Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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– ¿Estaba alojado aquí?

Ella asintió.

– No tengo demasiadas camas, y mucho menos en invierno. Pero me llamó hace dos días para hacer la reserva…

– ¿Llamó? ¿Desde dónde?

Ella se encogió de hombros.

– No sé. Dijo que necesitaba una habitación por una noche, y eso fue todo. Me sorprendió. Me refiero a que alguien conozca este lugar fuera de la gente de Dorking Dean o de Long Piddleton.

– Entonces usted sabía que era un forastero.

– Sí, para mí, sí. Si hubiera venido de Dorking Dean, ¿para qué querría una habitación?

Jury inspeccionó el registro de conductor.

– “Jubal Creed”. ¿No le dijo de qué se ocupaba? – Ella negó con la cabeza. – ¿Dijo por qué quería ir afuera a tomar su cerveza?

– Que quería respirar un poco de aire fresco.

– ¿Mucha gente de Long Piddleton viene a The Swan?

– Bastante. Por lo general lo hacen de camino a Dorking Dean, o cuando van más lejos. Esta mañana vinieron dos; ya se lo dije al sargento.

– ¿El señor Matchett y la señorita Rivington? – ella asintió. – ¿Los conoce?

– A él sí; es el dueño de la posada The Man with a Load of Mischieff. – se le dulcificó la mirada. – Tan amable siempre, el señor Matchett. Simon es su nombre. Ella ha estado varias veces, también, pero no la conozco tanto.

– ¿A qué vinieron?

– ¿A qué? A comer algo, un almuerzo rápido, ¿sabe? Pan, queso y demás.

– ¿Qué hora era?

– Alrededor de las once. Un poco temprano para almorzar.

– ¿Vinieron juntos?

– Bueno, entraron juntos. Pero supongo que vinieron en dos autos y se encontraron aquí.

– ¿Dice que era cerca de las once?

– No lo sé con exactitud, pero sé que acababa de abrir el bar para el muerto.

– ¿Se sentaron en el mostrador a charlar, o qué?

– Oh, no. Les serví el almuerzo en esa mesa ahí atrás. – señaló la mesa más apartada de una docena que había en el salón.

– Así que usted no oyó nada de lo que hablaron.

– No.

– ¿Alguno de los dos se levantó de la mesa?

– No. Y yo no me moví de aquí, así que estoy segura.

– ¿La única vía de acceso al jardín es a través de esa puerta? – ella asintió.

– ¿Conoce a alguno de esos, Hetta? – Jury recitó rápidamente los nombres de todos los que habían estado en la posada de Matchett la noche en que Small fue asesinado.

– Han estado aquí alguna vez, todos. Incluso el vicario. No sé si podría describírselos, pero me son todos conocidos.

– ¿Cuánto tiempo se quedaron el señor Matchett y la señorita Rivington?

Ella se pasó un dedo pintado por la ceja.

– Mmmm. Alrededor de una hora, o cuarenta y cinco minutos.

En ese momento entró Wiggins por la puerta del frente, con aire de satisfacción.

– Lo encontré, señor. Una ventana. Venga.

– Muchas gracias, Hetta – sonrió Jury -. Me ha sido muy útil.

Hetta pareció recordar que nunca es demasiado tarde. Se alisó el vestido y se pasó la mano por los rulos pelirrojos.

– Yo siempre digo, si uno no puede mantener la cabeza fría en una crisis, mejor no tener un negocio. He puesto a muchos de patitas en la calle en mi época, señor Jury. Los hombres tienen que aprender a no poner las manos donde no deben; es algo que siempre digo. – miró a Jury con una sonrisa.

– Por supuesto. Quizá tenga más preguntas, ¿estará por acá?

– Sí, claro. – la sonrisa se hizo aún más pícara.

– En el baño, señor – dijo Wiggins, señalando hacia arriba. Estaban parados del lado externo del muro, en la parte formada por el antiguo establo. – No es demasiado difícil. Yo empujé la ventana, salí por ella y aparecí en la puerta del patio.

Jury miró de la ventana al suelo La nieve casi se había derretido y el suelo era duro. No dejaría casi huellas. Jury se agachó.

– Los hombres de Pratt habrán estado acá ya. Me pregunto si…

Oyeron un crujido a sus espaldas. Jury miró a su alrededor para determinar la dirección y vio una cabecita esconderse detrás de un roble.

– ¿Qué fue eso, señor? – preguntó Wiggins, mirando a todos lados y levantándose el cuello del sobretodo como si su gesto lo protegiera de cualquier extraña criatura del bosque.

– Creo que sé de quién se trata – dijo Jury, mirando hacia el árbol. La cabeza volvió a aparecer, y luego otra encima de ésta.

– ¡Salgan de ahí! – dijo Jury, apelando a su tono más autoritario.

A los pocos segundos aparecieron los niños Double, con expresión más furtiva que nunca. La manito de la niña se aferraba al ruedo de su abrigo.

Jury suavizó un poco el tono.

– ¿Qué están haciendo ahí, James y James?

El varón parecía ser el más valiente de los dos, pues miró a Jury y luego a Wiggins, estudiando a éste último con cautela y volvió a mirar a Jury, con un claro mensaje en sus ojos: Que se vaya ése o no hablamos.

– Wiggins, vaya a ver si Hetta ha recordado algo más, ¿quiere?

Apenas se hubo ido el sargento, la niñita empezó a saltar, incapaz de contener su entusiasmo, y el varón dijo, con voz casi reverente:

– ¡Huellas! – Apuntó con el dedo hacia el bosque. Junto al muro había algunos robles que se espesaban hasta convertirse en un bosque.

La niñita tenía los ojos como platos fijos en la cara de Jury, fascinada de poder poner en práctica la lección aprendida.

James susurró nervioso mientras arrastraba a Jury.

– Hicimos lo que usted dijo, señor. Buscamos cosas raras. Usted dijo que siempre que hay un asesinato tiene que haber cosas raras.

¿Había dicho eso?, pensó Jury, mientras los niños lo llevaban casi a la rastra. En seguida lo soltaron y salieron corriendo hacia los árboles. En el bosque la nieve no se había derretido tanto como cerca del muro de The Swan y, cuando los alcanzó, James señalaba la huella de un zapato o una bota. Un poco más allá había otra, donde la nieve no se había derretido. Caminaron unos seis metros y llegaron a un pequeño claro donde el suelo era duro y trillado.

James señaló la carretera Sidbury – Dorking Dean, oculta por los árboles, y dijo:

– Antes había una vieja carretera aquí. Pero ahora no la usa nadie. Iba a Dorking.

Había huellas viejas de ruedas y, cuando Jury se agachó y miró con atención, vio fragmentos de otras que no parecían tan viejas. Al parecer, un auto se había salido de la carretera de Sidbury a Dorking Dean y se detuvo ahí. Jury se incorporó.

– James – dijo – y James. – apoyó la mano en la gorra tejida de la niña. – Ambos son brillantes. – Los niños se miraron azorados de oír esa palabra, reservada para las estrellas y la luz del sol, aplicada a ellos. Jury sacó la billetera y dijo: – Scotland Yard suele dar recompensas por este tipo de información. – Le dio a cada uno un billete de una libra, que los niños aceptaron entre risitas. – De más está decir, que no deben mencionar a nadie este descubrimiento. – Las risitas se desvanecieron, ambos niños asintieron con la cabeza y reinó una nueva solemnidad. – Ahora vayan a casa. Y tengan cuidado. Los voy a necesitar más tarde. – Los hermanitos Double se perdieron entre los árboles, pero al segundo el varón estaba de vuelta, y le puso algo en la mano a Jury.

– Es para usted, señor, la hice yo. – El chico se fue bailando entre los árboles, luego ambos se volvieron, se despidieron de Jury con gesto enérgico y se fueron.

Jury miró el regalo. Era una honda bastante precaria. Sonrió. Luego hurgó en la nieve en busca de piedras, encontró algunas, y probó su puntería contra los árboles. Cuando tenía la edad de James era capaz de romper toda una hilera de ventanas en la escuela desde una distancia de treinta metros.

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