– No es cosa que nosotros podamos arreglar, ¿verdad, comisario? -comentó Vianello cuando llegaron a la calle más ancha que discurre por detrás de la iglesia y pudieron andar uno al lado del otro.
– Dudo que eso pueda arreglarlo alguien -dijo Brunetti, consciente de la vaguedad de la respuesta y descontento con ella antes ya de acabar de darla.
– ¿Me permite una pregunta, comisario? -El sargento se paró y enseguida echó a andar otra vez. Los dos sabían la dirección, por lo que tenían una idea bastante aproximada de la situación de la casa-. Es acerca de su esposa.
Por el tono, Brunetti adivinó la pregunta:
– ¿Sí?
Mirando al frente, a pesar de que ya nadie venía en dirección contraria por la estrecha calle, Vianello dijo:
– ¿Le dijo ella por qué lo hizo?
Brunetti llevaba el mismo paso que el sargento. Sin aminorar la marcha, le miró de soslayo y respondió:
– Está en el informe del arresto.
– Ah -dijo Vianello-. No lo sabía.
– ¿No lo ha leído?
Vianello volvió a pararse para mirar a Brunetti.
– Tratándose de su esposa, comisario, no me pareció bien leerlo. -Todos conocían la lealtad de Vianello hacia Brunetti, por lo que Landi, hombre de Scarpa, no le habría hablado del caso, y él era el que había arrestado y tomado declaración a Paola.
Los dos hombres reanudaron la marcha antes de que Brunetti respondiera.
– Me dijo que eso de organizar sex-tours es una infamia y que alguien tenía que impedírselo. -Hizo una pausa, para ver si Vianello tenía algo que preguntar, y como el sargento callara, prosiguió-: Me dijo que, como la justicia no hacía nada al respecto, lo haría ella. -De nuevo esperó la reacción de Vianello.
– ¿La primera vez también fue su esposa?
Brunetti contestó sin vacilar:
– Sí.
Andaban con paso regular y sincronizado. Finalmente, el sargento dijo:
– Bravo.
Brunetti miró a Vianello, pero no vio más que su recio perfil y su larga nariz. Y, antes de que pudiera preguntar algo a su sargento, éste se paró y dijo:
– Si es el seis cero siete, tiene que estar a la vuelta de esa esquina. -Al doblar la esquina, se encontraron delante de la casa.
El timbre de los Mitri era, de los tres, el de más arriba, y Brunetti lo pulsó, esperó y volvió a pulsarlo.
Del altavoz brotó una voz sepulcral, por efecto de la pena o de una acústica deficiente, que preguntó quién llamaba.
– El comisario Brunetti. Deseo hablar con la signora Mitri.
La voz tardó en contestar.
– Un momento -dijo y el altavoz enmudeció.
Transcurrió mucho más de un minuto antes de que sonara el chasquido de la cerradura. Brunetti empujó la puerta y entró en un espacioso atrio alumbrado por una claraboya, en el que había dos grandes palmeras, una a cada lado de una fuente redonda.
Los dos hombres entraron en el corredor que conducía a la parte posterior del edificio y la escalera. Al igual que en casa de Brunetti, la pintura de las paredes se desprendía por efecto de la sal que absorbían de las aguas que tenían debajo. A uno y otro lado de la escalera había costras del tamaño de monedas de cien liras, barridas por la escoba o por algún zapato, que habían dejado al descubierto el muro de ladrillo. En el primer descansillo, observaron la línea horizontal que marcaba el nivel que había alcanzado la humedad; a partir de allí, la escalera estaba limpia de copos de pintura y las paredes, lisas y blancas.
Brunetti pensó en el presupuesto que una empresa constructora había presentado a los siete propietarios de los apartamentos de su edificio para eliminar la humedad y, al recordar la exorbitante suma, ahuyentó inmediatamente el pensamiento, malhumorado.
La puerta del último piso estaba abierta y, escondiendo tras ella medio cuerpo, había una niña de la edad de Chiara.
Brunetti se detuvo y, sin extender la mano, dijo:
– Soy el comisario Brunetti y me acompaña el sargento Vianello. Deseamos hablar con la signora Mitri.
La niña no se movió.
– La abuela no se encuentra bien -dijo con una voz desigual y nerviosa.
– Lo siento -respondió Brunetti-. Y también siento mucho lo que le ha pasado a tu abuelo. Por eso he venido, porque queremos hacer algo al respecto.
– La abuela dice que nadie puede hacer nada.
– Quizá podamos encontrar al culpable.
La niña sopesó la respuesta. Era tan alta como Chiara y el pelo castaño, peinado con raya en medio, le llegaba por los hombros. Nunca sería una belleza, pensó Brunetti, a pesar de que tenía las facciones regulares y delicadas, los ojos separados y la boca bien dibujada, pero su inexpresividad, la total falta de animación al hablar y al escuchar le restaba atractivo. Su semblante, más que plácido, inerte, daba una impresión de indiferencia, como si lo que se decía no la afectara, más aún, como si en realidad ella no participara en la conversación.
– ¿Podemos pasar? -preguntó él dando un paso adelante, tanto para facilitarle la decisión como para inducirla a tomarla.
Ella no contestó pero acabó de abrir la puerta. Los dos hombres pidieron permiso cortésmente y la siguieron al interior del apartamento.
Un largo corredor central conducía desde la puerta hasta una batería de cuatro ventanas góticas. El sentido de la orientación indicó a Brunetti que la luz venía de Rio di San Girolamo, suposición que confirmaba la distancia a la que se veían los edificios de enfrente: sólo el río podía tener aquella anchura.
La niña los llevó a la primera habitación de mano derecha, un salón con una chimenea entre dos ventanas de más de dos metros de alto, y les señaló el sofá situado frente al hogar, pero ellos no se sentaron.
– ¿Harás el favor de avisar a tu abuela? -preguntó Brunetti.
Ella asintió, pero dijo:
– No creo que quiera hablar con nadie.
– Dile que es muy importante -insistió Brunetti. Pensando que sería conveniente demostrar que pensaba quedarse, se quitó el abrigo, lo dejó sobre el respaldo de una silla y se sentó en un extremo del sofá. Con una seña, invitó a Vianello a hacer otro tanto, y el sargento, a su vez, se quitó el abrigo, lo dejó encima del de Brunetti y se sentó al otro extremo del sofá. Luego sacó el bloc del bolsillo y prendió el bolígrafo en la tapa. Los dos hombres aguardaron en silencio.
Cuando la niña se fue, ellos miraron en derredor. Vieron un gran espejo con marco dorado, junto a una mesa en la que había un enorme ramo de gladiolos rojos que, al reflejarse en él, se multiplicaban y parecían llenar la habitación; delante de la chimenea, una alfombra de seda, una Nain, según le pareció a Brunetti, tan cerca del sofá que quien se sentara en él a la fuerza tenía que pisarla y, arrimada a la pared situada frente a las flores, una cómoda de roble con una gran fuente de latón que la edad había vuelto gris. La riqueza, aunque discreta, era evidente.
Antes de que pudieran hacer algún comentario, se abrió la puerta y entró una mujer de unos cincuenta y tantos años. Era gruesa y llevaba un vestido de lana gris hasta media pierna. Tenía los tobillos anchos y los pies pequeños, calzados en unos zapatos que parecían demasiado estrechos. El peinado y el maquillaje eran impecables y denotaban una considerable inversión de tiempo y esfuerzo. Los ojos eran más claros que los de la nieta y las facciones, más toscas; en realidad, el parecido era inexistente, salvo en aquella extraña impavidez.
Los policías se levantaron inmediatamente y Brunetti fue hacia ella.
– ¿La signora Mitri? -preguntó.
Ella asintió sin decir nada.
– Soy el comisario Brunetti y éste es el sargento Vianello. Nos gustaría hablar unos momentos con usted acerca de su marido y de ese terrible suceso. -Al oír estas palabras, ella cerró los ojos pero siguió callada.
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