposa y dejado en su lugar una replicante.

Una noche, a las dos, los drogadictos que habían cometido la serie de robos en pisos fueron sorprendidos en la vivienda de un notario por el hijo de éste, a su regreso de una fiesta en casa de un amigo. El chico, que había bebido demasiado, hizo mucho ruido al entrar en el apartamento y, al ver a los dos hombres en la sala de estar, arremetió contra uno de ellos. El ruido despertó al padre, que se presentó en la sala con una pistola. Uno de los ladrones, al verlo, levantó las manos. El notario le disparó a la cara y lo mató. El otro trató de huir, asustado, pero cuando se desasió del hijo, el notario le disparó al pecho matándolo instantáneamente. Luego, dejó la pistola y llamó a la policía.

Brunetti, al leer el informe a la mañana siguiente, se sintió consternado ante semejante atrocidad y estupidez. Quizá ellos se hubieran llevado una radio, un televisor, como mucho, quizá unas joyas. Pero el notario debía de ser de los que tienen un buen seguro y no hubiera perdido nada. Y ahora aquellos dos pobres diablos estaban muertos. El tío de uno de ellos trabajaba de sastre en la tienda en que Brunetti se compraba los trajes, y fue a la questura a preguntarle si harían algo al notario. Brunetti tuvo que decirle que lo más probable era que se declarase que había actuado en legittima difesa y fuera exculpado.

– ¿Y eso es justo? -preguntó el hombre-. ¿Le pega un tiro en la cara a Mirko como a un perro y no le pasa nada?

– No hizo nada de lo que legalmente podamos acusarle, signor Buffetti. Tiene permiso de armas. El hijo dice que su sobrino trató de atacarle.

– Es natural que diga eso -gritó el hombre-. Es su hijo.

– Me hago cargo de sus sentimientos -dijo Brunetti-. Pero no se le puede imputar ningún delito.

El sastre tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la cólera y, aceptando la validez de los argumentos de Brunetti, se levantó y fue hacia la puerta. Antes de salir, se volvió para decir:

– No puedo discutir de términos legales con usted dottore. Pero pienso que la policía no debería quedarse con los brazos cruzados cuando se mata a un hombre. -Se fue cerrando la puerta con suavidad.

Brunetti no era dado a creer en señales y augurios; para él la realidad era ya bastante misteriosa. Pero reconocía una verdad cuando se la ponían delante.

La signorina Elettra, quizá escarmentada por la facilidad con que su ordenador había sido violado, no había vuelto a preguntar por el caso ni se había ofrecido para seguir indagando. Vianello se había llevado a su familia a la montaña dos semanas. Cuando Buffetti se marchó, Brunetti llamó a Vianello con el telefonino del signor Rossi.

– Lorenzo -dijo cuando el inspector contestó-, creo que tan pronto como regrese tendremos que ocuparnos de un asunto pendiente.

– A ciertas personas no les gustará eso -respondió Vianello, lacónico.

– Es probable.

– Aún tengo la información.

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