Ruth Rendell - La Crueldad De Los Cuervos

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Cuando el marido de Joy Williams, una vecina del inspector Wexford, desaparece misteriosamente nadie imagina que el mundo de Joy se desmoronará por completo. En efecto, sin que ella lo supiese, su marido ocupaba un alto cargo en una empresa de pinturas, ganaba un abultado salario y, aún más desconcertante, estaba casado también con otra mujer. Joy lo creía un modesto vendedor de la empresa con unos ingresos mediocres y, desde luego, un marido modélico. Pero las cosas ya no tienen marcha atrás, pues el cadáver del bígamo ha sido hallado en las afueras del pueblo. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¿Quién era en realidad Rod Williams?… Una nueva incursión de la autora en los extraños entresijos de la mentalidad criminal.

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– Está yendo a sesiones con un psiquiatra. He puesto todas mis esperanzas en ello. Quién me ha visto y quién me ve… A veces, cuando digo semejantes cosas, me pregunto cómo he podido terminar así.

El informe de sir Hilary Tremlett sobre la autopsia ya había llegado. Para ayudar a Wexford a descifrar las partes inextricables, el doctor Crocker acudió a su despacho. Llegó cuando Burden se iba, y a punto estuvieron de cruzarse en la puerta. Burden tenía la cara larga y le dirigió un monosílabo; el médico sonrió.

– Mike está pasando un embarazo difícil.

Wexford no quería dar explicaciones. La otra silla estaba encajada bajo el escritorio y él la sacó tirando con el pie.

– Aquí pone que ha encontrado trescientos veinte miligramos de ciclobarbitono en el estómago y otros órganos. ¿Qué es el ciclobarbitono?

– Un barbitúrico de acción intermedia, es decir, su efecto dura unas ocho horas. Es un fármaco hipnótico, una pastilla para dormir, si prefieres llamarlo así. Supongo que la marca comercial será Phanodorm. La dosis es de doscientos miligramos, aunque con trescientos veinte no pudo morir. Debió de tomar por lo menos dos comprimidos.

– Pero ésa no fue la causa de su muerte, ¿no? Murió por las cuchilladas.

Wexford alzó los ojos para ver si el médico le estaba mirando. Los dos estaban pensando lo mismo: en Colin Budd y Brian Wheatley.

– La verdadera causa de su muerte fue una herida que le atravesó la carótida.

– ¿De veras? La sangre debió de manar a borbotones.

– Tenía siete heridas más en el cuello, el pecho y la espalda. Mucho de lo que pone aquí hace referencia a tejidos subcutáneos fijos y móviles. -Wexford fue dejando las hojas sobre el escritorio, pero conservó una-. Me interesa más el cálculo que hace del tamaño del cuchillo. Debió de ser un cuchillo de cocina grande con punta de puñal.

– Según indica aquí, han pasado entre seis y ocho semanas desde que murió. ¿Qué opinas? ¿Que se tomó dos pastillas para dormir y alguien acabó con él mientras estaba en brazos de Morfeo? Si ocurrió, tal como piensas, poco después de que saliera de casa, es decir pasadas las seis de la tarde, ¿no es extraño que se tomara las pastillas para dormir a esa hora?

– Quizá se equivocó y las tomó en lugar de otras -respondió Wexford pensativamente-. En lugar de las pastillas para la hipertensión, por ejemplo. Tenía problemas con la tensión arterial.

Mientras el médico leía el informe, Wexford llamó a la centralita y pidió el número de Wheatley. Éste le había dicho que trabajaba en Londres sólo tres días a la semana, por lo que había posibilidades de que estuviera en casa. Así era.

– Creo que no mostraron mucho interés -le dijo con tono dolido.

Wexford decidió no responderle. Además, lo que decía era cierto. ¿Cómo iban a mostrar mucho interés por un hombre que había sufrido un arañazo a manos de una autostopista? Pero la situación había cambiado desde entonces.

– Usted me dio una descripción pormenorizada de la joven que le atacó, señor Wheatley, pero como es una persona observadora, he pensado que quizá viese algo más. ¿Podría hacer memoria? Quizá logre acordarse de todo lo que sucedió. En concreto, nos gustaría tener más datos sobre el aspecto de la joven, su voz, etcétera. ¿Podríamos pasar a verle?

Con el ánimo más tranquilo, Wheatley respondió que haría memoria y les diría todo lo que recordase. ¿Qué le parecía a última hora de la tarde?

– ¿Sabes una cosa, Reg? No pudo ocurrir en el coche -dijo el médico-. Habría habido mucha sangre.

– ¿Entonces dónde ocurrió? ¿Al aire libre?

– ¿Después de ponerse al cuello un trapo de cocina de Marks & Spencer con dibujos de flores?

– Aquí no dice eso.

– Me fijé en ello por casualidad cuando descubrieron al pobre desgraciado. Tenemos uno igual en casa.

Sonó el teléfono. La telefonista dijo:

– Señor Wexford, ha venido una tal señora Williams. Desea hablar con alguien acerca del señor Rodney Williams.

Joy, pensó. Vaya, vaya.

– ¿La señora Joy Williams?

– La señora Wendy Williams.

– Que alguien la acompañe a mi despacho.

¿La cuñada? ¿La esposa del hermano de Bath? Raymond Chandler aconseja a los escritores del género negro que, cuando no sepan qué hacer a continuación, introduzcan a un hombre con una pistola. En un caso de asesinato en la vida real, pensó Wexford, ¿qué mejor visitante sorpresa podía haber que la misteriosa «esposa de Bath»?

Alzó la vista cuando Burden entró de nuevo en el despacho. Había estado examinando la ropa encontrada en el cuerpo de Williams: unos calzoncillos azul marino (muy diferentes de la ropa interior blanca que él había visto en el armario de Alverbury Road); unos calcetines marrones; un pantalón de tricotina beige; una camisa a rayas azul, marrón y crema; y un jersey St. Laurent azul oscuro. En el bolsillo trasero del pantalón se había encontrado un talonario perteneciente a una de las cuentas del banco Anglian-Victoria de Pomfret (R. W. Williams, cuenta personal) y una cartera que contenía tres billetes de una libra, uno de cinco y dos tarjetas de crédito, Visa y American Express. Ni las llaves del coche ni las de la casa habían aparecido.

– Probablemente tenía las de casa en el llavero del coche -dijo Burden-. Es lo que yo hago.

– Sea como sea, vamos a investigar esa cuenta de banco ahora mismo. El médico dice que llevaba al cuello un trapo de cocina. Para restañar la sangre, cabe suponer.

Llamaron a la puerta. Bennett entró en el despacho con una mujer joven que no se parecía en nada a la idea que pudiera tener cualquiera de una «esposa de Bath».

– La señora Wendy Williams, señor.

A juzgar por su aspecto tendría unos veinticinco años. Era bonita, de rasgos finos, expresión nerviosa y cabello rubio y rizado. Como el médico se había levantado prestamente de su silla, Wexford la invitó a sentarse. Ella lo hizo suavemente, agarrando los brazos de la silla, y dio un respingo cuando Crocker pasó por detrás de ella para irse. Cuando hubo salido, Burden cerró la puerta y permaneció en su sitio.

– ¿Por qué motivo deseaba verme, señora Williams?

Ella no contestó. Tenía los ojos clavados en él con expresión penetrante y se humedeció los labios con la lengua.

– Si no me equivoco, usted es la cuñada de Rodney Williams. ¿Correcto?

Ella se reclinó, sin dejar de sujetar los brazos de la silla.

– ¿Qué quiere decir con «su cuñada»? -No esperó la respuesta-. Mire, no… no sé cómo decirlo. He estado… he estado a punto de perder la cabeza.

– El creciente nerviosismo quebraba su voz-. He leído en el periódico que… No eran más que unas líneas… Esa… esa persona que han encontrado… ¿no será mi marido?

9

Rara vez podía dar a la gente noticias tranquilizadoras. Tuvo ganas de decir no, por supuesto que no. El cadáver había sido identificado. Ella seguía aferrando los brazos de la silla, frotando los dedos sobre la madera.

– ¿Cómo se llama su marido, señora Williams?

– Rodney John Williams. Tiene cuarenta y ocho años. -Hablaba con frases entrecortadas, sin aguardar a que le hicieran preguntas-. Mide uno ochenta y tiene el pelo rubio con canas. Trabaja de representante comercial.

Burden la miró fijamente y luego bajó la vista. Ella tragó saliva e hizo un esfuerzo por contener el pánico, un esfuerzo que se concentró en la tensión de los músculos.

– ¿Le importaría…? Por favor, tengo aquí una foto.

Las manos, una vez liberadas de la silla, se negaron a obedecerle la primera vez que trató de abrir su bolso. La foto que le tendió a Wexford temblaba. Él la miró con incredulidad.

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