Donna Leon - El peor remedio

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Un inesperado acto de vandalismo acaba de cometerse en el frío amanecer veneciano. Una mujer impecablemente vestida ha destrozado el escaparate de una agencia de viajes como protesta ante la explotación del turismo sexual en países asiáticos…
Cuando acude, el comisario Brunetti comprueba que el violento manifestante detenido en la escena del crimen no es otro que su esposa, Paola Brunetti. La crisis familiar que desencadena semejante situación somete a Brunetti a una presión extrema también en su trabajo: los jefes exigen resultados inmediatos en el esclarecimiento de un audaz robo y una muerte en extrañas circunstancias que apuntan directamente a la Mafia.
El encontronazo de su vida profesional y su vida privada, ambas en la picota, y esa inexplicable conspiración por la que Paola lo ha arriesgado todo, adoptando el peor remedio posible, le conducen a una dramática encrucijada, al encontrarse ante la historia de una mujer que pasa a la acción y del entramado mundo de la explotación humana y sexual…

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Seguían los números de tres cuentas en distintos bancos de la ciudad, una lista de bonos del Estado y acciones por un total de más de mil millones de liras. Y esto era todo. Mitri nunca había sido acusado de delito alguno y nunca, en más de medio siglo, había sido objeto de la atención de la policía.

Pero sí había sido objeto de la atención de una persona que pensaba lo mismo que Paola -por más que Brunetti trataba de cerrar los ojos a esta idea no lo conseguía- y, al igual que ella, había decidido utilizar medios violentos para expresar su condena de los viajes organizados por la agencia. Brunetti sabía que la historia estaba plagada de muertes fortuitas que habían sido trascendentales. Federico, el hijo bueno del kaiser Guillermo, había sobrevivido a su padre sólo unos meses, antes de dejar paso a su propio hijo, Guillermo II, y a la primera guerra verdaderamente global. Y la muerte de Germánico había hecho peligrar la sucesión y, en definitiva, la había hecho recaer en Nerón. Pero éstos eran casos en los que había intervenido la fatalidad, o la historia; allí no hubo un personaje que, con un cable en la mano, causara la muerte de la víctima; allí no hubo selección deliberada.

Brunetti llamó a Vianello, que contestó a la segunda señal.

– ¿Ya han analizado la nota los del laboratorio? -preguntó sin preámbulos.

– Seguramente. ¿Quiere que baje a preguntar?

– Sí. Y, si es posible, súbamela.

Mientras esperaba a Vianello, Brunetti volvió a leer la breve lista de los clientes de Zambino procesados por causas criminales, tratando de recordar todo lo posible acerca de los nombres que reconocía. Había un caso de homicidio y, aunque el hombre fue declarado culpable, la sentencia fue de sólo siete años, porque Zambino presentó a varias mujeres, vecinas del mismo edificio, que declararon que, durante años, la víctima se había mostrado ofensiva y grosera con ellas en el ascensor y en la escalera. Zambino convenció a los jueces de que su cliente trataba de defender el honor de su esposa cuando, estando en un bar, se enzarzaron en una disputa. Dos sospechosos de robo fueron absueltos por falta de pruebas: Zambino adujo que habían sido arrestados únicamente porque eran albaneses.

Interrumpió su lectura un golpe en la puerta, seguido de la entrada de Vianello. El sargento traía en la mano una gran bolsa de plástico transparente que levantó al entrar.

– Ahora mismo han terminado. No hay nada de nada. Lavata con Perlana -concluyó Vianello, utilizando la frase publicitaria de la televisión más famosa de la década. Nada superaba la limpieza de una prenda lavada con Perlana. Excepto, pensó Brunetti, una nota que se deja en la escena de un asesinato para que la encuentre la policía.

Vianello cruzó el despacho y dejó la bolsa en la mesa. Apoyándose en las manos, se inclinó sobre ella, examinándola otra vez al mismo tiempo que Brunetti.

Las letras parecían recortadas de La Nuova, el periódico más sensacionalista y chabacano de la ciudad. Brunetti no podía estar seguro: los técnicos se lo confirmarían. Estaban pegadas sobre media hoja de papel rayado. «Sucios pederastas viciosos del porno infantil. Así acabaréis todos.»

Brunetti levantó la bolsa por un ángulo y le dio la vuelta. Sólo vio las mismas rayas y unas manchitas grisáceas donde la cola había atravesado el papel. Miró de nuevo el anverso de la nota y volvió a leerla.

– Parece que a alguien se le han cruzado los cables, ¿no?

– Eso, por lo menos.

Aunque Paola había dicho a la policía que la arrestó por qué había roto la luna del escaparate, no había hablado con los periodistas más que brevemente y bajo presión, por lo que las explicaciones que daban los diarios acerca de sus motivos tenían que proceder de otra fuente; el teniente Scarpa parecía la más probable. Las informaciones que había leído Brunetti insinuaban vagamente que la fuerza que la impulsaba era el «feminismo», aunque sin definir el término. Se hacía mención de los viajes que organizaba la agencia, pero la acusación de que fueran sex-tours había sido negada categóricamente por el director, quien declaró con insistencia que la mayoría de los hombres que contrataban viajes a Bangkok en su agencia iban con la esposa. Il Gazzettino, recordaba Brunetti, había publicado una larga entrevista, en la que el director de la agencia manifestaba su horror y repugnancia hacia el «sexoturismo», puntualizando con insistencia que ésta era una práctica ilegal en Italia, por lo que era inconcebible que una agencia lícitamente gestionada interviniera en su organización.

Así pues, la opinión tanto de los medios como de las fuentes del sector se manifestaba contraria a Paola, una «feminista» histérica, y favorable al director de la agencia, un profesional respetuoso con la ley, y al asesinado dottor Mitri. Quienquiera que los asociara a los «viciosos del porno infantil» andaba muy descaminado.

– Me parece que ha llegado el momento de hablar con ciertas personas -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Empezando por el director de la agencia. Tengo ganas de oír lo que tiene que decir de todas esas esposas que desean ir a Bangkok. -Miró el reloj y vio que eran casi las dos-. ¿Está todavía la signorina Elettra?

– Sí, señor -respondió Vianello-. Por lo menos, estaba cuando he subido.

– Bien. Tengo que hablar con ella. Luego podríamos salir a comer algo.

Vianello asintió, desconcertado, y siguió a su superior al despacho de la signorina Elettra. Desde la puerta, vio cómo Brunetti se inclinaba para hablar con ella y oyó reír a la joven, que asintió y se volvió de cara al ordenador. Luego, Brunetti se reunió con él y bajaron al bar de Ponte dei Grechi, donde pidieron vino y tramezzini, que consumieron hablando de temas diversos. Brunetti no parecía tener prisa por marcharse, por lo que pidieron más bocadillos y otro vaso de vino.

Al cabo de media hora, entró la signorina Elettra, suscitando una sonrisa del camarero y una invitación a café de dos clientes que estaban en la barra. Aunque el bar quedaba a menos de una manzana del despacho, ella se había puesto un abrigo de seda negra guateada que le llegaba hasta los tobillos. Movió la cabeza rehusando cortésmente la invitación de los dos hombres y se acercó a los policías. Sacó del bolsillo unos papeles que levantó en alto.

– Juego de niños -dijo meneando la cabeza con falsa exasperación-. Es hasta demasiado fácil.

– Naturalmente -sonrió Brunetti, y pagó lo que tendría que hacer las veces de almuerzo.

13

Brunetti y Vianello llegaron a la agencia de viajes a las 3.30, cuando abría para la tarde y preguntaron por el signor Dorandi. Brunetti se volvió a mirar al campo y observó que la luna del escaparate estaba tan limpia que era invisible. La mujer rubia que estaba detrás del mostrador les preguntó los nombres, pulsó una tecla del teléfono y, al cabo de un momento, se abrió la puerta situada a la izquierda de su escritorio y apareció el signor Dorandi.

No era tan alto como Brunetti y, aunque no parecía haber cumplido los cuarenta, ya brillaban canas en la florida barba que ostentaba. Al ver el uniforme de Vianello, se adelantó extendiendo la mano y tensando los labios en una sonrisa.

– Ah, la policía, celebro que hayan venido.

Brunetti le dio las buenas tardes pero no sus nombres, dejando que el uniforme de Vianello sirviera de credencial. Preguntó al signor Dorandi si podrían hablar en el despacho. Dando media vuelta, el barbudo sostuvo la puerta abierta para que pasaran y, antes de seguirlos, les preguntó si deseaban café. Ambos rehusaron.

Las paredes del despacho estaban cubiertas de los obligados pósters de playas, templos y palacios, prueba evidente de que una mala economía y la continua charla sobre crisis financieras no bastaban para retener en casa a los italianos. Dorandi ocupó su sillón detrás de la mesa, apartó papeles a un lado y miró a Brunetti, que dobló el abrigo sobre el respaldo de una de las sillas situadas frente al director y se sentó. En la otra se instaló Vianello.

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