Benito Pérez - Episodios Nacionales - La estafeta romántica
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Han hecho los Maltranas cuanto en lo humano cabe para dar a sus niñas, en la estrechez de esta vida rústica, la educación que a su clase corresponde. Un aya francesa las acompaña constantemente y les enseña idiomas y el código de las etiquetas sociales; un preceptor les llena la cabeza de principios científicos y de conocimientos históricos; un maestro de música traído de Zaragoza, y otro de baile que de Bilbao viene por temporadas, las instruyen en las artes llamadas de adorno; y con esto y el cuidado de su buena madre, serán dos mujercitas bien dispuestas para la vida en altas esferas. ¿Cuál será su suerte? Presumo que no ha de ser buena, y me contrista verlas tan gozosas de la vida presente, desconociendo la verdad de la humana desdicha. Las casarán con mayorazgos de campo, con militaritos bien apadrinados que lleguen pronto a generales, quizás con algún título de Madrid, y en cualquiera de estas posiciones serán desgraciadas, contribuyendo a ello su educación misma, que les abre los ojos a toda la miseria y podredumbre del cuerpo social. ¡Venturosos los ignorantes, los que se mantienen del fruto que arrancan de la tierra o que extraen del mar! Sí, sí: estoy pesimista, mejor dicho, lo soy, y todo lo veo negro, no porque finjan caprichosamente la negrura mis ojos turbados, sino porque lo es. Sí, querido capellán, todo es del color de tu sotana, y lo poquito que colorea y fulgura imita el viso de ala de mosca que tienes en ella.
Mayor tristeza me dan las niñas de Maltrana cuando considero lo endeble de su salud. Azarosa es la vida de sus padres, que si las oyen toser se echan a temblar, y a cada instante les mandan sacar la lengua. Probablemente morirán en el paso peligroso de los diez y ocho a los veinte años. Sí, hombre, se mueren: no lo dudes, ni alardees de una confianza basada en ñoñerías religiosas. Y si quieres que te diga una barbaridad, te la digo. Si se van, como creo, se libran del sufrimiento humano, y eso van ganando. Habrán vivido tan sólo en la época feliz, o que lo sería sin el martirio de las lecciones y del odiado estudio, que no ha de servirles para nada. Figúrate el jugo que sacarán en la otra vida de sus conocimientos gramaticales de acá. ¡Tanto mortificarse por conjugar, por construir las oraciones, por escribir correctamente la ge y la jota! ¿Pues y las nociones geográficas? ¡Qué les importará de nuestras pobres penínsulas, de nuestros ríos y continentes, de si Prusia linda con la Polonia o con las Batuecas! No, no creo que nuestras sabidurías permanezcan allá, pues la Muerte no sería, como dicen, dulce amiga, si al caer en sus brazos no saliera de nuestros cerebros todo este serrín que nos metéis a la fuerza los profesores, amenazándonos con el infierno de la ignorancia, el cual tengo yo por un bonito y cómodo infierno.
Vuelvo a mi asunto para decirte que mi temor de la desgracia de estas niñas no es infundado. El hijo mayor de Maltrana murió tísico en Madrid hace tres años, contando diez y siete, y aquí tienes explicado el aborrecimiento de Valvanera a esa Villa y Corte. Los otros hijos son tres, varones y pequeñuelos, el mayor de diez años, el chiquitín de cinco. Su raquitismo, malamente combatido con la vida del campo, con los continuos paseos, el estudio y cuidado que en alimentarles se emplea, es el tormento de sus padres. Son inteligentes, muy desarrollados de cerebro, zanquilargos, flacuchos, y tan propensos a los enfriamientos, que es gran felicidad que no estén constipados. Siento una pena indecible ante estas tres criaturas: en sus rostros, como en los de sus hermanitas, veo la fúnebre sentencia, que les condena a seguir los pasos precoces del primogénito hacia un mundo que llamamos mejor antes de conocerlo. Yo tengo mis dudas; sólo afirmo que peor que este no puede ser… Pues para mí no hay mayor confusión que esta descendencia menguada y enfermiza, siendo Maltrana un hombrachón vigoroso, que se precia de no haber padecido en su vida ni un dolor de cabeza, y Valvanera una mujer saludable y fuerte, aunque algo seca de carnes. Será una manifestación aislada, como otras mil que vemos, del cansancio y pesimismo de la raza española, que indómita en su decadencia, dice: «Antes que me conquiste el extranjero, quiero morirme. Me acabaré, en parte por consunción, en parte suicidándome con la espada siniestra de las guerras civiles». Si tuviéramos buenas estadísticas, se vería que ahora muere más juventud que antes. ¿Y qué me dices de la facilidad con que los chicos y chicas que han sufrido algún desengaño siguen las huellas del joven Werther? ¿Pues y la guerra civil, esta sangría continua, esta prisa que se dan unos y otros a fusilar rehenes y prisioneros, como si cobraran de la tierra o del negro abismo un tanto por cadáver? ¿No es esto, en la vida española, una instintiva querencia del aniquilamiento? No te rías… Yo aplico mi oreja a la raza, y la oigo decir: «Puesto que ya no sirvo para nada, quiero darme a la tierra». Si no piensas como yo, no me importa, ignaro capellán.
Pues sabrás que las niñas de Maltrana, a quienes sus padres no niegan ningún esparcimiento de buen gusto, han dado ahora en la flor de representar en casa una comedia o drama, distribuyéndonos los papeles entre todos, según las aptitudes escénicas de cada uno. Se me ha encargado de dirigir la construcción del teatro en la más grande pieza de la casa, y asistido de un carpintero y pintor de brocha gorda, daré hoy comienzo a mi tarea de armar bastidores y el tablado, y la batería de luces, y todo lo demás que constituye una perfecta escena. La obra elegida por las niñas es El Trovador, ¡ay de mí! Están locas con ese drama. Lo han leído no sé cuántas veces, y se lo saben de memoria. De Nicolasa, me ha dicho su madre que se despierta a media noche declamando con sonora entonación los famosos versos del ensueño. Lo terrible es que se empeñan en que yo he de hacer el Manrique, creyendo que en este papel dejaré tamañito a Carlos Latorre. No sé cómo salir de paso. Trato de quitarles de la cabeza la idea de estrenarnos con obra tan difícil; no me llega la camisa al cuerpo pensando que tengo yo que salir vestido de trovadorcito, con mi laúd y todo, y soltar la andanada:
En una noche plácida y tranquila
que recuerdo, Leonor: nunca se aparta
de aquí, del corazón: la luna hería
con moribunda luz tu frente hermosa,
y de la noche el aura silenciosa
nuestros supiros tiernos confundía.
No, no me llama Dios por ese camino: lo haré muy mal. Ya les he dicho que debemos elegir El sí de las niñas, y Maltrana y Valvanera me apoyan en este juicioso consejo. Pero las chiquillas no conocen la obra, y, por más que les explico el argumento, no se dan a partido. No sienten la sencillez ni la prosa en el teatro, que para ellas, o es verso patético o no es tal teatro. Desgraciadamente no he podido encontrar ningún ejemplar de la comedia, aunque para ello hemos revuelto todo Villarcayo. Se pidió a Bilbao, y contestaron que ningún despacho de libros lo tiene. Espero que nos lo facilitará un amigo de Medina de Pomar, moratinista furibundo. Si lo encuentro, haré los imposibles por convencer a las niñas, enseñando a la más pequeña el papel de Paquita, y a la mayor el de Doña Irene. Yo seré el Don Diego; es mi papel… Pues te aseguro que lo haré con gusto, y aun que lo haré bien. Hay dentro de mí mucho que ha envejecido. Me siento Don Diego… Pero en este instante, ¡oh mi dulce mentor! lo que prevalece en mí, ahogando todo sentimiento y toda idea, es un sueño intensísimo. Obediente a la naturaleza, pongo fin a esta carta deseándote lo que no tiene tu triste. – Telémaco.
VI
Del mismo al mismo
Sin fecha.
Hoy, cuando más contentos estábamos armando bastidores, y vigilando las copias de El sí de las niñas, que al fin he impuesto a mis discípulas del arte escénico, llamaron con recio golpe al portalón de esta casa palacio. Era un huésped fúnebre, la nueva tristísima de la muerte de D. Beltrán de Urdaneta en el Maestrazgo. ¡Y qué desastroso fin el del noble y simpático viejo! No te quiero decir la que se armó aquí. Valvanera cayó con un síncope, y las niñas, afectadas de súbita pena y de cierto terror, sufrieron desmayos de menor cuantía, que afortunadamente fueron de corta duración. Todo lo tienes ya revuelto en la casa, suspendidos los trabajos de arquitectura teatral y de estudio de papeles, la vida de todos amargada y descompuesta, los pequeños recaídos en sus enfermedades, un trasiego continuo de medicinas de la botica a la casa, alteradas las horas de comida y cena, y sobre esto el chaparrón de visitas de pésame. Maltrana y yo hemos tenido que vernos enfrente de innumerables caras compungidas, de levitones negros, y de manos que se llevaban el pañuelo a los ojos. Me ha causado inmensa pena el fin desgraciado del gran prócer y libertino, que no se decidía, no, a una jubilación honrosa. Ha sido preciso que le fusilen para hacerle soltar el papel de caballero pródigo, de viejo galán incorregible. Le quería yo de veras, y él a mí mucho más de lo que merezco. Me tomó un afecto semejante al tuyo; fue también mi Mentor, y me dio consejos sapientísimos que no seguí. ¡Pobre D. Beltrán! Gozó setenta y ocho años de vida. Lástima que no haya dejado Memorias escritas, que serían el más ameno libro del mundo: infinitos ejemplos que no te digo sean ejemplares, pero sí divertidísimos, rebosantes de humanidad, de gracia, de aroma de flores, de incienso cithereo… no sigo, por no enfadarte…
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