Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– ¿Quieres beber algo? -dijo Burden al tiempo que dejaba su revista-. Hay cerveza. Hay cerveza, ¿no es así, Jenny?

– No lo sé. Yo no toco la cerveza.

Burden no dijo nada. Salió de la habitación, fue a la cocina y volvió con dos latas en una bandeja. Normalmente Jenny habría hecho el mismo comentario que la primera esposa de Burden: que sería mejor que cogieran unos vasos para beberías. Sin embargo se sentó lánguidamente, cogió el libro y la labor pero sin mirar ni una cosa ni otra, y dijo:

– Puedes bebería de la lata, ¿verdad?

Wexford empezaba a sentirse incómodo. Entre Jenny y Burden había una especie de tensión, un profundo malhumor que parecía flotar en el ambiente como si fuera humo. Abrió su lata de cerveza. Jenny sostenía sus agujas de hacer punto con una mano crispada y tenía la mirada fija en la pared. Wexford no tenía intención de hablar sobre Francis Wingrave Adams en su presencia. En ocasiones como ésa, él y Burden iban a otra habitación. Burden estaba sentado en el sofá, con el entrecejo levemente fruncido como ya era habitual en él. Abrió su lata con un movimiento brusco y un chorro de espuma cayó sobre la alfombra.

Tres meses antes Wexford había visto a Jenny reaccionar de una manera conciliadora y práctica cuando a su marido se le había caído no un poco de cerveza, sino un tazón entero de mousse de fresa en la alfombra nueva del comedor, que era de color claro. Se había reído y le había dicho que le dejara limpiarlo a ella. Ahora, en cambio, dio un grito de exasperación y brincó de la silla.

– Vale, vale -dijo Burden-. Ya me ocupo yo. No ha sido nada. Voy por un trapo.

Jenny rompió a llorar. Se llevó una mano a la cara y salió presurosa de la habitación. Burden la siguió. Mejor dicho, Wexford pensó que la seguía, ya que casi de inmediato el policía regresó con un trapo en la mano.

– Siento que haya ocurrido esto -dijo cuando se hubo agachado-. No ha sido por la cerveza, por supuesto. Cualquier nimiedad le saca de quicio. No le hagas caso. -Alzó la vista y le miró con expresión de enfado-. He decidido no seguir haciéndole caso.

– Pero si no se encuentra bien, Mike…

– Está perfectamente. -Burden se levantó y dejó caer el trapo sobre el bordillo de baldosas de la chimenea-. Está teniendo un embarazo ideal, sin ningún problema. Ni siquiera sufre vómitos. Cuando me acuerdo de cómo lo pasó Jean… -Wexford no daba crédito a sus oídos. Que un marido, y especialmente un marido como Burden, hiciera semejante comparación. Burden pareció darse cuenta de lo que había dicho, ya que se sonrojó levemente-. No, de veras, se encuentra perfectamente. Lo dice ella misma. No es más que un comportamiento neurótico.

Wexford había pensado en alguna ocasión que si cada caso de neurosis que Burden diagnosticaba fuera acertado, casi toda la población habría de ser encerrada en un hospital o, en el mejor de los casos, tomar tranquilizantes.

– La amniocentesis ha ido bien, ¿no? ¿No estará preocupada por algo que le han dicho?

Burden titubeó.

– Pues, a decir verdad, sí. -Soltó una risa seca y desagradable-. Eso es precisamente lo que ha ocurrido. Está preocupada por algo que le dijeron. Has dado en el clavo. A mí no me preocupa y soy el padre de la criatura. Ella en cambio está loca de preocupación y soy yo quien ha de apechugar con ello. -Se sentó y dijo en voz alta, casi a gritos-: De todos modos no quiero hablar de ello. Ya he dicho demasiadas cosas y no tengo intención de decir más. Tal vez prepare una explicación sobre la conducta de mi esposa y se la repita a todas las personas que vengan antes de que entren en casa.

– Puedes improvisarla, porque no haces más que gritar. -Aquel comentario le valió una mirada de cólera-. He venido a hablar sobre Adams. Pero tal vez estés demasiado ocupado con tus riñas domésticas para prestar atención.

– Ya te he dicho que no pienso hacerle caso -dijo Burden.

Durante la siguiente media hora hablaron sobre Adams, aunque no les sirvió de mucho.

Dora estaba en la cama leyendo cuando Wexford llegó a casa. Mientras se desnudaba le contó lo de los Burden.

– Son demasiado mayores para tener niños -fue todo lo que ella dijo.

– ¿Cómo llamarías entonces a lo que están haciendo?

– Te llevarías una sorpresa si te lo dijera, muchacho… A todo esto, Rod Williams no ha regresado a casa. He visto a Joy y no ha tenido ninguna noticia de él.

– Pues habría asegurado que había llamado a Sevensmith Harding.

– Le dijiste que lo hiciera, querrás decir. Le sugeriste que les llamara para averiguar si le podían decir algo, y eso es lo que va a hacer.

No era eso lo que había querido decir. Se acostó, seguro de que aún volvería a oír hablar del asunto de los Williams.

3

Llevaba más de dos semanas fijándose en el Ford Granada azul oscuro que había estacionado delante de su casa, en Arnold Road, Myringham. La primera vez que había aparecido allí fue poco después de Semana Santa. Graham Gee no podía verlo desde las ventanas que daban a la calle, ni tampoco desde el jardín a causa del alto seto de madreselva. Lo veía cada mañana cuando salía en coche por la entrada de su garaje y cuando llegaba cada tarde a las cinco y media.

Al principio, le había dicho a la policía, pensó que podría tratarse de algo relacionado con el muchacho de enfrente, el hijo adolescente del matrimonio que vivía en el chalet. Pero era un coche demasiado respetable para que fuera así. Bueno, lo era en aquel entonces. Tras descartar aquella hipótesis, se preguntó si pertenecería a alguien que viajara de las afueras al centro para ir a trabajar y aparcara el coche en Arnold Road para luego coger el tren. Arnold Road estaba a casi medio kilómetro de la estación regional de Myringham, así que quedaba relativamente lejos; sin embargo, era la calle más cercana a la estación cuyos aparcamientos no estaban llenos de coches de gente que tenía que viajar para ir al trabajo.

Graham Gee empezó a tomarse la presencia del Ford Granada delante de su casa como el anuncio de algo desagradable. En Arnold Road no tardarían en aparcar sus coches cientos de usuarios de tren. Él no tenía que coger el tren para ir al trabajo, ya que era socio de una firma de asesores fiscales de Pomfret.

Arnold Road tenía fama de «buen barrio». Las casas eran independientes y estaban rodeadas por un gran jardín. No había personas peligrosas, ni se había producido ningún problema, excepto el robo de unas dalias el pasado otoño en un jardín que daba a la calle. De ahí que Graham Gee se sorprendiera una mañana al observar que los tapacubos del Granada habían desaparecido. Eso sí, cabía la posibilidad de que nunca hubieran estado allí. No se acordaba bien. Lo que sí sabía con certeza era que las ruedas siempre habían estado allí. El coche no había estado apoyado sobre ladrillos hasta aquella mañana. Sucio como estaba, con aquellos rastros de lluvia que tenía y aquellos ladrillos sobre los que descansaba, cualquiera diría que era propiedad del joven que vivía en la casa de enfrente.

Graham Gee no hizo nada al respecto, pese a que para entonces ya sabía que el vehículo estaba estacionado en aquel lugar de forma permanente. No lo aparcaban por la mañana y se lo llevaban por la tarde. Fue necesario que rompieran la ventanilla de atrás para que hiciera algo.

Habían roto la ventanilla de atrás, abierto las puertas delanteras y desvalijado el interior. Se habían llevado la radio, los reposacabezas de los asientos delanteros y algo encajado en el tablero de mandos, un reloj quizá. Aunque el maletero estaba abierto, los ladrones habían pensado que no les merecía la pena coger la pala para nieve que había dentro. Gee llamó a la policía.

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