Ruth Rendell - Una Vida Durmiente

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Cuando su padre cae enfermo, Rhoda Comfrey regresa a su Kingsmakham natal para hacerse cargo de él, pero su vida en Londres continúa siendo un misterio para sus antiguos vecinos. Esta circunstancia resultaría del todo irrelevante si no hubiesen encontrado su cuerpo brutalmente apuñalado en un descampado. La única pista con que cuenta el inspector Wexford apareció en el bolso de la víctima: una cartera de piel con los datos del escritor Grenville West. La policía trata de ponerse en contacto con él, pero el señor West ha partido de vacaciones y está ilocalizable… Teniendo en cuenta que entre ellos no existía ninguna relación sentimental ni jamás se les vio juntos, ¿qué extraño vínculo unía a estas dos personas? ¿Por qué la secretaria del escritor se muestra tan reacia a hablar de Rhoda?

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Nicky todavía estaba despierto, sentado junto a su madre en el salón, que parecía tan desordenado como el que Wexford había dejado una hora antes. Si Parker no hubiese dicho que esa mujer era su esposa, Wexford la habría tomado por una adolescente. Tenía la frente suave y las mejillas sonrosadas típicas de un niño, el cabello sedoso e inocentes los ojos. Debió casarse a los dieciséis años, aunque ahora no aparentaba muchos más.

– Este señor es médico -dijo Parker dirigiéndose a su hijo al tiempo que les guiñaba el ojo-. Ha venido a decirnos que esa pobre mujer ya está bien.

Nicky hundió la cabeza en el hombro de su madre.

– Así es -mintió Wexford-. Se pondrá bien.

– Será mejor que vayas a la habitación de Nanna, Nicky. Ella te dejará ver la televisión.

Cuando el niño finalmente se fue, todos se sintieron más relajados.

– Gracias -dijo Parker-. Espero que todo esto no tenga un efecto negativo sobre él.

– No se preocupe, es muy joven para leer los periódicos, pero tendrá que tener cuidado en lo concerniente a la televisión. Ahora, señor Parker, creo que usted dijo que el padre de la señorita… Comfrey, estaba en el hospital. ¿Sabe en cuál?

– En el de Stowerton. Tuvo un accidente… ¿Cuándo dirías que ocurrió, Stell?

– Debió de ser en mayo -respondió Stella Parker-. La señorita Comfrey bajó a verlo, cogió un taxi en la estación, y cuando él la vio salió de su casa precipitadamente, cayó en el camino y se rompió la cadera. Así es como fue. El taxista y ella lo llevaron al hospital en el mismo taxi, y desde entonces ha estado allá. Ella no venía con mucha frecuencia, ¿no es así, Brian?

– No más de una o dos veces al año -respondió Parker.

– Supe que vendría ayer, la señora Crown me lo dijo. La vi en la oficina de Correos y me contó que Rhoda había telefoneado para decir que vendría, porque su padre había tenido un ataque. Pero nunca la vi, nunca llegué a hablar con ella.

– ¿Quién es la señora Crown? -preguntó Burden.

– La tía de la señorita Comfrey. Vive en la casa que linda con la del señor Comfrey. Es a ella a quien tienen ustedes que ver.

– Sin duda, pero no hay nadie.

– Les diré algo -dijo Stella Parker, que parecía poseer el doble de inteligencia y entendimiento que su marido-. No quiero ser aventurada, pero suelo leer novelas de detectives, y si lo que quieren es conocer bien todo el ambiente de aquí, no podrían hacer nada mejor que hablar con la abuela de Brian. Ha vivido aquí toda la vida; de hecho, nació en una de aquellas casas.

– ¿Vive su abuela con ustedes?

– Nos ayudó a comprar este lugar con sus ahorros -explicó Parker- y se vino a vivir con nosotros. Está perfectamente, ¿no es así, Stell? Mi abuela es una auténtica maravilla.

Wexford sonrió y se puso en pie.

– Podría querer hablar con ella, pero no esta noche. Ya le notificaremos lo de la investigación, señor Parker. No será un gran interrogatorio. ¿Saben ustedes cuándo estará la señora Crown en su casa?

– Cuando cierre el pub -dijo Parker.

– Creo que nuestra siguiente visita es al hospital, Mike -dijo Wexford-. Por el margen aproximado de tiempo que Crocker nos dio, está empezando a parecerme que Rhoda Comfrey fue asesinada cuando volvía de ver a su padre. Tal vez cortó camino por ese sendero desde la parada del autobús.

– El horario de visitas en Stowerton es de siete a ocho por las tardes -dijo Burden-. A partir de este dato podríamos fijar el momento de la muerte con más precisión que si nos basamos en los resultados de la autopsia.

– Esa tía suya tan aficionada a los pubs podría ayudarnos en eso. Si el señor Comfrey está en condiciones quizá nos dé la dirección de su hija en Londres.

– También tendremos que darle la noticia -dijo Burden.

Los visitantes que salían guardaban cola en la parada del autobús, fuera del hospital de Stowerton. ¿Había hecho lo mismo Rhoda Comfrey la noche anterior? Eran las ocho y diez.

El portero les dijo que James Albert Comfrey estaba en la sala Lytton. Siguieron por un pasillo y subieron dos pisos. Las puertas de doble cristal que daban acceso a aquella sala estaban cerradas. Cuando Wexford las empujó, una joven enfermera de origen tailandés se interpuso en su camino y les susurró que en ese momento no podían entrar.

– Policía -dijo Burden-. Queremos ver a la monja encargada.

– Por favor, Mike -atajó Wexford, y antes de marcharse la chica le dirigió una amplia sonrisa-, ¿por qué tienes que ser tan odiosamente rudo?

La enfermera volvió con la hermana Lynch, una irlandesa de cabello oscuro que ya debía de rondar los treinta.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?

Escuchó y chasqueó la lengua cuando Wexford le explicó los detalles del caso.

– Es terrible. Una mujer ya no puede andar sola por ahí. Y la señorita Comfrey vino la pasada noche sólo para ver a su padre.

– Tendremos que verlo, hermana.

– No, esta noche no, inspector jefe. Lo siento de verdad, pero no puedo permitirlo, no con todos los ancianos ya preparados para acostarse. Ni uno lograría pegar ojo, y dentro de diez minutos todos los asistentes se irán, yo entre ellos. Si quiere, yo misma se lo diré mañana, aunque dudo que él lo comprenda.

– ¿Está senil?

– Esa es una palabra, inspector jefe, cuyo significado nunca he entendido. Tiene ochenta y cinco años, y ha sufrido un grave ataque. Se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. Si eso es estar senil, sí, lo está. Desperdiciará usted su valioso tiempo viéndolo. Le daré la mala noticia lo mejor que pueda. ¿Algo más?

– Sí. La dirección de la señorita Comfrey, por favor.

– Desde luego -hijo una seña a una chica de piel oscura que había aparecido empujando un carrito con medicinas-, ¿Podría ir a los archivos y traerme la dirección de la señorita Comfrey, enfermera Mahmud?

– ¿Habló usted con la señorita Comfrey la pasada noche, hermana?

– Únicamente para saludarla y decirle que su padre seguía igual; también me despedí de ella. Hablaba con la señora Wells; se fueron juntas. El marido de la señora Wells está en la cama contigua a la del señor Comfrey. Aquí está la dirección que buscan. Gracias, enfermera. Carlyle Villas, número uno de Forest Road, Kingsmarkham. -La hermana Lynch estudió la ficha que le había entregado la enfermera-. Por lo que veo, no tiene teléfono.

– Me temo que esta es la dirección del señor Comfrey -corrigió Wexford-. Es la de su hija la que queremos.

– Pero es también la de su hija, la de los dos.

Wexford sacudió la cabeza.

– No. Ella vivía en Londres.

– Es la única que tenemos -replicó la hermana Lynch, dando un tono especial a su voz-. Por lo que sabemos, la señorita Comfrey vivía en Kingsmarkham con su padre.

– Entonces me temo que están confundidos. Suponga que hubiera tenido que ponerse en contacto con ella, por ejemplo en el caso de que su padre hubiera empeorado súbitamente, ¿cómo lo habría hecho?

– Notificándoselo por carta, o enviando un mensajero. -La hermana Lynch comenzaba a parecer irritada. Estaban cuestionando su eficacia-. Pero eso no habría sido necesario, pues la señorita Comfrey telefoneaba casi a diario. El jueves pasado, por ejemplo, el mismo día en que su padre tuvo el ataque, también llamó.

– ¿Y dice usted que no tenía teléfono? Hermana, necesito esa dirección. Tendré que ver al señor Comfrey.

Los ojos de la hermanase posaron sobre el reloj. Entonces dijo muy bruscamente:

– ¿No se lo he dicho? ¡El pobre hombre no es más que un vegetal!

– Muy bien. A falta de la dirección de la señorita Comfrey tendrá que darme la de la señora Wells, por favor. -Wexford dio esto por supuesto y añadió-: Volveremos mañana.

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