Toni Hill - Los Buenos Suicidas

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Hace poco terminó Navidad. Sumida en plena crisis económica, Barcelona es ahora una ciudad más fría y lluviosa. La desaparición de Ruth, su ex mujer, obsesiona a Héctor Salgado y quizá el caso que le acaban de asignar puede hacerle olvidar por momentos su caída en desgracia.
El director financiero de una compañía de cosméticos mata a su esposa y luego se suicida. Lo que paree un caso de violencia doméstica llevado al extremo se revela como algo mucho más complejo al hallarse indicios que lo relacionan con otra muerte. En el mundo de la empresa, las mentiras son sólo la fachada de un mal mayor.
Mientras, encerrada en casa por una prematura baja médica, Leire Castro, la pareja de investigación de Héctor, sigue la pista perdida de Ruth y no sospecha que puede destapar peligros que nadie había imaginado.

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Héctor asintió.

– ¿Y dónde los enterraron?

Dolors volvió a acercarse a la ventana.

– Miren, el camino por el que han venido continúa hasta enlazar con la carretera. La alzina surera … ¿Cómo se dice en castellano?

– Alcornoque -dijo Héctor.

– Pues eso, el alcornoque donde estaban colgadas esas pobres bestias está a unos dos kilómetros, al lado de un cobertizo viejo. Claro que por la mañana habían ido allí a pie; formaba parte de esos juegos que hacen. -La mujer lo dijo en el mismo tono en que habría hablado de un castillo de arena en la playa-. Por la tarde fueron en la furgoneta. La que se ve en la foto.

Era una furgoneta grande, casi un minibús, con capacidad para ocho personas. Si habían decidido que enterrar a los perros era responsabilidad de todo el grupo, lo más lógico era que hubieran ido todos juntos, a pesar de que no veía a Amanda Bonet, ni a Sílvia, ni a Manel, con una herramienta en la mano. Dolors Vinyals pareció leerle el pensamiento porque añadió:

– Todos colaboraron. Ellas también. Aunque los más cansados eran ellos: al día siguiente aún se quejaban. Tenían mala cara.

Debía de sentirse orgullosos, pensó Héctor: al fin y al cabo habían dedicado su tarde libre a hacer algo no muy agradable sólo porque creyeron que era lo correcto. Seguramente habían vuelto fatigados, pero contentos.

Lola había hablado poco, sin embargo, de repente se dirigió a la señora Vinyals.

– Dolors, ¿me deja que la tutee? En realidad, ahora caigo en que nos llamamos igual.

– Sí, nena. Lola, Dolors, Lolita… Es un nombre que ya no se lleva. No hay ninguna cría de veinte años que se llame así, al menos por aquí.

– Es verdad -convino Lola, sonriendo-. Cada vez hay menos. Antes, cuando dijiste que eran raritos, ¿te referías sólo a que se quejaban más que otros?

– Ah, no. No sólo por eso. Se me ha ido la cabeza. Fue por lo de las bicicletas.

– ¿Bicicletas? -preguntó Lola.

Héctor las dejaba hablar sin intervenir.

– Los chicos, nuestros hijos, nos despertaron el domingo por la mañana diciendo que les habían robado las bicis. No veas qué disgusto… Son bicicletas buenas, y caras. Nos costaron un dineral y estaban nuevas. Joan y yo ya pensábamos que les tendríamos que comprar otras, pero cuando vine a media mañana a despedirme del grupo, las bicicletas estaban aquí.

– ¿Las habían cogido ellos? ¿Sin permiso? -La voz de Lola denotaba extrañeza.

– Exactamente sin permiso, no. A su llegada les enseñamos donde vivimos, por si les hacía falta algo, y les dijimos que si querían usarlas para dar un paseo estaban a su disposición. Algunos lo hacen, pero nos avisan de que se las llevan, claro.

– ¿Le dieron alguna explicación?

– Un joven moreno, muy guapo, me dijo que a él y a otro se les había ocurrido dar una vuelta por la montaña el domingo a primera hora y que no habían querido despertarnos. Se disculpó, el pobre chico, y la verdad es que no tenía tanta importancia al fin y al cabo, aunque no pude menos que decirle que les había dado un buen susto a los chicos. Como mínimo podía haber dejado una nota. Pero ya le digo: les das la mano y te cogen la manga. Es algo así, ¿no?

– ¿Las bicicletas estaban en buen estado? -inquirió Héctor, que no quería que la conversación se perdiera en frases hechas y refranes.

– Como siempre. Tampoco es que mis chicos les saquen brillo después de usarlas, créame.

Poco más había que añadir. Héctor y Lola visitaron la casa en cinco minutos y, después de dar las gracias a la señora Vinyals, cogieron de nuevo el coche. Antes de marcharse, Héctor quería ver el alcornoque. Aunque fuera sin perros. Y, más que nada deseaba ordenar las ideas y encontrar una solución lógica a todo ese asunto.

Capítulo 34

Por primera vez en su vida, César se alegró de irrumpir en el piso de Sílvia en ausencia de ella. No era el día que solía ir, pero la noche anterior había llegado muy cansado de ver a Octavi y se fue directamente a su casa. Necesitaba pensar, analizar todo.

César entró y cerró la puerta con firmeza. Intuía, sin saberlo, que Emma sí estaba allí, así que se encaminó a su habitación con un objetivo concreto. No la había visto desde el domingo anterior, aquel día incómodo, plagado de silencios y del recuerdo de lo que sucedió de madrugada. César no mentía del todo cuando le dijo a Brais que prefería escupir los remordimientos antes de dejarlos anidar en él, como malas hierbas; sin embargo, era consciente de que la situación se había vuelto muy delicada. No era un hombre especialmente diestro a la hora de tratar a la gente, pero tenía que hallar el modo de asegurarse el silencio de Emma. Su complicidad.

La puerta del cuarto de la chica estaba abierta. Sentada ante el ordenador, Emma parecía enfrascada en lo que tenía en la pantalla, tal vez un chat con alguna amiga. Él llamó a la puerta, súbitamente nervioso. Ella le vio reflejado en la pantalla y se volvió, despacio, con una expresión de leve fastidio dibujada en la cara.

– ¿Ya estás aquí? Hoy no es martes…

César no tenía muy claro qué significaba eso; el tono de la adolescente lo desconcertó. Era como si no hubiera pasado nada.

– Emma, ¿podemos hablar?

Ella sonrió para sus adentros, decidida a seguir demostrando una indiferencia que en ese momento la divirtió. Dispuesta a ser la adulta en un mundo de niños grandes. Cerró la ventana del chat e hizo girar la silla, con las piernas ligeramente entreabiertas.

– Por supuesto. Lo que tú digas. -Sonrió-. Al fin y al cabo, dentro de pocos meses serás como mi padre.

César detestaba esa pose de niña perversa. Había llegado con la idea de tratarla como a una mujer y se encontraba con esa versión descarada de una lolita moderna.

– Emma, déjate de tonterías. Esto va en serio.

– Vaya, ¿qué he hecho ahora?

Emma juntó las piernas y se cruzó de brazos. Sabía que, en ese instante, él la zarandearía hasta borrarle la sonrisa de la cara y la idea la excitaba un poco.

– Bueno, dime… Estoy ocupada, ¿sabes? Y tú deberías estar trabajando a esta hora. Mamá te va a poner un negativo si sigues saliendo del almacén tan temprano.

César era incapaz de discernir si ella escogía las palabras con deliberación, para humillarlo, o si simplemente se le ocurrían de manera espontánea. En cualquier caso, conseguía ofenderlo, sobre todo el énfasis que había puesto en palabras como «negativo» o «almacén». Al mismo tiempo notaba que le estaba provocando, retándolo a un juego en el que no quería entrar. Ya no. Ni hoy ni nunca.

– No te voy a molestar mucho rato. No quiero que digas que no has acabado los deberes por mi culpa.

Su intento de resultar irónico chocó con la evidente realidad de que ella, con dieciséis años, aún estaba en edad de tener deberes. Emma fue, sin embargo, lo bastante benévola para no hacer ningún comentario, aunque la expresión de su cara superaba cualquier réplica despectiva que pudiera darle.

– Quiero que hablemos de lo que me dijiste el otro día. Sobre Sara Mahler.

César tuvo la satisfacción, entonces sí, de verla perpleja, sorprendida. Él no quería hablar sólo de eso, por supuesto, aunque desde el día anterior, desde la conversación con Brais en el coche, le había estado dando vueltas a algo que él le dijo: «Al menos tú puedes hablarlo con Sílvia».

Emma se levantó de la silla, como si el tema la aburriera, y se dirigió a la puerta.

– ¿De verdad quieres hablar de esa Sara? -preguntó, sonriente, mientras hacía ademán de acariciarle la mejilla.

– Sí. -Y en un arrebato del que se arrepintió enseguida, la agarró por la muñeca. Sin hacerle daño, sólo para que la caricia quedara en el aire-. Emma, tienes que decirme qué diablos oíste. No me mientas. Es muy importante.

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