Ellery Queen - El Cadáver Fugitivo
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Y las puertas de la ambulancia estaban abiertas. Con miedo, pero impelida por no sabía qué, se acercó a ellas y miró en el interior del coche.
Su garganta y su boca se secaron. No podía meter nada de aire en sus pulmones.
No podía desviar su vista de la blanca cara, el cuerpo deformado, los dedos curvados y petrificados de la mano.
¡La agonía de ver! Pero no podía dejar de mirar. El cuerpo la tenía clavada en el sitio. Sus ojos estaban helados en las cuencas, ardiendo, ardiendo como el hielo.
Tenía que chillar. Si tan sólo pudiera chillar. Entonces quizá no se volvería loca. Pero no podía mover un solo músculo. Su garganta estaba tan seca. Su garganta estaba paralizada. Tenía que chillar o volverse loca.
Alguien había chillado. ¿Quién había chillado? ¿Había sido ella? El eco. El chillido estaba resonando. Cientos de personas en el barranco estaban chillando en una agonía de terror; pero ¿por qué ella no podía?
Sabía que había ocurrido en un instante. Lo sabía. Pero duró tanto. Sabía que unos dedos duros y musculosos se habían cerrado alrededor de su garganta con la velocidad de una trampa de acero. Lentamente, lentamente, los dedos se habían deslizado alrededor de su garganta. Lentamente, lentamente, los pulgares presionaban la base de su cráneo. Lentamente, tan lentamente, la habían atenazado con la velocidad silenciosa de una trampa de acero.
El cuerpo había desaparecido ahora; la blanca cara había desaparecido. Las cosas daban vueltas. Todo daba vueltas.
Esto era la tierra. Estaban aplastando su cara contra la tierra. Una rodilla le estaba rompiendo el cuello. Le estaban retorciendo los brazos hacia atrás.
Todo daba vueltas más y más deprisa, más y más oscuro, girando, más y más tenue.
Tenía que escribirlo todo ahora mismo. Sí, habían dicho que tenía que escribirlo todo. Pero ¿dónde estaba el lápiz?, ¿el papel? Podía coger el lápiz de Ellery. Por supuesto que no; pero ella tenía que escribir; ella…
La persecución
Ellery Queen, que corría por el camino ondulante a través del bosque, escuchó el rugido de un motor que se ponía en marcha al acercarse a la carretera vieja. Llegó a ella treinta segundos más tarde; miró hacia el barranco de donde había venido el ruido. Vio las señales de los neumáticos, el montón de tierra Y allí, estrujado en medio de la carretera, estaba el sombrero de paja de Nikki. Se dio la vuelta y miró la carretera.
La camioneta del depósito, doscientas yardas más allá, subía hacia la avenida Gun Hill.
Corrió rápidamente tras ella, ganando un poco, mientras el coche saltaba sobre surcos y piedras. Pero pronto vio que la persecución a pie era inútil. Antes de que pudiese alcanzarla de forma alguna, la ambulancia llegaría a la carretera asfaltada.
Agradeciendo su suerte por haber dejado su coche en el bosque, por haberle dado la vuelta antes de dejarlo, saltó detrás del volante e introdujo la llave de contacto.
El coche saltó hacia delante. Brincó locamente sobre la áspera carretera. Dobló una curva justo a tiempo de ver al coche de delante torcer al norte en la avenida Gun Hill. Cuando, algunos segundos más tarde, salió disparado al asfalto, la ambulancia llevaba un cuarto de milla de ventaja. Detrás de él escuchó el lamento de una sirena. Por el espejo retrovisor vio la capota del coche del inspector. Había empezado la persecución. Pero ¿serían capaces de mantenerle siempre a la vista? Apretó el botón en el centro del volante. El chillido descarado de la bocina se mantuvo mientras aumentaba la velocidad.
Miró el velocímetro. Cincuenta y cinco, sesenta, sesenta y cinco, setenta y ocho. Estaba manteniendo exactamente la misma velocidad que el coche de delante. Si aumentaba su velocidad, no sería capaz de mantenerse en la carretera al coger las curvas.
Ahora, aquí había un tramo recto. Setenta y una, setenta y seis, setenta y ocho.
Una curva a la vista. Frenos. Frenos. Setenta y cinco, sesenta y tres.
Otra curva, no tan fuerte. La tomó a setenta.
A cien yardas, un caballo, enganchado a un carromato de leche, estaba, sobre sus patas traseras, golpeando el aire. Dio una sacudida, cayendo sobre la acera. Hubo ruido de cristales rotos, mientras pasaba como un relámpago por su lado.
Otra curva, otro tramo recto.
Setenta y nueve ahora, ochenta. Estaba ganando.
Un puente delante. La camioneta del depósito pasó como un proyectil por él. Segundos más tarde, el coche de Ellery tronaba sobre las planchas de madera. Otra curva, fuerte esta vez. Detrás de ella, la camioneta del depósito no estaba a la vista. De delante vino el ruido de llantas y frenos. Tomó la curva justo a tiempo de ver la parte de atrás de la ambulancia girar a la derecha por una carretera de tierra.
Ellery bajó el pedal del freno hasta el suelo. Patinó más allá de la carretera de tierra, dio marcha atrás, giró y echó a correr por ella. Mirando hacia atrás, tuvo una visión del coche del inspector tomando la curva. Velie conducía. Ellery escuchó la sirena de la policía y supo que le estaban siguiendo por la carretera de tierra.
Pero la camioneta del depósito había ganado tiempo gracias a la repentina maniobra. Tres minutos interminables pasaron antes de que la tuviese otra vez a la vista. La estrategia del conductor de delante era buena. Ellery se dio cuenta con mal humor. Sobre la carretera asfaltada la camioneta del depósito no era rival para el potente Cadillac de Ellery. Le había estado ganando terreno constantemente. Pero en la carretera de tierra, llena de curvas, una velocidad máxima era forzosa para ambos. Sobrepasar esa velocidad significaría un desastre instantáneo. La velocidad de sesenta y cinco millas que llevaban los dos coches era terriblemente imprudente. Ellery había visto demasiado bien el juego del conductor de delante. Llevaba una ventaja que le mantenía fuera de la vista excepto en algunos tramos rectos. Si torciese en un cruce, después de tomar una curva, mientras no se le veía, Ellery pasaría de largo.
Pero ahora había un trozo recto de carretera. Ellery presionó el acelerador tanto como pudo. El otro coche estaba al final del tramo recto de media milla de longitud cuando Ellery lo enfiló. Cuando había cubierto más de la mitad de la distancia, el velocímetro registraba ochenta y cinco.
Fue entonces cuando Ellery comenzó a reducir velocidad para la curva que venía. Pero la inercia (el impulso) del pesado coche era terrorífica. Apretando el freno de pie, tiró del de mano. Durante un momento se preguntó si perdería el control del coche. Necesitaba toda su fuerza para mantenerlo en la carretera. Las llantas gemían y la parte de atrás se balanceaba salvajemente cuando comenzó a tomar la curva muy pegado a la derecha. Luego, para su horror, vio que la carretera torcía inmediatamente a la izquierda, en una fuerte curva en forma de S. Las ruedas de atrás patinaron sobre el blando reborde, cerca del filo de la cuneta. El Cadillac patinó otra vez sobre la carretera, y tomó la segunda curva sobre las dos ruedas de la izquierda.
Entonces el shock de lo que Ellery vio ante sí penetró a través de su desesperada concentración y llevó el horror a su mente.
Suspendida en un ángulo fantástico, con el morro destrozado contra un poste telegráfico, la camioneta del depósito tenía la parte delantera en un surco.
Antes de que Ellery pudiese detener su Cadillac, éste había patinado unos cien pies más allá del desastre. Saltó fuera y corrió frenéticamente hacia la destrozada ambulancia. El asiento de delante estaba vacío. Miró alrededor del surco, esperando ver al conductor y a Nikki caídos allí. Se quedó un momento desconcertado.
El conductor debía haber escapado por el bosque, a la derecha. Pero Nikki. No podía haberse llevado a Nikki. No habría cargado con ella; cómo demonios se había escapado, no tenía importancia.
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