Benito Pérez - Episodios Nacionales - Bailén
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– ¿Pero Lobo ha desaparecido también? – pregunté con afanoso interés. – Si no ha desaparecido, ¿no puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés?
– Al cabo de diez días lo encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene padres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles la infeliz muchacha, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de su rango y entre personas de inferior condición». Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo tramposo embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces insolencias que han salido de estos labios… ¿No crees tú como yo que lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo, para ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid, he pasado noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón: nadie, nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos, cometer grandes pecados, y exponer uno su alma a las horribles penas del infierno, para ver desvanecida como el humo aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!… ¿Será castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me perdone, o que me devuelva a Inés, aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y devoción, podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo, y devuelvas a Inés su libertad, así como a mí la paz del alma que he perdido quizás para siempre.
Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma tan apasionada como inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin, su voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún.
III
A la mañana siguiente la primera persona que vieron mis ojos fue doña Gregoria, a quien ya había empezado a tomar cariño, pues tan propio de la caridad es inspirarlo en poco tiempo. La mujer del Gran Capitán limpiaba la sala, procurando mover los trastos lentamente para no hacer ruido, cuando desperté, y al punto lo dejó todo para correr a mi lado.
– Esa cara está respirando salud – me dijo. – Veremos lo que dice hoy D. Pedro Nolasco cuando te vea.
– ¿Y quién es ese D. Pedro Nolasco? – pregunté sospechando fuera el citado varón algún médico afamado de la vecindad.
– ¿Quién ha de ser, hijo? El albéitar, que vive en el cuarto número 14. Aquí no gastamos médico, porque es bocado de príncipes. Y cuando Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro Nolasco, que es un gran doctor. A él debes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado la bala; que si no, a estas horas estarías en el otro mundo.
Oído esto, le hice varias preguntas acerca de su condición y la calidad de la casa, a las que satisfizo bondadosamente diciendo que su esposo era portero en una oficina del ramo de la Guerra, y que con su sueldo, y lo que el Sr. Juan de Dios les daba por su modesto pupilaje, pasaban la vida pobres y contentos.
– Esta no es casa de huéspedes, porque nosotros no queremos barullo – añadió-, pero hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de Arroiz y por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que has visto anoche y que no ha de tardar en venir, es un joven a quien conocimos en Alcalá, cuando estábamos allí establecidos, y él corría la tuna en aquella célebre Universidad. Ha sido muy calavera, y sus padres no le han vuelto a ver desde que se marchó a Francia hace quince años, huyendo de una persecución muy merecida, a consecuencia de sus barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado joven! Allá ha sido soldado, y cuando nos cuenta sus trabajos y penalidades nos quedamos como si oyéramos leer la novela El asombro de la Francia, Marta la Romarantina, aunque Santiago dice que todo lo que cuenta es mentira. A pesar de es un tarambana, nosotros apreciamos a este mala cabeza de Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es que cuando se aparece por España, siempre viene a parar a nuestra casa, donde le damos hospitalidad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bien poco dinero: verdad es que si le pidiéramos mucho, el infeliz no podría dárnoslo, porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de las yerbas del campo, pues su familia a un buen solar de tierra de Salamanca pertenece: sólo que como no es primogénito… su padre se empeñó en dedicarle a la Iglesia, y el pobre chico no tenía afición de misacantano…
Estábamos doña Gregoria y yo enfrascados en este coloquio que no dejaba de interesarme, cuando volviendo de su oficina D. Santiago Fernández, quitose gravemente el pesado uniforme, que su consorte colgó en la percha no lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a comer:
– Grandes noticias te traigo, mujer – dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cuero y con ambas manos posadas en las respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo. – Te vas a poner más contenta…
– No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.
– No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había declarado la guerra a la canalla? No es Navalagamella sólo, mujer, es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo han dicho, y si vieras cómo están todos bailando de contento. Oficial conozco que no ha dormido en toda la noche esperando el correo, y si supieras, mujer… A ti te lo puedo decir, y no importa que lo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales se han fugado, sin que en los cuarteles, ni en sus casas se sepa dónde están. Y dirás tú, «¿pues dónde están?». Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: se han ido a unirse a los ejércitos españoles que se están formando… ¿a que no sabes dónde se están formando? Pues yo lo sé, sí señora, yo lo sé: uno se está formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de la Cuesta: otro en Asturias y Galicia, que corre a cargo de Blake… y el tercero… Esta es la más gorda de todas: ¿te la digo?
– Hombre sí, dila: no nos dejes a media miel.
– Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí señor, se sublevarán. Pues no se han de sublevar. Si en cuanto uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni un ranchero español quedará a las órdenes de Murat, ni de la Junta.
– Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Pero siento golpes en la puerta. Son los vecinos que vienen a saber noticias… Pase Vd., Sr. D. Roque; pasen ustedes niñas; pase Vd. Sr. de Cuervatón.
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