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lan Fleming: Desde Rusia con amor

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lan Fleming Desde Rusia con amor

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Desde Rusia con amor es la quinta novela de James Bond escrita por Ian Fleming. La inteligencia soviética planea un golpe contra la inteligencia occidental, para esto han escogido como blanco al agente 007 de MI6. La agente Tatiana Romanova es inducida por la coronel Rosa Klebb para que le ofrezca a Bond un decodificador soviético a cambio de que él la lleve a Inglaterra. El agente Grant se asegurará de que no falle la misión. Bond será ayudado por Kerim Bey, un musulmán que se encubre bajo la identidad de un vendedor de tapetes. El desenlace final será que Kerim Bey morirá a manos de Grant en el Expreso de Oriente, Grant será eliminado por Bond y Rosa Klebb será arrestada, no sin antes herir a Bond con un cuchillo escondido en su zapato. El desenlace de esto se ve en la novela Dr. No, en donde Bond se cura.

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Aquella mujer era intachable. La indulgencia y benevolencia de su actitud resultaban devastadoras. Bond atravesó la habitación y se sentó. Ahora se encontraba a poco menos de dos metros de ella. Sobre el escritorio no había nada más que un anticuado teléfono con el receptor colgado de un gancho y, al alcance de la mano de ella, un botón de marfil para hacer sonar la campanilla de llamada. La boca negra del teléfono bostezaba educadamente ante Bond.

El agente británico clavó groseramente los ojos en el rostro de la mujer para examinarlo. Tenía una cara fea, como la de un sapo, bajo los polvos y bajo el apretado moño de cabello blanco. Los ojos eran de un marrón tan claro que casi parecían amarillos. Tenía unos labios húmedos e hinchados bajo una franja de bigote manchado de nicotina. ¿Nicotina? ¿Dónde estaban los cigarrillos? No se veía ningún cenicero… no se percibía olor a humo en la habitación.

La mano de Bond volvió a tensarse sobre el arma. Sus ojos bajaron hacia la bolsa de labores, hacia el amorfo tejido de lana ligera color beige que estaba tejiendo la mujer. Las agujas de acero. ¿Qué había de extraño en ellas? Tenían los extremos de un color diferente, como si las hubiesen puesto al fuego. ¿Las agujas de hacer punto habían tenido alguna vez ese aspecto?

– Eh bien, monsieur? -¿Había tensión en su voz? ¿Habría captado algo en la expresión del rostro de su interlocutor?

Bond sonrió. Tenía los músculos tensos, en espera de cualquier movimiento, de cualquier truco.

– No servirá de nada -dijo alegremente, apostándolo todo a una sola carta-. Usted es Rosa Klebb. Y es la jefa de Otdyel II de SMERSH. Es una torturadora y una asesina. Intentó matarnos a mí y a la muchacha Romanova. Me alegro mucho de conocerla por fin.

Los ojos no habían cambiado. La mujer tendió la mano izquierda hacia el botón de llamada. Habló con paciencia y cortesía.

– Monsieur, me temo que usted está trastornado. Debo llamar al valet de chambre y hacer que lo acompañe a la salida.

Bond nunca supo qué le salvó la vida. Tal vez fue debido a que en un instante se dio cuenta de que no había ningún cable que saliera del botón hacia la pared o la moqueta. Quizá fue el repentino recuerdo de la expresión inglesa «come in», «adelante», cuando llamó a la puerta con el obviamente esperado golpe. Pero, en el momento en que el dedo de la mujer llegaba al botón de marfil, se lanzó de la silla hacia un lado.

Mientras Bond caía al suelo, se oyó el sonido de una tela de calicó que se rasgaba. En torno a él llovieron astillas del respaldo de la silla que había ocupado. La silla se estrelló contra el piso.

Bond giró sobre sí al tiempo que tironeaba de la pistola. Por el rabillo del ojo vio un jirón de humo azulado que salía de la boca del «teléfono». Luego la mujer cayó sobre él, con las brillantes agujas de hacer punto aferradas en los puños.

Intentó clavárselas en las piernas. Bond la golpeó con los pies y la arrojó de lado. ¡Había intentado clavárselas en las piernas! Mientras Bond se incorporaba sobre una rodilla, supo lo que significaban las puntas coloreadas de las agujas. Estaban envenenadas. Probablemente con uno de esos neurotóxicos alemanes. Lo único que tenía que hacer la mujer era arañarlo con una de ellas, aunque fuese a través de la ropa.

Bond se puso de pie. Ella volvía a echársele encima. Tironeó con furia de su arma. El silenciador se había atascado. Se produjo un destello de luz. Bond lo esquivó. Una de las agujas repiqueteó contra la pared que tenía detrás, y aquella horrible mujer amorta, con el moño blanco de la peluca torcido sobre la cabeza y los viscosos labios separados enseñando los dientes, se le vino encima.

Bond, que no se atrevía a usar los puños desnudos contra las agujas, saltó de lado por encima del escritorio, apoyando las manos en su superficie.

Jadeando y hablando para sí misma en ruso, Rosa Klebb rodeó precipitadamente el escritorio con la aguja restante adelantada como si fuese un estoque. Bond retrocedió mientras continuaba intentando desatascar la pistola. La parte trasera de sus piernas chocó contra una silla pequeña. Soltó el arma, tendió una mano hacia atrás y la cogió. Sujetándola por el respaldo, con las patas hacia delante como si fueran cuernos, rodeó la mesa para ir al encuentro de la mujer. Pero ella se hallaba junto al falso teléfono. Lo cogió con rapidez y apuntó con él a Bond. Su mano descendió hacia el botón. Bond avanzó de un salto. Descargó un golpe con la silla. Las balas salieron hacia el techo y los trozos de escayola le golpetearon la cabeza.

Bond volvió a arremeter. Las patas de la silla cogieron a la mujer en torno a la cintura y por encima de los hombros. ¡Dios, sí que era fuerte! Ella cedió, pero sólo hasta llegar a la pared. Allí volvió a atacar, escupiéndole a Bond por encima de la silla, mientras la aguja de hacer punto iba en busca de él como el largo aguijón de un escorpión.

Bond retrocedió un poco, sujetando la silla con los brazos estirados al máximo. Apuntó bien y lanzó una patada alta hacia la muñeca de la mano que empuñaba la aguja. Ésta salió volando por la habitación y repiqueteó sobre el piso a sus espaldas.

Bond se acercó más. Examinó la posición. Sí, la mujer estaba firmemente inmovilizada contra la pared por las cuatro patas de la silla. No había manera de que pudiera escapar de esa jaula, como no fuera mediante la fuerza bruta. Tenía libres los brazos, las piernas y la cabeza, pero el cuerpo estaba pegado contra la pared.

La mujer siseó algo en ruso. Le escupió por encima de la silla. Bond inclinó la cabeza y se secó la cara contra la manga. Alzó la vista y miró al rostro lleno de manchas.

– Se ha acabado, Rosa -dijo-. El Deuxiéme llegará en cualquier momento. Dentro de una hora, poco más o menos, estará usted en Londres. No la verán abandonar el hotel. No la verán salir hacia Inglaterra. De hecho, muy pocas personas volverán a verla. A partir de este momento no es más que un número en un expediente secreto. Para cuando hayamos acabado con usted, estará lista para ingresar en un manicomio.

La cara, a menos de un metro de distancia, estaba cambiando. Ahora la sangre la había abandonado y se había puesto amarilla. Aunque, pensó Bond, no a causa del miedo. Los pálidos ojos miraban con fijeza los de Bond. No estaban derrotados.

La boca húmeda, sin forma, se ensanchó en una sonrisa.

– ¿Y dónde estará usted cuando yo esté en el manicomio, señor Bond?

– Continuando con mi vida.

– Yo no lo creo así, angliski spion.

Bond apenas si reparó en las palabras. Había oído el chasquido de la puerta al abrirse. Un estallido de carcajadas sonó en la habitación, detrás de él.

– Eh bien. -Era el tono de deleite que Bond recordaba muy bien-. ¡La posición número setenta! Ahora, al fin, ya lo he visto todo. ¡E inventada por un inglés! James, esto es realmente un insulto para mis compatriotas.

– No te la recomiendo -respondió Bond por encima del hombro-. Es demasiado extenuante. En cualquier caso, puedes relevarme. Permíteme que os presente. Ella se llama Rosa. Te gustará. Es un verdadero pez gordo de SMERSH. De hecho, se ocupa de los asesinatos.

Mathis se acercó. Lo acompañaban dos empleados de lavandería. Los tres se detuvieron y contemplaron con respeto el desagradable rostro.

– Rosa -repitió Mathis, pensativo-. Pero, esta vez, es una Rosa Malheur. ¡Bueno, bueno! Pero estoy seguro de que está incómoda en esa posición. Vosotros dos, traed el panier de fleurs… estará más cómoda acostada.

Los dos hombres fueron hacia la puerta. Bond oyó el crujido del cesto de lavandería.

Los ojos de la mujer continuaban fijos en Bond. Se movió apenas, cambiando el peso de un lado al otro. Fuera de la vista de Bond, y sin que lo advirtiera Mathis que continuaba examinando el rostro de la rusa, la punta de una de las lustrosas botas presionó bajo el empeine de la otra. En la punta apareció un centímetro de fina hoja de cuchillo. Al igual que las agujas de hacer punto, el acero tenía el mismo color azul sucio.

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