Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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– Conozco a la doctora Herschel -dijo de repente-. Al menos, sé quién es. Yo me eduqué en el noroeste e hice el internado allí. Pero Beth Israel es uno de los mejores lugares para aprender obstetricia de alto riesgo. Me aceptaron para hacer un curso de obstetricia cuando acabé el internado hace cuatro años. Aunque la doctora Herschel no esté ahora en el hospital más que a tiempo parcial, sigue siendo una leyenda.

– ¿Por qué no aceptó usted?

Hizo una mueca.

– Friendship abrió este hospital en 1980. Tienen unos veinte en el sureste, pero éste era su primera aventura en el medio oeste, y apostaron fuerte para convertirlo en un escaparate. Me hicieron una buena oferta, no sólo dinero, sino nuevos medios que pensaban instalar, y no pude rechazarlo.

– Ya.

Hablamos un poco más, pero yo había faltado de mi puesto durante cuarenta minutos. Por poco que me gustase mi deber, pensé que tenía que volver con la señora Alvarado. Burgoyne me acompañó hasta la esquina del pasillo que llevaba hasta la sala de espera y se marchó hacia el aparcamiento.

La señora Alvarado estaba sentada inmóvil en una de las sillas naranja cuando entré en la habitación. Contestó a mis preguntas sobre Consuelo con sombríos comentarios acerca de la Divina Providencia y la justicia.

Me ofrecí a acompañarla al restaurante para tomar algo, pero rechazó el ofrecimiento. Se quedó en silencio y se sentó esperando impasible a que alguien viniera con noticias de su hija. Su digna inmovilidad tenía un aire de desamparo que me atacaba los nervios. No se dirigiría a las enfermeras para preguntar por Consuelo; se quedaría allí sentada hasta que le dieran permiso para levantarse. No quería hablar, no quería hacer nada más que quedarse allí sentada con su pena envolviéndola, como si fuera un jersey que se hubiera puesto encima de su uniforme de cafetería.

Fue un alivio ver llegar a Carol con dos de sus hermanos alrededor de las ocho y media. Paul, un joven robusto, de unos veintidós años, tenía una cara dura y fea que le hacía parecer un matón particularmente amenazador. Cuando estaba en los últimos años de escuela, yo me pasaba los veranos sacándole de la Estación Shakespeare, a la que le llevaban siempre como sospechoso de algo. Sólo cuando sonreía dejaba ver su inteligencia y amabilidad escondidas.

Diego, tres años más joven, se parecía más a Consuelo. Bajo, con huesos finos y esbeltos. Carol los condujo por la habitación delante de ella y se acercaron a su madre. Lo que había empezado como una conversación tranquila explotó de pronto.

– ¿Qué quieres decir con que no la viste antes de que Malcolm se marchase? Claro que podías verla. Eres su madre. Venga, mamá, esto es de locos. ¿Crees que tienes que esperar a que te dé permiso un médico para ir a verla? -arrastró a la señora Alvarado fuera de la habitación.

– ¿Cómo está? -me preguntó Diego.

Sacudí la cabeza.

– No lo sé. Malcolm no se fue hasta que pensó que su situación se había estabilizado. Sé que ha hablado con Lotty, así que ella debe estar defendiéndose.

Paul me rodeó con su brazo.

– Eres una buena amiga, V. I. Eres como de la familia. ¿Por qué no te vas a casa y descansas un poco? Nosotros cuidaremos de mamá; no hace falta que nos quedemos todos.

Carol volvió en aquel momento y repitió los agradecimientos.

– Sí, Vic, vuelve a casa. No es necesario que estemos aquí todos. Está en cuidados intensivos, así que sólo una persona puede verla por vez, y eso cada dos horas. Y ya sabes que ha de ser mamá.

Yo rebuscaba las llaves del coche en mi bolso, cuando oímos un barullo fuera: un crescendo de gritos que provenían de la entrada y se acercaban. Fabiano entró en la habitación como un ciclón, con una enfermera pisándole los talones. Se detuvo dramáticamente en la puerta y se volvió hacia la enfermera.

– Sí, aquí están, la maravillosa familia de mi mujer, mi Consuelo, escondiéndola de mí. Sí, ya lo veo -se lanzó contra mí-. ¡Tú, puta asquerosa! ¡Tú eres la peor de todos! Tú organizaste todo este lío. ¡Tú y esa doctora judía!

Paul le agarró.

– Discúlpate con Vic y márchate. ¡No te queremos ver la cara por aquí!

Revolviéndose en los brazos de Paul, Fabiano continuó chillándome.

– Mi mujer se pone mala. Casi se muere. Y tú te la llevas. ¡Te la llevas sin decirme nada! Sólo me entero por Héctor Muñoz cuando te estoy buscando después de la reunión. ¡No puedes separarla de mí! Crees que puedes engañarme. No está enferma de verdad, ¡es mentira! ¡Sólo intentas arrebatármela!

Me sentí débilmente asqueada.

– Sí, estás preocupadísimo, Fabiano. Son casi las nueve ya, ¿y te ha llevado siete horas caminar las dos millas que hay desde la fábrica hasta aquí? ¿O te sentaste al borde de la carretera a llorar hasta que alguien te trajo?

– Las pasó en un bar, a juzgar por el olor -dijo Diego.

– ¿Qué quieres decir? ¿Tú qué sabes? Todo lo que queréis es mantenerme apartado de Consuelo. Apartarme de mi hijo.

– El bebé ha muerto -dije-. Y Consuelo está demasiado enferma como para verte. Mejor vuelve a Chicago, Fabiano, vuélvete a dormirla.

– Sí, el niño ha muerto. Vosotros lo matasteis. Vosotros y vuestra buena amiga Lotty. Os alegráis de que haya muerto. Queríais que Consuelo abortase, y como no quiso, la engañasteis y matasteis al bebé.

– Paul, hazle callar. Sácalo de aquí -pidió Carol.

La enfermera, que había estado rondando por la puerta dudosa, dijo con tanta autoridad como pudo:

– Si no se callan, van a tener que marcharse todos del hospital.

Fabiano siguió chillando y retorciéndose. Le cogí por un brazo y Paul por el otro, y lo sacamos a rastras hacia la entrada por el pasillo, hacia la entrada principal, donde estaba la recepción y la oficina de Alan Humphries.

Fabiano gritaba obscenidades que hubiesen despertado a todo Humboldt Park, cuanto más a Schaumburg; varias personas se acercaron al vestíbulo para ver el desfile. Para asombro mío, apareció Humphries, con aspecto de estar muy disgustado. Yo creí que se habría ido a pescar hacía mucho.

Al verme, dio un respingo.

– ¡Usted! ¿Qué está pasando aquí?

– Éste es el padre de la criatura muerta. No puede dominar su dolor -yo estaba jadeando.

Fabiano había dejado de chillar. Miraba a Humphries con astucia.

– ¿Está usted encargado de esto, gringo?

Humphries levantó sus cuidadas cejas.

– Soy el director ejecutivo, sí.

– Bueno, mi niño ha muerto aquí, gringo. Eso vale mucho dinero, ¿no? -Fabiano hablaba con fuerte acento mexicano.

– Puedes hablar en inglés -gruñó Paul, añadiendo una amenaza en español.

– Quiere pegarme porque me preocupo por mi mujer y mi hijo -lloriqueó a Humphries.

– Vamos -dije a Paul-. Vamos a llevarnos a esta basura. Perdone la molestia, Humphries. Ya nos lo llevamos.

El administrador hizo un gesto con la mano.

– No, no; está bien. Lo entiendo. Es muy lógico que esté tan trastornado. ¿Quiere venir y hablar conmigo un momento, señor…?

– Hernández -dijo Fabiano sonriendo con afectación.

– Escucha, Fabiano, si hablas con él, habla por ti -le advertí.

– Sí -Paul estaba de acuerdo-. No queremos volver a ver tu culo esta noche. Y me gustaría no verlo nunca más, cerdo. ¿Comprendes? [5] .

– Pero tenéis que llevarme de vuelta a Chicago -protestó Fabiano indignado-. No tengo coche aquí, tío.

– Pues te vas andando a casa -soltó Paul-. A lo mejor tenemos suerte y te atropella un camión.

– No se preocupe, señor Hernández. Creo que podremos suministrarle un medio de transporte cuando hayamos hablado.

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