Sara Paretsky - Jugar a ganar

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Decimotercera novela de la serie de la comprometida investigadora privada Vic Warshawski. En esta ocasión, se involucra en un caso enraizado en los años sesenta, en plena efervescencia de la lucha por los derechos de la comunidad afroamericana Durante los disturbios raciales de 1967, cuando los blancos reaccionaron con dureza ante los planes de integración en los barrios, Lamont Gadsden desapareció sin dejar rastro. Años después, su anciana madre le encomienda el caso a Vic Warshawski. La detective se enfrentará a un periodo desagradable de la historia de su ciudad, en el que una marcha pacífica de Martin Luther King se saldó con la muerte de una joven negra, y lo que ella consideraba un caso cerrado e imposible se convierte en algo mortalmente peligroso.
Viejas cuestiones de la historia racial de Chicago y secretos familiares −suyos propios y del desaparecido− saldrán a la luz de manera sorprendente.

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Saqué la compra del maletero y recorrí la calzada de acceso con mi vecino. Si era una prima Warshawski, tenía que ser una de las hijas de mi tío Peter. Peter era mucho más joven que mi padre y se casó ya mayor, después de marcharse de Chicago e instalarse en Kansas City, por lo que yo no conocía a mis primas. A lo largo de los años, me habían llegado noticias de sus nacimientos, una hija detrás de otra. Petra, Kimberly y luego una Stephanie, Alison, Jordan o algo parecido.

Cuando llegamos a la puerta, una joven bajó las escaleras saltando con el mismo entusiasmo de Mitch. Era alta y rubia y su blusa escotada de campesina, que llevaba con chaleco, falda, mallas y botas de tacón alto, proclamaba que pertenecía a la generación Milenio y que era seguidora de esa moda, pero su amplia sonrisa se veía auténtica. Me recordó tanto a una versión vibrante y femenina de mi padre que dejé las bolsas de la compra en el suelo y abrí los brazos.

– ¿Petra? -pregunté.

– Sí, soy yo. -Me devolvió el abrazo, doblándose sobre mi metro sesenta y cuatro y estrechándome con fuerza-. Lamento haberme presentado sin que me invitaras, pero me he instalado esta misma tarde, papá me dijo que vivías aquí, cerca de donde me alojo, y como no tenía nada que hacer, he decidido venir a verte. ¿Y el tío Sal? Qué dulce es… Me ha dicho que lo llamara así. Me ha ofrecido un té en el jardín y me ha contado todos los casos en los que ha trabajado contigo. ¡Eres increíble, Tori!

Tori. El diminutivo con que me llamaba mi familia. Desde la muerte de mi primo Boom-Boom, ocurrida hacía doce años, nadie lo había utilizado y me sobresaltó oírlo en labios de una desconocida. Ahora, el señor Contreras era su «tío Sal». Y Mitch la llenaba de babas. Éramos una gran familia feliz.

El señor Contreras dijo que sabía que «teníamos muchas cosas que contarnos» y que por qué no entrábamos en mi casa. Él nos prepararía unos espaguetis más tarde, si queríamos. Con los perros corriendo delante y deteniéndose en cada rellano para ver si los seguíamos, llevé a Petra hasta el tercer piso.

– Tenías que haberme dicho que vendrías -le dije-. Habría sido un placer acogerte mientras te instalabas.

– Ha ocurrido todo tan deprisa que, hasta hace una semana, ni yo misma sabía que vendría. Me gradué en la universidad en mayo y luego estuve en África cuatro semanas con mi compañera de habitación. Compramos un Land Rover usado, lo vendimos en Ciudad del Cabo y volamos a Australia. Cuando aterricé en Kansas City, papá me preguntó si tenía trabajo. Yo le respondí que por supuesto que no, y entonces me dijo que el hijo de Harvey Krumas iba a presentarse a las elecciones del Senado. Papá y Harvey crecieron juntos allá por la Edad de Piedra y siguen siendo muy amigos. Y si el hijo de Harvey necesita ayuda, la hija de Peter le echará una mano. De modo que aquí estoy. Mi pobre cuerpo no sabe en qué huso horario vive, -Se rió de nuevo con una carcajada sonora y ronca.

– Harvey Krumas, ¿eh? No sabía que tu padre y él fueran amigos.

– ¿Lo conoces?

Sonó el teléfono móvil de Petra, que miró la pantalla y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– No, querida. No me muevo en esos ambientes tan encumbrados.

Krumas. En Chicago, aquel apellido estaba relacionado con todo, desde el beicon a los fondos de pensiones. Cuando se levantaba un rascacielos, aquí o en cualquiera de la decena de grandes ciudades del mundo, era más que probable que Gestión de Capitales Krumas se contara entre los inversores financieros del proyecto.

– Pensaba que, como papá y el tío Harvey son tan buenos amigos, tu padre también debía de conocerlo.

– Cuando tu padre nació, el mío tenía veinte años -expliqué-. No sé si Peter se acordará siquiera de la casa de Back of the Yards. Por la época en que él empezó a ir a la escuela, la abue la Warshawski acababa de comprar un bungalow en Gage Park. Después, se mudó a Norwood, en la parte alta de Northwest Side, que era donde vivía cuando yo era una adolescente. Tu padre creció acostumbrado a tener agua corriente en casa, pero mi padre y tu tío Bernie, que eran los dos hermanos mayores, tenían que vaciar el orinal cada mañana cuando eran chicos. Durante la Gran Depresión, entre la abuela y el abuelo Warshawski no ganaban ni quince dólares.

– No es culpa de papá que sus padres tuviesen una vida tan dura -protestó Petra.

– No, cariño, no es eso lo que quería decir. Simplemente quería poner de relieve el mundo tan distinto en el que vivieron tu padre y el mío, aunque fueran hermanos. Mi padre se hizo policía porque de ese modo tendría un sueldo fijo.

– ¡Pero mi padre también trabajó con ahínco! -gritó Petra-. ¡En los corrales de ganado nadie le regaló un céntimo!

– Ya lo sé. La abuela no entendía por qué Peter trabajaba en los corrales de ganado cuando había otros empleos mejores, pero el padre de Harvey Krumas le ofreció trabajo a Peter porque Harvey y él eran amigos, y Peter sacó el máximo provecho de ello.

Aunque mi tío no hubiese amasado una gran fortuna, las cosas le habían ido muy bien, mucho mejor que a cualquier otra persona remotamente relacionada con mi familia. En los años sesenta, cuando los corrales de animales dejaron Chicago, Peter siguió a la empresa Industrias Cárnicas Ashland a Kansas City. En 1982, cuando mi padre murió, Ashland era una firma comercial valorada en quinientos millones de dólares y Peter trabajaba de ejecutivo. Siempre me supo mal que no hubiera hecho nada por contribuir a pagar los gastos médicos derivados de la enfermedad de mi padre, pero, como acababa de explicarle a Petra, mi padre, Tony, era básicamente un desconocido para él.

Me resultaba increíble mirar a aquella veinteañera y advertir que compartíamos una abuela.

– No sabía que el hijo de Krumas quisiera presentarse a las elecciones. ¿En qué lo ayudas? Todavía faltan diez meses para las primarias.

Su teléfono sonó de nuevo. En esta ocasión, respondió con un rápido: «Estoy ocupada. Estoy con mi prima. Te llamaré luego.»

– Lo siento, mi compañera de la universidad quiere saber cómo estoy. Me refiero a Kelsey. Aquí se me hará muy extraño estar sola en un piso, después de haber compartido con ella habitación y una tienda y todo lo demás durante cuatro años. Kelsey ha regresado a Raleigh y, después de recorrer África y Australia, se aburre terriblemente.

Hizo una pausa y luego preguntó:

– ¿Qué decías? Ah, sí, querías saber qué haré en la campaña de Krumas. Pues no lo sé. ¡Y ellos tampoco! Ayer me presenté en la oficina y me preguntaron qué se me daba bien. Les dije que se me daba bien ser energética y, como me he graduado en comunicaciones y español, pensaron que tal vez podría ayudarlos en el gabinete de prensa, pero de momento voy de acá para allá, entrevistándome con éste y el otro, y salgo a la calle a buscar café para todos. Si compraran una máquina de capuccinos para la oficina, ahorrarían mucho dinero, pero a mí me va estupendo. Es una excusa para salir a la calle.

– ¿Y con qué tipo de programa se presentará Krumas? -inquirí.

– No lo sé. -Petra abrió mucho los ojos fingiendo vergüenza-. Supongo que verde. Al menos, eso espero. Y creo que está en contra de la guerra de Irak… ¡Y es bueno para Illinois!

– Un ganador, sin duda alguna.

– Sí, sí, es un ganador, sobre todo cuando luce pantalones de tenis. A las mujeres de la edad de mi madre les tiemblan las piernas cuando lo ven. El año pasado, cuando vino a Kansas City, mis padres lo llevaron a cenar y todas las mujeres del club de campo se acercaban a él y prácticamente le metían mano.

Yo había visto muchas fotos en la televisión y en la prensa. Brian Krumas era fotogénico como John-John o Barack. Con cuarenta y un años, seguía soltero, lo cual daba pie a muchas especulaciones en la prensa rosa. ¿Le gustaban los hombres o las mujeres? ¿Con quién salía?

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