Joseph Teller - El Décimo Caso

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Siempre ha confiado en sus clientes… hasta su última defendida. El abogado defensor Harrison J. Walker, más conocido como Jaywalker, acaba de ser suspendido por usar tácticas “creativas” y por recibir en las escaleras del juzgado “un acto de gratitud” de una clienta acusada de ejercer la prostitución. Jaywalker consigue convencer al juez de que sus clientes lo necesitan y recibe autorización del tribunal para terminar diez casos.
Sin embargo, es el último el que realmente pone a prueba su capacidad y su excelente registro de absoluciones. Samara Moss ha apuñalado a su marido en el corazón. Al menos, eso es lo que cree todo el mundo. Samara, una ex prostituta que se casó con el anciano multimillonario cuando tenía dieciocho años, es el arquetipo de la cazadora de fortunas. Sin embargo, Jaywalker sabe que las apariencias engañan. ¿Qué otra persona podría haber matado al multimillonario? ¿Le han tendido una trampa a Samara para incriminarla? ¿O acaso Jaywalker se está dejando influir por su necesidad de ganar los casos de sus clientes y de conseguir la gratitud eterna de esta clienta en particular?

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– ¿Está bien su clienta?

Aquéllas fueron, literalmente, las primeras palabras que salieron de la boca del juez cuando vio aparecer a Samara en la sala, custodiada por dos guardias.

– No -respondió Jaywalker-. En realidad, no está bien.

Samara obtuvo permiso para sentarse en la mesa de la defensa, frente al juez. Sobel, sin duda, había visto fotografías suyas. Todo el mundo las había visto. Sin embargo, en aquellas fotografías aparecía una mujer asombrosamente bella, y la mujer que el juez tenía ante sí parecía una enferma terminal que acababa de sufrir el atropello de un tren. Además del aspecto consumido que había adquirido durante su mes de encarcelamiento, tenía un corte en la frente y un ojo amoratado e hinchado. Parecía que le habían arrancado algunos mechones de pelo, y se llevaba repetidamente la mano a un lado de la cabeza, gesto que dejaba ver el vendaje que le cubría la muñeca.

– ¿Esto es en honor a Halloween? -preguntó Tom Burke, quizá con la esperanza de que un poco de ligereza pudiera romper el silencio que se había hecho en la sala.

Jaywalker lo miró fijamente, con dureza, pero no dijo nada; prefirió dejar que el comentario quedara en el aire.

Finalmente, el juez Sobel recuperó la voz.

– Acérquense -les ordenó a los abogados-, y díganme qué es lo que pasa.

Junto al estrado, con el relator cerca anotando todas y cada una de las palabras, pero sin que el público pudiera oírlo, Jaywalker habló en voz baja.

– Lógicamente -explicó-, mi clienta se convirtió inmediatamente en un blanco en Rikers Island. Es blanca, es rica y es guapa. Era guapa, al menos. De todos modos, ella intentó integrarse y soportó el acoso tanto como pudo. El límite llegó cuando sufrió un abuso sexual. Entonces pidió ayuda. El problema fue que no sabía a quién dirigirse. En vez de llamarme a mí o incluso hablar con un capitán, telefoneó a la comisión penitenciaria.

– ¿A esos payasos? -preguntó Burke.

Era cierto. Los miembros de la comisión pertenecían a un grupo de supervisión aparte del departamento penitenciario, y eran considerados como entrometidos por todo el mundo que formaba parte de la jerarquía de la cárcel.

– ¿Cómo iba a saberlo ella? -respondió Jaywalker-. De todos modos, ellos comenzaron una investigación. Tengo a uno de los miembros de la comisión aquí en el juzgado, por si quieren verificarlo. Entrevistaron a oficiales, a lugartenientes y a un par de capitanes. O al menos, lo intentaron. Ni que decir tiene que eso sólo sirvió para empeorar las cosas. Ahora, mi clienta sufre ataques constantes de las otras internas, y los funcionarios no sólo miran hacia otro lado, sino que intentan culparla de instigar a las demás. Está en una situación imposible.

– Ella misma se ha puesto ahí -dijo Burke.

Sobel hizo caso omiso del comentario.

– Bien -dijo-. Lo primero que necesita es atención médica.

– Con todo respeto -intervino Jaywalker, que notó cierta apertura-, lo primero que necesita es salir de allí.

– Quizá mi oficina pueda trasladarla a Bedford Hills -dijo Burke-, o a una prisión federal.

– Con eso hay un problema -dijo Sobel-. En cuanto lo haga con un acusado, sentaré un precedente. Después tendré autobuses llenos de internos con heridas que se han infligido ellos mismos para que los transfieran.

Jaywalker se mordió la mejilla por dentro, deseando que el juez olvidara todo pensamiento sobre heridas producidas sobre uno mismo.

– ¿Hay alguna probabilidad de que sopese la libertad bajo fianza? -preguntó-. Me temo que, si no sale, vamos a tener otra muerte.

– ¿Has dicho fianza? -exclamó Burke. Para alguien que debía haber visto que aquello se acercaba, parecía muy incrédulo-. Es un caso de asesinato.

Sobel alzó la mano, pero Jaywalker decidió que aquel gesto no era para él.

– Mire -dijo-, ella no va a ir a ninguna parte. Retírele el pasaporte, póngale un brazalete en el tobillo y enciérrela en su casa.

– Éste es un caso de asesinato -insistió Burke-. Tengo los resultados concordantes de las pruebas de ADN. No puede fijar una fianza.

Decir aquello era una equivocación.

El juez Sobel se volvió hacia Burke y habló con tanta calma como siempre.

Sin embargo, por sus palabras quedó claro que no le gustaba que le dijeran lo que podía hacer y lo que no.

– Dígame -le indicó a Burke-, si éste fuera otro tipo de caso, ¿estaríamos hablando sobre si esta acusada presenta un gran riesgo de fuga?

Burke titubeó durante un instante. Jaywalker se imaginaba la lucha que tenía lugar dentro de él. Un fiscal menos honesto habría respondido rápidamente que sí, pero Burke estaba atrapado en su propia decencia.

– Lo cierto es -dijo, intentando responder la pregunta sin responderla-, que es la acusación de asesinato lo que le da el incentivo para fugarse.

– Esto es un poco circular -comentó Sobel-, ¿no le parece? Quiero decir que, si la gravedad de la imputación fuera la única consideración, los jueces denegarían la fianza en todos los casos graves. Pero no lo hacemos. De hecho, ocasionalmente se concede la libertad bajo fianza en caso de asesinato, si las circunstancias son poco usuales. Yo recuerdo haberla concedido en un caso de asesinato suyo, señor Burke, y en otro del señor Jaywalker. Y ninguno de esos acusados huyó, que yo recuerde.

– Pero, ¿cuáles son las circunstancias poco usuales aquí, señor juez?

– Mire a la acusada durante un momento, ¿quiere? Dígame qué no es inusual.

Burke miró. No dijo nada.

Jaywalker tampoco dijo nada. Había aprendido mucho tiempo atrás que había que abandonar cuando se iba en cabeza.

Pasó casi toda la semana hasta que la juez Berman modificó la orden otra vez, se encontró la escritura de la casa a nombre de Samara y se negoció con el banco en el que estaba su cuenta. Parecía que a los bancos les gustaba poner todos los puntos sobre las íes a la hora de soltar cien mil dólares. Además, estaba el asunto del pasaporte de Samara, y la necesidad de ajustarle el brazalete de control.

Sin embargo, aquel viernes por la tarde, cuando Jaywalker salió de los juzgados y notó el frío de principios de noviembre, Samara Tannenbaum estaba a su lado. En aquella ocasión, los medios de comunicación estaban presentes en toda su gloria, con cámaras de vídeo y de fotos, y con los micrófonos preparados. Samara, que tenía un aspecto un poco mejor que tres días antes, esbozó una sonrisa, pero no habló. Jaywalker, por el contrario, renunció a su tratamiento silencioso para con los periodistas y se mostró muy expansivo.

– Samara va a casa a descansar y a recuperarse -les dijo-. Les deseamos a todos un buen fin de semana.

12.

Veinticinco millones

En cuanto a la preparación de un juicio, la diferencia entre tener a un cliente en la cárcel y tenerlo en libertad bajo fianza es una enorme diferencia. De repente, las conversaciones que se mantendrían en susurros a través de barrotes o de una rejilla, o por un teléfono muy antiguo, se pueden mantener cara a cara y en un tono normal; los documentos que habrían sido fotocopiados y enviados por correo electrónico, o pasados a través de una rendija de seguridad, se pueden estudiar codo con codo. Y se puede establecer contacto con los testigos amistosos como un equipo, en vez de ser un extraño el que les lleve una carta de presentación dudosa escrita en un pedazo de papel higiénico de la prisión.

Por el mero hecho de sacar a un cliente de la cárcel, el abogado también suele ganarse la confianza del cliente. Sobre todo cuando la acusación es de asesinato y las posibilidades de obtener la libertad bajo fianza parecían tan remotas como las posibilidades de que no fuera la sangre de Barry la que estaba en el cuchillo, en la blusa y en la toalla encontrados en casa de Samara.

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