Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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Era Rodney Williams, sin duda, con su frente, grande y abombada, y esbozando una sonrisa de oreja a oreja. Era una foto más reciente que la que Joy tenía; Williams aparecía en bañador (con el pecho fofo y lampiño, las piernas largas y delgadas y un tanto patizambo) en compañía de una joven con un biquini negro y otra también en biquini que no tendría más de doce años. Wexford volvió a posar la mirada en la inconfundible cara de Williams, en aquella cabeza en la que, por alguna razón, uno deseaba pegar una peluca con flequillo para transformarla.

Ella aguardaba, observándole. Wexford hizo un gesto de asentimiento. Ella se llevó una temblorosa mano al pecho, al corazón tal vez, y se quedó inmóvil. Luego cerró los ojos y se derrumbó sobre la silla.

Más tarde Wexford pensaría que lo había hecho maravillosamente, pero en aquel momento lo interpretó como un auténtico desmayo. Burden la cogió por los hombros, de manera que la cabeza se apoyó sobre las rodillas. Wexford cogió el teléfono y pidió que acudiese una agente, Polly Davies o Marion Bayliss, cualquiera que estuviera por ahí, y que alguien fuera por una jarra de té cargado y no se olvidara del azucarero.

Wendy Williams volvió en sí, se incorporó y se cubrió la cara con las manos.

– ¿Usted es la esposa de Rodney John Williams y vive en Liskeard Avenue, Pomfret?

Bebió un sorbo de té, sin azúcar y muy caliente, con los ojos cerrados. Cuando los abrió y miró a Wexford, éste observó que los tenía de un azul palidísimo. Ella asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo lleva casada, señora Williams?

– Dieciséis años. Celebramos el aniversario en marzo.

Resultaba difícil de creer. Su piel tenía la misma tersura que la de una adolescente, su pelo era tan suave como el de un niño pequeño y los rizos parecían naturales. Ella advirtió su incredulidad y, a pesar de la emoción, se sintió halagada y algo animada. Wexford se dio cuenta de que era la clase de mujer que vivía de los cumplidos. Se alimentaba de ellos. En sus trémulos labios apareció el esbozo de una sonrisa. Él volvió a mirar la fotografía.

– Es mi hija Veronica -dijo-. Me casé muy joven. Sólo tenía dieciséis años. Esa foto fue tomada hace tres o cuatro años.

Entonces había sido bígamo. No el típico marido travieso que tenía una amiguita en el pueblo de al lado ni un hombre casado con una lista de queridas que le costaban un ojo de la cara, sino nada menos que un bígamo de verdad. A Wexford no le cabía duda de que Wendy Williams tenía un certificado de matrimonio tan bonito como el de Joy y de que, si por casualidad el suyo no era válido, ella sería la última en enterarse.

Aquello explicaba, entonces, por qué no se había llevado ropa para el viaje. La tenía en su otra casa. Y también explicaba otras cosas. Muchas otras cosas. Ahora entendía para qué servían las cuentas del banco: una era para que le ingresaran el sueldo y las otras dos para repartir el dinero entre ambas casas, la de R. W. Williams y J. Williams y la de R W Williams y W. Williams. No había sido necesario cambiar de nombre para el segundo matrimonio, ya que Williams era un apellido muy común. Había sido como un musulmán que acata la ley islámica rigurosamente y mantiene a las esposas en viviendas distintas y separadas. La única diferencia era que ninguna de las esposas estaba enterada de la existencia de la otra.

A aquella joven habría que contarle que Williams había tenido otra esposa, una esposa que cabría llamar «la principal». Y a Joy habría que hacerle saber quién era Wendy.

– ¿Puede decirme cuándo vio al señor Williams por última vez? -Al dejar de decir «su marido» Wexford había comenzado a darle la noticia.

– Hará unos dos meses. Justo después de Semana Santa.

Aquél no era el momento de preguntarle por lo sucedido en aquel paréntesis de ocho semanas. Le dijo que iría a verla a su casa aquella tarde. Polly Davies se ocuparía de llevarla a casa.

Por fin había ocurrido algo que distrajera a Burden temporalmente de los problemas de su vida privada. Tenía la misma mirada de curiosidad y atención que un niño.

– ¿Qué haría en Navidad? -preguntó-. ¿Y en Semana Santa? ¿Qué haría en vacaciones?

– Lo averiguaremos, no te quepa duda. No sería el primer bígamo que se las arregla para hacerlo. Probablemente tendría también un Bunbury.

– ¿Un qué?

– Un familiar o un amigo inexistente que le sirviera de coartada. Imagino que el Bunbury de Williams era una madre anciana. [4]

– ¿Tenía una madre anciana?

– A saber. Pero estoy seguro de que era una persona capaz de crear una con la imaginación. Ya sabes el dicho: la madre es la invención de la necesidad.

Burden se estremeció.

– ¿Crees que la noche en que desapareció de Alverbury Road se fue a su otra casa?

– Creo que salió con idea de ir allí. Si llegó o no es otro asunto.

Fascinado por los chanchullos familiares de Williams, Burden dijo:

– Si Joy pensaba que su marido estaba trabajando en Ipswich para Sevensmith Harding cuando él se encontraba con Wendy, ¿dónde pensaba Wendy que se encontraba cuando estaba con Joy?

– No creo que supiera que trabajaba en Sevensmith Harding. Es probable que le mintiera en todo lo referente a su trabajo.

– Lo normal sería pensar que se confundía con los nombres. Es decir, a Wendy la llamaría Joy y a Joy Wendy.

– Habló el monógamo inocente… -dijo Wexford mirando a lo alto-. ¿Cómo piensas que se las arreglan los hombres casados que ven a otras mujeres? Llaman a todas «querida».

Burden meneó la cabeza como si se sintiera incapaz de hacer conjeturas acerca de aquel tema.

– ¿Piensa que fue una de ellas quien lo mató?

– ¿Y quien luego acarreó con el cadáver y lo enterró? Williams pesaba más de doscientas diez libras o noventa y pico kilos o como haya que decirlo hoy en día.

– Quizá fue Wendy quien hizo la llamada.

– ¿Crees que su voz suena como la de Joy?

Burden se vio obligado a reconocer que no. Joy hablaba con una voz monótona, sin acento ni inflexiones; Wendy tenía una voz aniñada y un tanto aflautada y hablaba con un ligero ceceo. Wexford estaba hablando sobre la calidad de voz de Joy, que aun careciendo de atractivo resultaba inconfundible, cuando volvió a sonar el teléfono.

– Otra joven que quiere verme -le dijo a Burden mientras colgaba el auricular.

– ¿La tercera esposa de Barba Azul? -Era la primera vez en dos meses que intentaba hacer una broma.

Wexford lo agradeció.

– Digamos más bien que es una admiradora. Una que me vio en la tele.

– ¿Te parece bien que llame a Martin y vayamos a ver a Wheatley? Así esta noche podré ir a ver a Wendy contigo.

– De acuerdo. Llevaremos a Polly.

La joven entró en el despacho como Pedro por su casa. Tenía unos dieciocho años y se llamaba Eve Freeborn. Los nombres del tipo lady Dedlock o Abdías Slope que los novelistas Victorianos empleaban intencionadamente no son tan comunes en la vida real como se suele suponer. [5]Wexford no tardó en darse cuenta de que a Eve Freeborn le habían puesto un nombre muy acertado. Podrían haberle dado el papel y el disfraz del Espíritu de la Libertad en un desfile. Tenía el pelo corto y teñido de púrpura en algunas partes y llevaba unos vaqueros elásticos, una camisa a cuadros y chanclas.

Sentada con las piernas separadas, las manos entrelazadas y los antebrazos apoyados en los brazos de la silla a modo de puente para poder apoyar el mentón, le contó a Wexford su historia con elocuencia y rapidez. Eve iba todavía al instituto. De hecho acababa de salir de él. Debía de ser la presidenta de la sociedad de debates, pensó el inspector. Cuando volvió las manos hacia afuera, manteniendo los pulgares sobre la mandíbula, advirtió que tenía un dibujo de rotulador en la muñeca: un cuervo con cabeza de mujer. Entonces ella movió el brazo y la manga de la camisa lo tapó.

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