Benito Pérez - Episodios Nacionales - La estafeta romántica

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Episodios Nacionales: La estafeta romántica: краткое содержание, описание и аннотация

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Hoy estoy de malas. La murria, que había conseguido disipar dejándome querer de esta noble familia, ha vuelto a meterse en mí, negra, sofocante. La noble familia, más atenta a su dolor que al mío, me deja solo, y caigo otra vez en la cavilación tétrica que me caldea los sesos. ¿Querrás creer, mi buen amigo, que a la hora presente no he podido dilucidar el punto más obscuro de aquel desenlace funestísimo? Todavía ignoro si la traición fue consumada por la propia voluntad de la persona en quien creía yo como en Dios, o si debo ver en ello una tenebrosa conjura doméstica seguida de catástrofe, en la cual hay dos víctimas: ella y yo. No es la primera vez que ocurren estas coacciones monstruosas, confabulándose diversas personas para someter el albedrío de un ser débil, sin escatimar ningún medio: la mentira, el terror, las promesas falaces… Esta idea me hace llevadera mi desdicha. Pensando constantemente en ello, reconstruyo con segura lógica el plan y conducta de los Arratias: les veo desarrollando su odiosa maquinación con astucia mercantil, tan parecida a la diplomática. Maestros en el engaño, ávidos de absorber el patrimonio de Aura para restaurar su decaído crédito comercial, basan su horrible intriga en la impostura de mi muerte, que ellos propalan y atestiguan no sé por qué procederes indignos. Conseguido el objeto capital de mandarme al otro mundo, prosiguen en éste su designio, ejerciendo sobre la desgraciada niña una sugestión infame. Imagino mil modos y estilos de engañarla, a cuál más extravagante y malicioso. No te los refiero, porque te horripilaría la fecundidad de mi entendimiento para estas hipótesis de la humana perfidia. Prefieres, sin duda, que me atenga a los hechos, a lo que me ha pasado, a lo que he visto, a lo que me han dicho, y así lo haré, aprovechando este anhelo de confidencia que ahora siento en mí. Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola inicua y estúpidamente.

¡Mi entrada en Bilbao, mi aparición en la casa fatal! ¿Quieres saberla? En Portugalete, un anónimo me anticipó la verdad terrible. Alguien debió de prevenir a los Arratias de mi llegada, porque huyeron, y cuando llamé a la casa no había en ella más que una criada anciana que me saludó por mi nombre antes de que yo se lo dijera. A mis preguntas respondió empujándome suavemente hacia la puerta de la tienda: «Los señores se han ido… Casaron ayer… Si quiere saber más, avístese con D. Apolinar». Y me dio las señas. Salí furioso del local obscuro, lleno de clavazón y rollos de cabos, apestando a brea, y, en medio del delirio con que aclamaba el pueblo mártir a su libertador, emprendí mi Via crucis por calles jamás por mí pisadas, buscando al clérigo que debía darme la clave de aquel nuevo misterio de mi existencia. No podría lanzarme en peor ocasión a la cacería de un sujeto desconocido, en un pueblo que yo veía por primera vez, entre aquel remolino de entusiasmo, forcejeando con el oleaje de un vecindario loco que invadía las calles. Las canciones patrióticas retumbaban en mi cerebro como un eco de las tempestades de la noche de Luchana. Gracias a Pedro Pascual Uhagón, cuyo auxilio solicité y obtuve, di con el dichoso D. Apolinar a la caída de la tarde, en su propia casa, cuando volvía de la calle, ronco de perorar en los cuarteles y en los grupos callejeros. Demostrándome, sin faltar a la cortesía, que mi visita le era enojosa, me notificó, como autoridad eclesiástica, que el día anterior, previa manifestación de la libérrima voluntad de la niña de Negretti, y comprobada por diferentes testimonios la noticia de mi fallecimiento, había casado a la expresada señorita con Zoilo Arratia. Los cónyuges se habían ido, después de la boda, a un pueblo de la costa, donde se embarcarían para Francia. «¡Pero ya estoy vivo!» exclamé sin poder refrenar mi enojo, perdido todo respeto y olvidada toda urbanidad. A esto repuso el clérigo que él se lavaba las manos, que habiéndole pedido casamiento, lo había dado con sumo gusto, como amigo cariñoso de ambas familias, Arratia y Negretti. Uhagón no vio mejor manera de calmarme que abreviar la visita, y sacándome de allí, díjome, al bajar la escalera, que Ildefonso Negretti, paralítico, desquiciado de la voluntad y el entendimiento, era hombre al agua. Con esta noticia empecé a recibir luz, confirmándome en la existencia del complot doméstico. Aquella misma noche supe que la muñidora del precipitado casorio había sido la esposa de Negretti, marimacho arriscado y astuto que lleva el nombre de Prudencia.

No me satisfacían estas claridades, harto tenues, que arrojando iba el trato de diferentes personas sobre el obscurísimo problema, y al siguiente día, después de una noche de horrible insomnio y tensión de nervios, volví al maldecido almacén de Arratia, donde encontré a un joven llamado Martín, que me saludó tímidamente, y con voz temblorosa repitió que él también se lavaba las manos, que allá lo habían compuesto los mayores de la familia, y que los recién casados, con el padre de Zoilo y los tíos Ildefonso y Prudencia, no se hallaban en Bilbao. Repitió sus cortesanías, dictadas por el azoramiento y turbación que embargaban su ánimo, y me despidió entre paquetes de clavos y hediondas breas, incitándome a tener paciencia, a lavarme también las manos, como se las había lavado él… y ofreciéndome su inutilidad para cuanto en Bilbao se me ocurriese. Secamente le di las gracias, y salí de la horrenda casa, tan semejante por su ahogada estrechez a la bodega de un buque, que me faltó poco para sentir los efectos del mareo. Puse el pie en tierra, o sea, en la calle, arrancándome del corazón con vigoroso esfuerzo la raíz doliente. ¡Ay, cuánto dolía! Uhagón, que en aquel trance me demostró leal amistad, aconsejome que diese por terminado aquel asunto, y lo enterrara antes que sobreviniese la descomposición, echándole encima la mayor capa posible de olvido. Esto no era fácil; mas lo intenté, y empecé a arrojar sobre mi fosa puñados de tierra. El cadáver no se cubría, y pasados dos días de estos esfuerzos por taparlo, asomaba todo entero y aun parecía que resucitaba. Decíame constantemente Uhagón, deseoso de mi alivio, que no pensase en más averiguaciones, y abandonara mi loco propósito de perseguir a los recién casados para obtener una explicación de su traidora y desleal conducta. Hízome ver la fuerza que al complot de los Negrettis debió de dar mi prolongada ausencia, la falta sistemática de noticias de mi persona. De la indudable virtud de estos argumentos, obtuve más y más tierra con que llenar el fúnebre hoyo. Al propio tiempo, no dejaba de comprender que mi situación iba entrando en el período de ridiculez; que la monotonía de mi desesperación lúgubre comenzaba a ser enfadosa en los círculos que yo frecuentaba. Disimulé por el pronto. El carácter de Werther sin suicidio no me convenía en modo alguno, ni era papel airoso para ningún cristiano. Nunca he gustado de los llorones: yo lo fuí tan poco tiempo, que no llegué a excitar la conmiseración burlesca de mis amigos. Pero mi terquedad, debajo de los disimulos y de las composturas de mi rostro, continuaba induciéndome a la investigación solapada, al descubrimiento de la trama traidora, a la querencia de más viva luz. Decidí seguir a Espartero en las operaciones que emprendió en el interior de Vizcaya, pues me daba el corazón que podría encontrar algún rastro de mi res secuestrada o perdida; pero entre Uhagón y Fernando Cotoner me quitaron de la cabeza este audaz pensamiento, cuya realización me habría ocasionado quizás nuevos reveses y mayores desdichas. Pasé a Balmaseda, donde me puse al habla contigo y con el mundo. Venía yo de otro planeta. Tu primera carta, mi buen clérigo, fue para mí nueva revelación de mi destino, gran consuelo de mis penas. Volví a Bilbao solicitado de amistades generosas. No parecí por la tienda de efectos navales ni por sus cercanías. Sentíame bastante aliviado: el hoyo había disminuido, y el cadáver apenas se veía ya de tanta tierra como sobre él eché.

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