Ruth Rendell - Una Vida Durmiente

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Cuando su padre cae enfermo, Rhoda Comfrey regresa a su Kingsmakham natal para hacerse cargo de él, pero su vida en Londres continúa siendo un misterio para sus antiguos vecinos. Esta circunstancia resultaría del todo irrelevante si no hubiesen encontrado su cuerpo brutalmente apuñalado en un descampado. La única pista con que cuenta el inspector Wexford apareció en el bolso de la víctima: una cartera de piel con los datos del escritor Grenville West. La policía trata de ponerse en contacto con él, pero el señor West ha partido de vacaciones y está ilocalizable… Teniendo en cuenta que entre ellos no existía ninguna relación sentimental ni jamás se les vio juntos, ¿qué extraño vínculo unía a estas dos personas? ¿Por qué la secretaria del escritor se muestra tan reacia a hablar de Rhoda?

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Un fuerte golpe en la puerta principal le hizo dar un respingo. Se dirigió hacia ella, la abrió y vio que se trataba de Lilian Crown.

– ¡Oh!, es usted -dijo-. Pensé que eran los críos, que al fin habían logrado colarse, o squatters. Nunca se sabe, en estos días, ¿verdad?

Llevaba pantalones rojos y una camiseta que le habría sentado mucho mejor a Robin. La temeridad es una característica que no suele asociarse con las mujeres de edad, en especial con las de su estrato social. La timidez, el miedo a la autoridad y la necesidad de pasar inadvertidas suelen aparecer después del climaterio -como Sylvia le había hecho saber con lastimosos ejemplos-, pero en el caso de la señora Crown no habían acabado por imponerse. Tenía la audacia propia de la juventud, que con toda seguridad no había sido animada por un trago de ginebra a las diez de la mañana.

– Entre, señora Crown -dijo Wexford, y luego cerró la puerta con firmeza. Ella entró precipitadamente olfateando a uno y otro lado.

– ¡Qué desastre! No había estado aquí en los últimos diez años. -Escribió algo en el polvo de una cómoda y dejó escapar una risita de niña.

Con las manos llenas de llaves, Wexford le preguntó:

– ¿Significa algo para usted el nombre de Farriner?

– No puedo decirlo. -Se echó el cabello hacia atrás y encendió un cigarrillo. Había venido para comprobar que la casa no había sido invadida por los vándalos, pero había traído consigo sus cigarrillos y una caja de cerillas. ¿Para tener una charla con ellos? Era verdaderamente sorprendente.

– Supongo que su sobrina tenía coche -dijo él levantando las dos pequeñas llaves.

– Si eso es verdad, nunca lo trajo. Y seguro que lo habría hecho; nunca perdía la oportunidad de llamar la atención.

Su hábito de omitir los pronombres en una conversación en la que, por otro lado, no economizaba opiniones, le irritó.

Habló con cierta dureza:

– ¿A quién pertenecen entonces estas llaves?

– No me lo pregunte a mí. Si tiene un coche en Londres, ¿para qué se deja las llaves aquí? Oh, no, ese coche habría estado expuesto ahí fuera para que todo el mundo lo viese. Como no podía conseguir un hombre, se pasó la vida demostrando lo que era capaz de conseguir. ¿Quién se quedará con el dinero? Yo probablemente no, aunque no es del todo seguro.

Le lanzó una bocanada de humo a la cara y él retrocedió tosiendo.

– Me gustaría saber algo más sobre la llamada que la señorita Comfrey le hizo el viernes por la tarde.

– ¿Como qué? -preguntó la señora Crown, sacando el humo por los orificios de la nariz como si fuera un dragón.

– Exactamente todo lo que se dijeron la una a la otra. Usted cogió el teléfono y ella dijo: «Hola Lilian, ¿sabes quién soy?», ¿entiende? -La señora Crown afirmó-, ¿Qué se dijeron después? -preguntó Wexford-. ¿Qué hora era?

– Sobre las siete. Le dije «hola» y ella me respondió lo que usted acaba de decir, con una voz afectada, profunda y presuntuosa. «Desde luego que lo sé», respondí. «Si quieres saber algo de tu padre», añadí, «será mejor que vayas al hospital.» «Ya sé todo eso», replicó, «me voy de vacaciones, pero antes bajaré un par de días.»

– ¿Está segura de que mencionó lo de las vacaciones? -la interrumpió Wexford.

– Por supuesto que sí. Mi memoria funciona perfectamente. Le diré otra cosa, ella me llamó cariño. Yo estaba sorprendida. «Bajaré antes un par de días, cariño», dijo. También noté que había otra mujer con ella, debía de querer que su acompañante creyera que estaba hablando con un hombre.

– Pero a usted la llamó Lilian.

– Eso no significa que no hubiera otra mujer presente desde el principio de la conversación, ¿no? Mi opinión es que, dondequiera que estuviese, ella tenía a alguna amiga cerca, y cuando ésta entró, Rhoda metió ese «cariño» para hacer ver que estaba citándose con un hombre. Estoy segura, conocía a Rhoda. Lo volvió a decir, o algo parecido, «cariño mío». «Creí que te preocuparías si veías las luces encendidas, cariño mío. Pasaré a verte al volver del hospital.» Y entonces, quienquiera que fuera debió marcharse de nuevo, pues oí un portazo. Su voz se hizo más baja y acabó de decir en su manera usual: «Nos veremos el lunes, entonces. Adiós.»

– ¿No le deseó feliz cumpleaños?

Si las arañas tuvieran hombros serían parecidos a los de Lilian Crown. Los subió y volvió a bajarlos un par de veces como si fuera una marioneta.

– La vieja Parker me dijo después que era su cumpleaños. No esperará usted que me acuerde de una cosa como esa. Sabía que era en agosto. ¡Tenía cincuenta años y nunca la habían besado!

– Eso es todo, señora Crown -dijo Wexford con desagrado, y la condujo de vuelta a la puerta principal. A veces pensaba en lo bueno que debía de ser hacer de juez y poder acusar públicamente a la gente. Con la manga borró el corazón y la flecha que ella había escrito «B ama a L», preguntándose mientras lo hacía si «B» no sería el hombre con quien ella se había ido a beber algo, y también en los espíritus adolescentes escondidos en viejas sarnosas carcasas.

Llamó desde su casa.

– Se lo puedo decir ahora mismo -dijo Baker-. Dinehart me lo mencionó. Rose Farriner tiene un Citroën. ¿Le es de alguna ayuda?

– Creo que sí, Michael. ¿Alguna noticia de la reunión de mi jefe con su superintendente?

– Tendrá que ser un poco más paciente, Reg.

Wexford se lo prometió. Las cosas poco se aclaraban: Rhoda Rose Comfrey Farriner había llamado a su tía desde Princevale Road la noche de su cumpleaños y, como era natural, estaba con una amiga. ¿Una mujer, como Lilian Crown había supuesto? No, pensó él, un hombre. Por fin había encontrado a un hombre, a quien había intentado poner celoso. Pero ¿por qué? Era igual, ese hombre, quienquiera que fuese, se había puesto celoso y había oído suficiente para saber dónde iría Rhoda Rose Comfrey Farriner el lunes. Wexford no dudaba de que quien escuchó esa conversación había sido el asesino.

Se trataba de un crimen pasional. Los espíritus de adolescentes permanecen en los cuerpos viejos, la señora Crown se lo había demostrado. No todo el mundo sienta la cabeza. Aun cuando había tratado de ser un buen marido, ¿no había deseado más de una vez experimentar nuevamente la emoción de volver a enamorarse? Lo había anhelado, en efecto, y murmuró para sí las palabras de Stendhal: «Aunque fuera con la cocinera más fea de París, con tal de que ella lo amara y le devolviera su ardor…»

La chica sentada en el vestíbulo de la comisaría de Kingsmarkham estaba atrayendo considerablemente la atención. El sargento Camb le había dado una taza de té, otros dos policías le habían preguntado si se sentía cómoda y si estaba segura de que no podían hacer nada para ayudarla. Loring llegó a preguntarse si el hecho de llevarla a la cantina a tomar un bocadillo o una tostada con queso -lo que su jefe Wexford llamaba «la fondue del poli»- podía costarle el empleo. La chica parecía nerviosa y triste, llevaba consigo el periódico y miraba todo con expresión de miedo, pero no le dijo a nadie lo que quería; sólo quería ver a Wexford.

Su color era exótico. Existe una orquídea, que no es rosa, ni verde ni dorada, sino de un beige como la cera y que tiene tonos sepia; la cara de esta chica tenía el color de esa orquídea. Sus facciones parecían un dibujo al carboncillo y su cabello, graciosamente revuelto, era como la seda negra. Para este tipo de mujeres había sido pensado el sari; caminaba como si estuviera acostumbrada a llevarlo, aunque esta vez vestía ropas occidentales, una falda azul y una camisa blanca de algodón.

– ¿Por qué tarda tanto? -preguntó.

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