Lars Kepler - El Hipnotista

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Estocolmo. Una familia es asesinada. El único superviviente de la masacre es Josef, el hijo de la familia que tiene sólo 15 años. También sobrevive Evelyn, su hermana mayor, que se ha salvado porque vive en una casa en el campo. Erik Maria Bark es médico e hipnotizador. La noche del asesinato el comisario Joona Linna, encargado de la investigación, le llama para que someta a Josef a una sesión de hipnotismo en el hospital de Estocolmo, donde está ingresado. Unos días más tarde el hijo de Erik Maria Bark, Benjamin, es secuestrado de su propia cama. Erik emprenderá la búsqueda de su hijo junto a Linna, Simone, su mujer y su suegro Kennet Sträng… Juntos intentarán resolver estos dos misterios…

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– ¿Qué dijo Benjamin? -pregunta Simone.

Shulman traga, mastica lentamente y sus párpados se cierran.

– Sim, ¿qué dijo?

Él niega con la cabeza.

– ¿No dijo nada?

– No… -dice Shulman con un silbido.

– ¿Qué has dicho?

– No Benja… -dice él casi sin voz.

– ¿No dijo nada? -pregunta Simone.

– No él -responde Shulman con una voz débil y asustada.

– ¿Qué?

– Ussi…

– ¿Qué estás diciendo? -insiste ella.

– Jussi llamó…

La boca de Shulman tiembla.

– ¿Dónde estaba? -pregunta Erik-. Pregúntale dónde estaba Jussi.

– ¿Dónde estaba? -pregunta Simone-. ¿Lo sabes?

– En su casa -contesta Shulman con voz clara.

– ¿Benjamin estaba también allí?

La cabeza de Shulman cae hacia un costado. La boca queda laxa y se dibuja un pliegue en el mentón. Simone mira tensa a Erik, no sabe lo que debe hacer.

– ¿Lydia estaba allí? -pregunta Erik.

Shulman mira hacia arriba y los ojos se deslizan hacia un lado.

– ¿Lydia estaba allí? -repite Simone.

Shulman asiente.

– ¿Jussi dijo algo sobre…?

Simone guarda silencio cuando Shulman comienza a quejarse, le da unas suaves palmadas en la mejilla y de repente él la mira a los ojos.

– ¿Qué ha ocurrido? -pregunta con voz clara, y luego vuelve a sumirse en el coma.

Capítulo 48

Sábado 19 de diciembre, por la tarde

Anja entra en el despacho de Joona Linna y le tiende en silencio una carpeta y una copa de ponche navideño. Él mira su rostro redondo y rosado. Por una vez, no le sonríe.

– Ya han identificado al niño -explica en pocas palabras señalando la carpeta.

– Gracias -dice Joona.

Hay dos cosas que detesta, piensa Joona mientras contempla la carpeta de color marrón. Una es verse obligado a abandonar un caso, a retroceder ante cuerpos no identificados, violaciones no resueltas, robos, situaciones de maltrato y asesinatos. Y la otra cosa que detesta, aunque de un modo muy distinto, es que se solucionen los casos no resueltos, ya que cuando se halla la respuesta a los viejos misterios, rara vez es la que uno desea.

Joona Linna abre la carpeta y lee. El informe dice que el cuerpo encontrado en el jardín de Lydia Evers es el de un niño. Tenía cinco años cuando lo asesinaron. Se cree que la causa de la muerte es una fractura craneal causada por un objeto romo. Además, se han hallado heridas cicatrizadas en el esqueleto que indican repetidos maltratos. El forense ha escrito la palabra «paliza» con un signo de interrogación al lado. Los maltratos fueron tan crueles que supusieron la rotura de huesos y diversas fisuras en el esqueleto. Son principalmente los brazos y la espalda los que parecen haber sido golpeados con un objeto pesado. Varias deficiencias en el esqueleto indican, además, que el niño sufría de malnutrición.

Joona mira por la ventana un breve instante. Jamás se acostumbrará a eso. Se ha prometido a sí mismo que, el día que lo haga, dejará la policía. Se pasa la mano por el pelo espeso, traga pesadamente y sigue leyendo.

Han identificado al pequeño. Se llamaba Johan Samuelsson y su desaparición se había denunciado trece años antes. La madre, Isabella Samuelsson, según su propia declaración, se encontraba en el jardín junto a su hijo cuando sonó el teléfono en el interior de la casa. No se llevó al niño consigo para contestar y en algún momento entre los veinte o treinta segundos que tardó en coger el auricular, comprobar que no respondía nadie y volver a colgar, el niño desapareció.

Johan tenía dos años entonces.

Y cinco años cuando fue asesinado.

Luego sus restos yacieron en el jardín de Lydia Evers durante diez.

De repente, a Joona el aroma del ponche navideño en la copa le resulta nauseabundo. Se pone en pie y entreabre la ventana. Mira hacia abajo, al patio interior de la comisaría de policía. Las desordenadas ramas de los árboles próximos a la prisión, el asfalto húmedo y brillante.

Piensa que Lydia tuvo al niño consigo durante tres años. Tres años de silencio. Tres años de maltratos, hambre y miedo.

– ¿Estás bien, Joona? -pregunta Anja asomando la cabeza por la puerta.

– Iré a hablar con los padres -dice él.

– Puede hacerlo Niklasson -sugiere Anja.

– No.

– ¿De Geer?

– Éste es mi caso -declara Joona-. Iré…

– Entiendo.

– ¿Podrías comprobar algunas dilecciones para mí?

– Amigo mío -responde ella con una sonrisa-, por supuesto que puedo.

– Se trata de Lydia Evers. Quisiera saber dónde ha estado los últimos trece años.

– ¿Lydia Evers? -repite ella.

Joona nota una gran pesadez de espíritu mientras se pone el gorro de piel y el abrigo y parte para comunicar a Isabella y a Joakim Samuelsson que lamentablemente han hallado el cuerpo de su hijo Johan.

Anja lo llama por teléfono cuando está cruzando el peaje.

– Qué rápida -dice él intentando parecer alegre, aunque sin éxito.

– Cariño, me aplico en mi trabajo -canta Anja.

Él la oye respirar con fuerza. Una bandada de pájaros negros levanta vuelo desde un campo cubierto de nieve. Por el rabillo del ojo los ve como gotas pesadas. Tiene ganas de maldecir en voz alta al pensar en las dos fotografías de Johan que se encontraban en la carpeta. En una de ellas se ve a un niño que ríe a carcajadas; tiene el pelo de punta y va vestido con un disfraz de policía. En la otra están los restos de sus huesos acomodados sobre una mesa de metal, prolijamente identificados con etiquetas numeradas.

– Maldita sea -murmura para sí.

– ¡Eh!

– Lo siento, Anja. Ha sido sólo un coche…

– Sí, vale, pero ya sabes que no me gustan los exabruptos.

– Lo sé -dice él cansado y sin fuerzas para participar en la discusión.

Anja parece entender por fin que Joona no está de humor para bromas, así que dice en tono neutro:

– La casa donde se hallaron los restos de Johan Samuelsson es la casa de los padres de Lydia Evers. La mujer creció allí, y ésa fue siempre su única dirección.

– ¿No tiene familia? ¿Padres? ¿Hermanos?

– Espera, te lo leeré. Parece que no… Nunca se supo quién era el padre, y la madre murió. Al parecer ni siquiera tuvo la custodia de Lydia durante mucho tiempo.

– ¿Ningún hermano? -insiste Joona.

– No -dice Anja, y entonces la oye hojear los papeles-. ¡Ah, sí! -exclama-. Tenía un hermano menor, pero parece ser que murió cuando era muy pequeño.

– Entonces Lydia era… ¿Cuántos años tenía ella?

– Diez.

– ¿Y siempre vivió en esa casa?

– No, yo no he dicho eso -interviene Anja-. También ha vivido en otro sitio. Varias veces, en realidad…

– ¿Dónde? -pregunta Joona con paciencia.

– Ulleräker, Ulleräker, Ulleräker.

– ¿El hospital mental?

– Se llama clínica psiquiátrica, pero sí.

En ese mismo momento, Joona toma el camino de Saltsjobaden, donde aún viven los padres de Johan Samuelsson. De inmediato ve la casa, una construcción con tejado a dos aguas del siglo XVIII pintada de rojo. En el jardín hay una vieja cabaña de juguete y, detrás de la colina que ocupa el terreno, se adivina el agua negra y pesada.

Joona se pasa las manos por el rostro antes de bajar del coche. Odia tener que hacer eso. El sendero de gravilla rastrillada está prolijamente demarcado por guijarros. Camina hasta la casa, llama a la puerta y espera. Levanta la mano y vuelve a llamar. Finalmente oye que alguien grita desde dentro.

– Yo abriré.

La cerradura chirría y una adolescente abre la puerta de un tirón. Lleva maquillaje negro alrededor de los ojos y el pelo teñido de lila.

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