La cara de la mujer adolecía de la misma falta de animación que se advertía en la de la nieta, y Brunetti se preguntó si la hija, que vivía en Roma, tendría también un aspecto tan abúlico.
– ¿Qué desean saber? -preguntó la signora Mitri, de pie delante de Brunetti. Su voz tenía ese tono agudo tan frecuente entre las menopáusicas. Aunque, como había averiguado Brunetti, la mujer era veneciana, hablaba en italiano, lo mismo que él.
Antes de contestar, Brunetti se apartó del sofá y agitó la mano hacia el lugar que había ocupado. Ella se sentó mecánicamente, y entonces ellos la imitaron, Vianello volviendo a su asiento anterior y Brunetti, instalándose en un sillón tapizado de terciopelo, de cara a la ventana.
– Signora, ¿su marido nunca le habló de enemigos o de personas que pudieran desear perjudicarle?
Antes de que Brunetti terminara, ella ya movía la cabeza negativamente, pero no habló, dejando que el gesto sirviera de respuesta.
– ¿No mencionó desavenencias con otras personas en el campo profesional? ¿Quizá algún convenio o contrato que no marchara según lo previsto?
– No; nada -dijo ella finalmente.
– Y, en el terreno personal, ¿algún problema con vecinos o algún amigo?
Ella movió la cabeza negativamente, sin pronunciar palabra.
– Signora, le ruego que disculpe mi ignorancia, pero no sabemos casi nada de su marido. -Ella no respondió a esto-. ¿Puede decirme dónde trabajaba? -Ella pareció sorprenderse, como si Brunetti hubiera sugerido que Mitri fichaba a las ocho en la puerta de una fábrica, por lo que explicó-: Quiero decir en cuál de sus empresas tenía el despacho o dónde pasaba más tiempo.
– En una empresa química en Marghera. Allí tiene un despacho.
Brunetti asintió, pero no pidió la dirección. Sabía que la encontrarían fácilmente.
– ¿Tiene idea de en qué medida estaba implicado en las distintas fábricas y empresas que poseía?
– ¿Implicado?
– Directamente. Quiero decir en la gestión diaria.
– Eso tendrá que preguntarlo a su secretaria.
– ¿En Marghera?
La mujer asintió.
Mientras hablaban, pese a la brevedad de las respuestas que ella daba, Brunetti trataba de detectar alguna señal de dolor, de pena. Su impasividad hacía difícil adivinarlo, pero le parecía percibir un vestigio de tristeza, más en la manera en que continuamente bajaba la mirada hacia las manos entrelazadas que en lo que decía o en el tono de su voz.
– ¿Cuánto hace que se casaron, signora ?
– Treinta y cinco años -respondió ella sin vacilar.
– ¿Y es su nieta la niña que nos ha abierto la puerta?
– Sí -respondió ella, y una tenue sonrisa rompió su inmutabilidad-. Giovanna. Mi hija vive en Roma, pero Giovanna ha dicho que quería estar conmigo. Ahora.
Brunetti asintió, comprensivo, aunque la preocupación de la niña por la abuela hacía parecer aún más extraña su apatía.
– Debe de ser un gran consuelo tenerla a su lado -dijo.
– Sí, lo es -convino la signora Mitri, y ahora su expresión se suavizó con una verdadera sonrisa-. Sería terrible estar sola.
Brunetti inclinó la cabeza y esperó unos segundos antes de mirar otra vez a la mujer.
– Sólo un par de preguntas más, signora, y podrá volver junto a su nieta. -No esperó respuesta sino que atacó sin más preámbulos-: ¿Es usted la heredera de su esposo?
La sorpresa de la mujer se evidenció en sus ojos: era la primera vez que algo parecía afectarla.
– Sí, supongo -dijo sin vacilar.
– ¿Su esposo tenía más familia?
– Un hermano y una hermana, y un primo que emigró a la Argentina hace años.
– ¿Nadie más?
– Familia directa, nadie más.
– ¿El signor Zambino es amigo de su esposo?
– ¿Quién?
– Giuliano Zambino, el abogado.
– Que yo sepa, no.
– Tengo entendido que era su abogado.
– Lo siento, pero es muy poco lo que sé de los negocios de mi marido -dijo ella, y Brunetti no pudo menos que preguntarse cuántas veces habría oído estas mismas palabras desde que era policía. Y muy pocas de las mujeres que las pronunciaban decían la verdad, por lo que él nunca creía la respuesta. A veces, él mismo se sentía intranquilo al pensar lo mucho que Paola sabía acerca de sus asuntos profesionales, tales como la identidad de sospechosos de violación, el resultado de truculentas autopsias y los apellidos de los sospechosos a los que la prensa aludía como «Giovanni S., 39, conductor de autobús, de Mestre» o «Federico G., 59, albañil, de San Dona di Piave». Eran pocos los secretos que resistían la prueba de la almohada conyugal, eso lo sabía Brunetti, por lo que oyó la declaración de ignorancia de la signora Mitri con escepticismo. No obstante, la dejó pasar.
Ya tenían los nombres de las personas con las que ella había cenado la noche del asesinato de su marido, por lo que no era necesario mencionarlas ahora, y pasó a otra cuestión:
– ¿Había cambiado la conducta de su esposo durante las últimas semanas, o días?
Ella movió la cabeza con gesto de negación categórica.
– No; estaba como siempre.
A Brunetti le hubiera gustado preguntar cómo estaba siempre, pero se abstuvo, y se levantó.
– Muchas gracias, signora por su tiempo y su ayuda. Lo siento, pero tendré que volver a molestarla cuando dispongamos de más información. -Observó que no la complacía mucho la perspectiva, pero no pensó que fuera a negarse a facilitarle más datos. Las últimas palabras de Brunetti salieron espontáneamente-: Deseo que encuentre fuerzas para superar este trance tan doloroso.
Ella sonrió ante la audible sinceridad de estas palabras, y de nuevo él vio dulzura en la sonrisa.
Vianello se levantó, tomó su abrigo y dio a Brunetti el suyo. Los dos hombres se los pusieron y Brunetti abrió la marcha por el pasillo. La signora Mitri los siguió hasta la puerta del apartamento.
Allí, Brunetti y Vianello se despidieron y bajaron al atrio donde se erguían, ufanas, las palmeras.
En la calle, los dos hombres regresaron al embarcadero en silencio. Cuando llegaron, venía el número 82 procedente de la estación y lo tomaron sabiendo que, después de dar un amplio rodeo por el Gran Canal, los dejaría en San Zaccaría, a pocos pasos de la questura.
Mediaba la tarde y hacía más frío, por lo que entraron en la vacía cabina y se acomodaron en la parte anterior. En los primeros asientos, dos ancianas, juntando las cabezas, hablaban en veneciano, a voces, del frío repentino.
– ¿Zambino? -preguntó Vianello.
Brunetti asintió.
– Me gustaría saber por qué Mitri se hizo acompañar por un abogado cuando fue a ver a Patta.
– Y un abogado que a veces se encarga de la defensa de casos criminales -agregó Vianello innecesariamente-. Al fin y al cabo, él no había hecho nada.
– Quizá quería que le asesorase acerca de la demanda civil que podía presentar contra mi esposa, si yo conseguía impedir que la policía formulara cargos contra ella la segunda vez.
– No había posibilidad de hacer eso, ¿verdad? -preguntó Vianello con una voz que denotaba su pesar.
– No después de que intervinieran Landi y Scarpa.
Vianello rezongó entre dientes algo que Brunetti ni entendió ni quiso averiguar.
– No sé qué pasará ahora.
– ¿Acerca de qué?
– El caso. Muerto Mitri, no es probable que su heredero presente cargos contra Paola. Aunque el director de la agencia podría presentarlos.
– ¿Y qué hay de…? -Vianello se interrumpió sin saber cómo referirse a la policía. Finalmente, se decidió-: ¿… nuestros colegas?
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