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lan Fleming: Desde Rusia con amor

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lan Fleming Desde Rusia con amor

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Desde Rusia con amor es la quinta novela de James Bond escrita por Ian Fleming. La inteligencia soviética planea un golpe contra la inteligencia occidental, para esto han escogido como blanco al agente 007 de MI6. La agente Tatiana Romanova es inducida por la coronel Rosa Klebb para que le ofrezca a Bond un decodificador soviético a cambio de que él la lleve a Inglaterra. El agente Grant se asegurará de que no falle la misión. Bond será ayudado por Kerim Bey, un musulmán que se encubre bajo la identidad de un vendedor de tapetes. El desenlace final será que Kerim Bey morirá a manos de Grant en el Expreso de Oriente, Grant será eliminado por Bond y Rosa Klebb será arrestada, no sin antes herir a Bond con un cuchillo escondido en su zapato. El desenlace de esto se ve en la novela Dr. No, en donde Bond se cura.

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Pasaron por Lausana y, una hora más tarde, llegaron a Va- llorbe, en la frontera francesa. Bond dejó a Tatiana, salió y se apostó en el corredor, por si acaso. Pero los funcionarios de aduanas y control de pasaportes pasaron junto a él hacia la cabina del revisor y, tras cinco minutos inescrutables, continuaron avanzando por el tren.

Bond regresó al compartimento. Tatiana había vuelto a dormirse. Miró el reloj de Nash, que ahora llevaba en su propia muñeca. Las cuatro y media. Faltaba una hora para Dijon. Bond se puso a trabajar.

Al fin, los ojos de Tatiana se abrieron de par en par. Tenía las pupilas más o menos centradas.

– Basta ya, James -dijo, y volvió a cerrar los ojos. Bond se enjugó el sudor de la cara. Cogió las maletas, una a una, las llevó hasta el final del corredor y las apiló contra la salida. Luego fue a ver al revisor y le dijo que la señora no se encontraba bien y que bajarían del tren en Dijon.

Bond le dio al revisor una última propina.

– No se moleste -le dijo-. Ya he sacado el equipaje para no incomodar a la señora. Mi amigo, el de pelo rubio, es médico. Ha estado haciéndonos compañía durante toda la noche. Lo he dejado durmiendo en mi cama. El hombre está agotado. Le pediría que fuese usted tan amable de no despertarlo hasta que falten diez minutos para llegar a París.

– Certainement, monsieur. -Al revisor no le había llovido el dinero de esa manera desde los días dorados de los millonarios viajeros. Le entregó a Bond el pasaporte y los billetes. El tren comenzó a aminorar la marcha-. Voilá que nous y sommes.

Bond regresó al compartimento. Obligó a Tatiana a ponerse de pie, la sacó al corredor y cerró la puerta dejando junto a la cama la pila blanca de muerte.

Al fin bajaron los escalones y se encontraron sobre el duro, maravilloso, inmóvil andén. Un porteador con camisa azul se hizo cargo de su equipaje.

El sol comenzaba a salir. A esa hora de la mañana había muy pocos pasajeros despiertos. Sólo un puñado en tercera clase, que habían pasado una noche «dura», vieron al hombre joven que ayudaba a la muchacha a alejarse del polvoriento coche de tren con los románticos nombres colocados en un flanco, hacia la puerta gris amarillento donde se leía la palabra «SORTIE».

Capítulo 28

La tricoteuse

El taxi se detuvo en la entrada del hotel Ritz que daba a la rué Cambon.

Bond miró el reloj de Nash. Eran las doce menos cuarto. Tenía que ser perfectamente puntual. Sabía que si un espía ruso llegaba unos pocos minutos antes o después de la hora prevista para un encuentro, el encuentro quedaba automáticamente cancelado. Ahora iba solo, a correr su propia aventura privada. Todos sus deberes habían sido atendidos. La muchacha estaba descansando en un dormitorio de la embajada. La Spektor, aún preñada de explosivos, se la había llevado el escuadrón de artificieros del Deuxiéme Bureau. Había hablado con su viejo amigo René Mathis, jefe del Deuxiéme, y el conserje de la entrada del Ritz que daba a Cambon había recibido orden de entregarle una llave maestra y no formularle preguntas.

René se había sentido encantado de hallarse implicado una vez más, con Bond, en une affaire noire.

– Ten confianza, cher James -le había dicho-. Me encargaré de ejecutar tus misterios. Podrás contarme la historia después. Dos hombres de lavandería con un gran cesto para ropa sucia acudirán a la habitación 204 a las doce y cuarto. Yo los acompañaré vestido de conductor del camión. Debemos llenar el cesto, llevarlo a Orly y esperar a un Canberra de la RAF que llegará a las dos en punto. Le entregamos la cesta. Cierta ropa sucia que estaba en Francia irá a parar a Inglaterra. ¿Sí?

El jefe del puesto F había hablado con M mediante codificador de voz. Le había leído un corto informe escrito por Bond. Había pedido el Canberra. No, no tenía ni idea de para qué era. Bond sólo había aparecido para entregar a la muchacha y la Spektor. Había tomado un desayuno descomunal y se había marchado de la embajada diciendo que regresaría a la hora del almuerzo.

Bond volvió a mirar la hora. Acabó su martini. Lo pagó, salió del bar y subió los escalones hasta la conserjería.

El conserje le echó una mirada penetrante y le entregó una llave. Bond avanzó hasta el ascensor, entró en él y subió hasta el tercer piso.

La puerta del ascensor se cerró con un choque metálico a sus espaldas. Bond avanzó suavemente por el corredor, mirando los números.

204. Bond metió la mano derecha dentro del abrigo y rodeó con ella la culata forrada de la Beretta. Estaba metida dentro de la cintura de sus pantalones. Podía sentir el metal del silenciador entibiado sobre el estómago.

Llamó dando un solo golpe en la puerta con la mano izquierda.

– Adelante.

Era una voz temblorosa, la voz de una anciana.

Bond probó el pomo de la puerta y vio que no estaba cerrada con llave. Se metió la llave maestra en el bolsillo. Abrió la puerta de un empujón con un movimiento rápido, entró y la cerró tras de sí.

Se encontró en una típica sala de estar del hotel Ritz, extremadamente elegante, con buenos muebles estilo Imperio. Las paredes eran blancas, y las cortinas y el tapizado de las sillas eran de chintz, con pequeñas rositas rojas sobre fondo blanco. La moqueta era de color rojo vino y estaba bien tensada.

En una zona de sol, en un sillón bajo situado junto a un escritorio, había una anciana pequeña que hacía punto.

El tintineo de las agujas metálicas continuó. Los ojos que había detrás de las gafas bifocales coloreadas de azul claro examinaron a Bond con una curiosidad cortés.

– Oui, Monsieur? -La voz era profunda y áspera. El rostro, muy empolvado y bastante hinchado que coronaban unos cabellos blancos, no manifestaba otra cosa que interés de persona bien educada.

La mano que Bond tenía bajo la chaqueta estaba tensa como un resorte de acero. Sus ojos semicerrados recorrieron con rapidez la habitación y volvieron a posarse sobre la anciana pequeña que ocupaba el sillón.

¿Habría cometido un error? ¿Estaría en la habitación equivocada? ¿Debía disculparse y salir? ¿Era posible que esta mujer perteneciera a SMERSH? Se parecía tan exactamente al tipo de viuda respetable que uno esperaría encontrar sentada a solas en el Ritz, entreteniéndose con su labor de punto… El tipo de mujer que tendría su propia mesa y su camarero preferido en un rincón del restaurante de la planta baja (no, por supuesto, en el asador). El tipo de mujer que echaría una cabezadita después del almuerzo, y a la que luego iría a buscar una elegante limusina con los laterales de las ruedas blancos, para llevarla al salón de té de la rué de Berri, donde se encontraría con otra vieja rica. El vestido negro anticuado con el detalle de puntilla blanca en el cuello y los puños, la fina cadena de oro que pendía sobre el pecho informe y acababa en unos impertinentes plegables, los primorosos piececillos calzados con sensatas botas negras abotonadas, que apenas tocaban el piso… ¡No podía tratarse de Klebb! Bond había entendido mal el número de la habitación. Podía sentir el sudor en las axilas. Pero ahora tendría que representar la escena hasta el final.

– Me llamo Bond, James Bond.

– Y yo, monsieur, soy la condesa Metterstein. ¿Qué puedo hacer por usted? -Hablaba francés con bastante acento. Podría ser suiza alemana. Las agujas tintineaban sin parar.

– Me temo que el capitán Nash ha sufrido un accidente. No podrá venir hoy, así que he acudido en su lugar.

¿Los ojos se habían entrecerrado apenas detrás de los cristales azul pálido?

– No he tenido el placer de conocer al capitán Nash, monsieur. Ni de conocerlo a usted. Por favor, siéntese y expóngame el asunto que lo ha traído aquí. -La mujer inclinó la cabeza apenas hacia una silla de respaldo alto que había junto al escritorio.

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