Martha Grimes - Las Posadas Malditas

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La novelista norteamericana Martha Grimes es una verdadera revelación. Ha sido aclamada por la crítica por su habilidad para recrear en sus novelas el clima inglés con que supieron deleitar a sus lectores Agatha Christie, Margery Allingham o Ngaio Marsh.
En las típicas posadas de un lejano pueblo ocurren dos crímenes difíciles de entender, con autor o autores más difíciles de descubrir. Los sospechosos abundan, sin embargo. El vicario, un conde y su ridícula tía americana, un funcionario retirado o su aburrida esposa, un escritor de misterio de dudosa reputación, y su sensual "secretaria", el pulcro propietario de una de las posadas, un anticuario, una encantadora poetisa… El inspector Richard Jury, afable y pragmático, logra develar el misterio de las dos muertes pero no puede evitar una tercera. Las posadas malditas es una verdadera obra maestra de ingenio y de suspenso.

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– Eso ya es algo – dijo Wiggins -. ¿Una pista falsa, le parece, señor?

A veces Wiggins maravillaba a Jury. Era capaz de hacer preguntas realmente estúpidas, como la de hacía unos segundos, y a veces se descolgaba con deducciones perfectas. Quizá tuviera que ver con el estado de su nariz.

– No me sorprendería, sargento. Ahora explíqueme un poco.

Wiggins sacó su caja de pastillas, y Jury esperó paciente a que la abriera y se pusiera una en la boca.

– Se llamaba Jubal Creed, señor. Según el registro de conducir vive en un pueblo en East Anglia llamado Wigglesworth. Eso queda en Cambridgeshire. Los hombres de Weatherington están tratando de ponerse en contacto con la familia. Encontramos el auto en el estacionamiento. También se lo llevaron a Weatherington. Paró aquí anoche, cenó y esta mañana desayunó La señora Willypoole dice que se ubicó aquí afuera a eso de la diez y media.

Jury asintió y apoyó una rodilla en el suelo para examinar mejor a Creed. Una marca roja en el cuello, la cara algo azulada y unos ojos que lo decían todo. Wiggins se los había cerrado, pero se notaban abultados bajo los párpados. La marca en el cuello habría sido producida por un alambre, como en el caso de Small. Había cortado la piel. No parecía haber habido mucha resistencia.

– Prolijo, limpio y silencioso. Uno se acerca a la víctima por atrás, unos segundos y… – Jury se levantó.

– Llamé al superintendente Racer, señor. Espero haber actuado bien.

– Gracias. Supongo que quedó encantado.

Wiggins se permitió sonreír.

– Me preguntó por qué no había llamado usted. Le dije que estaba ocupado.

– Si Lady Ardryría ubicado no hubiera estado tan ansiosa por contármelo ella misma, usted me habría ubicado mucho antes. Bien podríamos reinstituir la política de matar al mensajero que trae las malas noticias.

– Iba por la carretera en la bicicleta y un automovilista que pasaba le dio la noticia. Eso dice ella, al menos.

Jury bufó.

Wiggins rió, de modo que tuvo que sacar el inhalador. Era un mártir del asma.

– Averigüé cuándo y por qué salió Creed de Cambridgeshire.

Jury miró mejor a Creed, cuya cara emergí apenas desde debajo del brazo, donde estaba apoyada la cabeza.

– Wiggins, ¿qué diablos es esto? – Jury señaló lo que parecía ser un corte en la nariz. Había sangrado hacía poco. Jury le movió la cara. No era un corte; eran dos. Como si una mano con una hoja de afeitar hubiera pasado dos veces por el puente de la nariz. Casi toda la sangre se había deslizado por la otra mejilla. Los cortes no eran profundos, pero igual hicieron estremecer a Jury. ¿Otra vez el bromista? ¿Pero cuál era la broma?

Antes de que Wiggins pudiera hacer ningún comentario sobre los cortes se abrió la puerta del jardín y apareció un hombrecito enérgico que se presentó como el doctor Appleby, y se disculpó por no haber llegado antes. Dijo, de mal humor, que también tenía que ocuparse de los vivos. Después examinar a la víctima rápida y eficientemente, dijo:

– Bueno, lo mismo. Estrangulamiento por detrás. La laringe recibió casi toda la presión. La piel está levemente cortada. Probablemente un alambre, como en los otros casos. Rápido, limpio y, si se me permite, – Appleby observó a Jury por encima de los anteojos, con las cejas levantadas-, el tercero del mismo asesino.

– ¿Es un hecho, entonces? – dijo Jury -. ¿Por qué en Londres no me dijeron estas cosas?

Appleby refunfuñó.

– Después de la autopsia quizá pueda decirle algo más, pero no mucho, si es como los otros dos. La hora del deceso puedo estimarla ahora mismo Entre las nueve y el momento en que se halló el cuerpo, pasaron cerca de tres horas.

– Podemos reducir el margen aún más. A las 10:30 todavía estaba vivo. – Jury le ofreció un cigarrillo a Appleby, que éste aceptó. – Supongo que no hay razón para no creer que esto pudo haber sido obra de una mujer tanto como de un hombre.

– Ninguna. Todos eran hombres muy pequeños, pesos livianos. Además, y superamos la idea de que las mujeres son el sexo débil, ¿eh? Aunque no es un método femenino. Veneno, pistolas, ésa es la clase de instrumentos que las mujeres eligen.

– Qué machista, doctor Appleby – dijo Jury, con una sonrisa-. ¿Qué piensa de los cortes en el puente de la nariz?

– Eso es muy raro – Appleby levantó la cara del muerto para mirar otra vez y luego la dejó caer -. Honestamente, no lo sé. Es reciente. Quizá fue el asesino.

– No fue mientras se afeitaba, eso es seguro.

– Bueno, me voy. – Appleby miró el cadáver y dijo: – La sábana de goma y la camilla llegarán en seguida. Nos vemos, inspector.

Jury se levantó el cuello del sobretodo y metió las manos en los bolsillos. Miró la escena del crimen. Era un jardín cerrado, un patio de unos quince metros cuadrados, embaldosado en parte y el resto con césped. A la izquierda había un viejo establo, modernizado y convertido en los baños para damas. La pared de los otros tres lados era altísima.

– ¿Alguna salida por esa pared, Wiggins?

– No, señor.

Jury se volvió y miró la parte de atrás de la posada. Paralelas al muro había dos alas que encerraban la terraza embaldosada donde Creed había muerto. Había dos ventanas, una en cada extremo de estas alas, pero incluso si alguien hubiera querido mirar, no habría visto al hombre asesinado, pues la mesa estaba en la curva formada por las dos las. No había otras ventanas y la terraza estaba cubierta por uno de esos baratos techos de plexiglás para resguardar a los comensales de las inclemencias del tiempo. Práctico para el asesino, que así n dejaría huellas en la nieve. A pesar de ser un lugar tan público, allí tenían un rincón bastante escondido. La puerta de atrás era el único peligro.

– ¿El equipo ya recorrió la parte de afuera de ese muro, Wiggins?

– Sí, señor. Los hombres de Pratt revisaron todo. Pero no hay huellas. De todos modos, nadie podría haber trepado esa pared de prisa; es demasiado alta.

– Ajá – dijo Jury -. Muy bien, hablemos con la señora Willypoole. ¿Había otros huéspedes?

– No que se hospedaran durante la noche. Pero dos personas de Long Piddleton pasaron a eso de las once cuando abrió el bar. La señorita Rivington y el señor Matchett.

Jury levantó las cejas.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál de las Rivington?

– Vivian Rivington.

– ¿A qué?

– La señora dice que vinieron a almorzar.

– ¿Habló con ellos?

– No, señor. Se habían ido cuando llegamos.

– ¿Les avisó?

– Mandé a Pluck para que les dijera que queríamos interrogarlos. Están en Long Piddleton.

Jury quedó en silencio un momento, estudiando el jardín.

– ¿Está pensando lo mismo que yo, señor?

Jury se sorprendió al oír que Wiggins había pensado . Por lo general dejaba esta actividad en manos de Jury.

– ¿Qué cosa, sargento?

– Bueno, el que lo hizo tuvo que venir desde adentro de la posada. Pero la señora Willypoole dice que el señor Matchett y la señorita Rivington no se movieron de la mesa. Y está tan segura porque ella no se movió tampoco de allí. De modo que cada uno de los tres es la coartada del otro.

– Muy bien, Wiggins. Entonces, según usted, como nadie pudo haber trepado esa pared, nadie pudo cometer este asesinato.

Wiggins sonrió.

– Así es, señor.

– Pero alguien lo hizo, ¿no? Vaya a revisar el lado externo de ese muro.

– ¿Dice que lo encontró muerto cuando vino a ver por qué se demoraba tanto tiempo afuera?

– Así es – dijo la señora Willypoole -. No sé por qué quiso salir, para empezar. Y ahí estaba, desplomado encima de una mesa. Al principio pensé que se había descompuesto. Pero algo me dijo que no lo tocara. – Se estremeció y le pidió un cigarrillo al Jury.

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