Sara Paretsky - Medicina amarga

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V. I. Warshawski, detective privado, intenta resolver una serie de asesinatos que comienzan con la extraña muerte de su amiga Consuelo y su bebé en una lujosa clínica, ¿Hubo negligencia? ¿Quién mató al joven médico negro que la atendía? Al mismo tiempo tiene que luchar con los problemas domésticos habituales: la dieta desordenada, los efectos del fanatismo religioso o la dura vida de Chicago.

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– Puede ser. Pero creo que era por otra cosa -frunció las cejas un instante.

Luego sacudió la cabeza y nos introdujo en la sala de interrogatorios.

– No es un lugar tan confortable como me hubiera gustado, doctora, pero hay poco sitio. Yo no tengo oficina, así que utilizo lo que hay disponible.

Se puso a hablar con ella sobre Malcolm Tregiere: enemigos, amigos, amantes, rutina diaria, posesiones.

– Tenía muy pocas posesiones que robar -dijo ella-. Procede de una familia sin dinero, consiguió meterse él mismo en la facultad. Ya no se ven médicos así. Era uno entre mil.

»La única persona que hubiera podido robarle hubiese sido un coleccionista que conociera el valor de sus máscaras haitianas y africanas. Pero tengo entendido que las rompieron sin más.

– Algunas. ¿Sabía usted cuántas tenía para que pudiésemos contarlas y ver si necesitamos poner en circulación la descripción de las que pudiesen faltar?

Lotty me lanzó una mirada interrogadora. Yo sacudía la cabeza.

– No lo sé, detective. Me invitó a su apartamento alguna vez, en ocasiones en que tenía otros invitados. Puede que tuviera unas veinte máscaras en el salón. No sé si en el dormitorio; no entré nunca. Pero supongo que debía haber unas treinta o cuarenta piezas.

El garabateó con aplicación. A partir de ese momento, treinta o cuarenta sería el número oficial.

– ¿Está segura de que no tenía enemigos? ¿Y pacientes descontentos?

– Los médicos antipáticos o arrogantes tienen enemigos. El doctor Tregiere no era ninguna de las dos cosas -dijo Lotty altanera, mostrando una buena dosis de arrogancia por su parte-. Y su competencia era excelente; la mejor que he visto en muchos años. Tenía la de algunos hombres con muchos más años de experiencia.

– La gente de las noticias piensa que podría ser alguna banda callejera -dije.

Rawlings se encogió de hombros.

– La mayoría de los delitos de esta zona los cometen miembros de bandas. No necesariamente como parte de la actividad de la banda, sino porque la mayoría de los adolescentes pertenecen a una.

Se levantó y señaló un gran plano de la ciudad clavado a una pared.

– El campo de operaciones de los Garbanzos [7] siempre ha estado tradicionalmente aquí -señalaba el área al sureste de Wrigley Field-. Los White Overlords están por el este de la parte alta. El año pasado, los Garbanzos se fueron desplazando hacia la parte hispana -su grueso índice se clavaba en la zona que está alrededor de Broadway y Foster-. Pero los Leones, otra banda de Humboldt Park, dicen que ese es su territorio. Así que los Leones y los Garbanzos se han estado peleando entre sí, y algunos con los White Overlords. Puede que alguno de ellos pensase que Malcolm Tregiere estaba de parte del enemigo. Proporcionándoles drogas, o alguna cosa de ese tipo.

– No -espetó Lotty soltando chispas por sus ojos oscuros-. Quíteselo de la cabeza. No insulte al doctor Tregiere perdiendo tiempo o dinero intentando averiguar eso.

Rawlings levantó una mano conciliadora.

– Sólo estaba compartiendo mis ideas con usted, doctora. No hay nada que señale hacia algo así, pero tenemos que pensar en todo.

Debía querer decir que no había visto el nombre de Malcolm escrito de arriba abajo por las paredes con spray. Lo que siempre suponía una preocupación para la poli, pues significaba que había llegado la hora de la persona en cuestión. Durante los años en los que conocí a Malcolm, sabía que no había tenido relación alguna con las bandas, aparte de atender heridas de bala o sobredosis. Pero, ¿quién sabe lo que habría hecho cuando era un joven pobre, cuando su madre se lo trajo de Haití a las calles de Chicago? Tal vez mereciese la pena averiguarlo.

Rawlings le estaba preguntando a Lotty acerca de Tessa Reynolds, la artista que había encontrado a Malcolm la noche pasada. Lotty seguía furiosa y contestaba con brusquedad.

– Eran amigos. Tal vez amantes. No era asunto mío. ¿Tenían planes para irse a vivir juntos? Quizás. Un interno es una persona fatal con la que tener relaciones, pues su tiempo pertenece al hospital, no a sus amigos ni a sí mismo. Si ella fuese celosa (cosa que a mí nunca me pareció), no lo estaría de otra mujer. No habría encontrado tiempo para otra. No sospechará de ella, ¿verdad, detective?

Me acordé de Tessa, alta, llamativa, pero tan dedicada a su trabajo como Malcolm. Ninguna persona le importaba tanto como sus esculturas de metal; desde luego, no como para ir a la cárcel.

– Es una joven muy fuerte. Trabajar con todo ese metal y esas piedras le proporciona a uno buenos hombros. Y el que abatió al doctor fue alguien con hombros musculosos.

Nos tendió algunas fotografías: un hombre con los sesos desparramados. Ya no era Malcolm, era un cadáver.

Lotty las estudió con calma y luego me las pasó.

– Una locura -dijo tranquilamente. Si él quiso impresionarla, había escogido un método equivocado-. Quien haya hecho esto estaba loco de furia o era inhumano. Tessa no ha sido.

Yo no tenía esos nervios de acero cuando se trataba de cadáveres apaleados, aunque vi muchas fotos cuando defendía a acusados de asesinato. Examiné éstas con cuidado buscando…, ¿qué? Las imágenes en blanco y negro revelaban con una pulcritud intolerable la parte posterior y el lado izquierdo de la cabeza, una masa goteante; y el ángulo de los hombros. También había una foto de rastros de sangre en el suelo desigual. Malcolm tenía algunas alfombrillas, pero no alfombras grandes.

– ¿Lo arrastraron hasta el salón? -pregunté a Rawlings.

– Sí. Estaba haciéndose la cena cuando entraron. Ya sabe cómo son esos apartamentos. Si se quiere entrar en uno se rompe la puerta de la cocina. Y eso es lo que hicieron.

Nos arrojó otro montón: fotos de la puerta destrozada, arroz tirado por el suelo. No hay duda de que Gervase Fen o Peter Wimsey hubiesen descubierto inmediatamente la pista fundamental que revelase la identidad del asesino. Pero yo no veía más que un estropicio.

– ¿Huellas? ¿Algún tipo de indicios? -pregunté.

Rawlings dejó ver una funda de oro al sonreír amplia y tristemente.

– Todos los chorizos llevan guantes hoy en día. No saben leer, pero lo aprenden en la televisión. Estamos apretando las tuercas a los soplones. Son los únicos que nos pueden indicar una dirección por dónde tirar.

– ¿Cuántos cree que entraron en el apartamento?

– Parece que dos -le devolví las fotografías, y él sacó una que mostraba la carnicería del salón-. El Delincuente Uno estaba aquí -señaló el lado derecho de la fotografía con su grueso índice-, con unas Adidas talla diez. Dejó la señal en una gran mancha de arroz que arrastró desde la cocina. El Delincuente Dos tenía los pies más grandes, pero no nos dejó el nombre del diseñador de sus zapatos.

– Así que en realidad no sospecha de Tessa Reynolds, detective -dije.

El oro volvió a brillar.

– Eh, señora W., usted que es abogada debería saberlo. Sospechamos de todo el mundo en este momento. Incluso de usted y de la señora aquí presente.

– No tiene gracia, detective -las espesas cejas de Lotty se alzaron con desdén-. Tengo pacientes esperando, así que si no desea usted nada más… -salió de la sala de interrogatorios: decididamente, Su Majestad no se estaba divirtiendo.

Yo la seguí más despacio, esperando algún comentario final del detective. Cuando lo hizo, no fue de gran ayuda:

– Eso sí que es una señora de sangre fría. No se le mueve un pelo ante un crimen que a mí me revuelve las tripas. No me gustaría tener que vérmelas con ella.

Hay días en los que hubiera estado de acuerdo con él, pero dije:

– Si alguna vez se encuentra con una bala, Rawlings, asegúrese de que le llevan a la doctora Herschel. No hay nadie mejor.

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