Jacinto Octavio - Lazaro

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En la segunda fase de aquella etapa de su vida, todo era esperanzas: habíanle trazado con sombrías tintas el plano de la revuelta arena del mundo. – «Aquí abajo no hay, le dijeron, sino males y perfidias; pero tú serás de los que tienen por misión encadenar el dolor a la esperanza de la dicha.» A pesar de no considerar completos los ejemplos que se le ofrecían, todo lo que aprendía, sus vigilias y desvelos, cuanto intelectualmente se asimilaba, venía a compendiarse en una palabra de amor divino, que le hubiera hecho fijar los labios en la escrófula del enfermo, si esto bastara para curarla, entusiasmo capaz de llevarle a los campos de la guerra para acallar con su rezo la maldición del desgraciado y dar alas al alma del creyente moribundo.

Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominábala ciudad, viendo a lo lejos tejados y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo. Si su memoria, protestando de aquel falso sistema del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del pulvis eris que le habían inculcado en el alma.

Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste; aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar; marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si el pensamiento del hombre fuese ave cuyo Vuelo depende de voluntad ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, le repugnase o no, a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «Node sólo pan vive el hombre, sino también de la palabra de Dios,» le dijeron; y la palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de absurdo, sostuviéronle que en aquel misterio impenetrable que constituye la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la verdad y el encanto de su divina poesía, porque la fe es substancia de las cosas que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen [1] Epist. de San Pablo a los hebreos, cap. II, vers. I. .

Entonces, falta de apoyo su inteligencia, sin que pudiera todavía discernir lo bueno de lo malo, ni estimar como nulo lo falso e inapreciable lo cierto, fue desfilando ante su mirada por las páginas de sus manoseados infolios, la interminable procesión de ideas, teorías y concepciones que se le daban como infalibles certezas. Fue viendo que el hombre, envilecido desde su nacimiento por una culpa ajena, no puede redimirse de ella; supo que el alma, capaz del crimen, está hecha a semejanza de Dios; leyó que la misericordia celeste puede ser también cruel, haciendo eternos los castigos, y que la voluntad divina es capaz de trastornar las leyes eternas de la materia y la energía.

Contraria pero simultáneamente a la frase «Eres polvo,» le dijeron que el hombre es el rey de la tierra; las aguas de los mares y las arenas del desierto son llanuras francas a su actividad y su valor; las fieras de brutal poder, esclavas de su inteligencia; los metales, que como venas de fuerza y riqueza serpean por las entrañas de los montes, tesoros escondidos para que el trabajo los descubra y el sudor los fecunde; y hasta la mujer, arcilla divinamente modelada con los rasgos de la amante y la madre, es suya también, carne de su carne, hueso de su hueso. Pero con todo, y a pesar de ello, le afirmaron que él ideal de la vida no es la existencia en el seno de la Naturaleza, ni la fecunda guerra del trabajo ni la pasión de la verdad o del arte, sino la muda y estática contemplación de lo divino, el celibato estéril, el claustro, la pobreza, el ayuno, el desprecio de sí mismo y el ansia de llegar a la muerte como a puerta mágica desde cuyo umbral se perciben los eternos albores del paraíso de los justos.

Sobre este conjunto de ideas, por cima de toda consideración superior a cuanto le rodeaba, estaban para Lázaro la santidad y grandeza de la misión aceptada, sin que llegara a alzarse un punto en su espíritu la idea de que el bien fuese independiente y extraño de la fe. Así llegó a cumplir los veinticinco años. Su inteligencia, como vaso forjado según las concepciones de los que dirigieron su educación, fue molde en que se vaciaron ideales ajenos. Cuanto en sí encierran las tendencias de los pasados siglos, cuanto en lo antiguo sirvió de turquesa para dar forma y ser a la sociedad, echó en su inteligencia hondas raíces. Educado para las batallas del presente, tuvo por armas las convicciones de antaño, fuertes por lo sinceras, pero quebradizas por lo viejas.

Llegada la época de abandonar el Seminario, el obispo le llamó a su despacho, y le habló de esta, suerte:

«Vamos a separarnos. Cuando escribí a mi hermano encargándome de tu porvenir, no creí que fuese tan fácil poner a un hombre en camino de hacerse artífice de su propia fortuna; pero tu aplicación, e ingenio han llevado las cosas de modo que aquí, de hoy en adelante, no harás más que perder tiempo. Si con nosotros te quedaras; no pasarías de pobre cura de pueblo; tal vez llegases algún día a predicar en nuestra catedral; pero nada más. Yéndote a la corte, como deseo, tus méritos darán a tu carrera continuación tan lisonjera como halagüeños han sido los comienzos. Poco me agrada separarme de tí; pero dos consideraciones hago: que aquí te traje, no para satisfacción mía, sino por conveniencia tuya; y que en las luchas de la tierra, en la revuelta marejada de encontrados intereses, donde has de intervenir, puedes ser en alto grado útil a la santa causa de la Iglesia.

»Vas a cambiar de género de vida, de hábitos y costumbres, hasta de ambiente respirable, que no son iguales las auras puras de estos campos cercanos, al aire viciado de la ciudad. Aquí, por más que haya doblez y engaño, no son la maldad tan refinada ni la hipocresía tan astuta; allí la cortesanía hace el daño más hondo y más disimulada la torpeza. Vivirás entre hombres que antes aprenden a averiguar el pensamiento ajeno que a expresar el propio, rozándote con gentes que procuran hacer a la mentira hurón de la verdad, y que tratarán de adquirir tu confianza engañando a otros, como luego te engañarán a ti para provecho de tercero. Anda en todo pecho la falsía, en todo cerebro la comedia: muchos la representan de tal suerte, que toman en serio su papel, y ni aun la muerte da fin a la farsa, pues otros fingen que les han creído, y la lisonja llega hasta el epitafio, manchando hasta los mármoles. Desconfía de cuanto te rodee y mantente en guardia casi más que contra las maldades ajenas, contra tus propias debilidades. Dios ha puesto en ti fe y razón; aquélla, como faro eterno a que caminas y te alumbra; ésta, como apoyo y sostén para cuando dudes; mas ten cuenta que si tu fe vacila, antes te será causa de desdicha que de consuelo y esperanza. Lee los libros que te en las manos sin cuidarte de profundizar en sus páginas más de lo que ellas te descubran; que el libro, como el vino, fortalece si no se abusa de él, embriaga si se prodiga. La ciencia es a la paz del alma lo que el agua a la semilla; con poca se fecunda y con sobrada se anega. Tu misión hasta hoy ha sido aprender la que habías de huir mañana: desde ahora vivirás entre el mal, evitando que logre corromperte. La tarea de tu vida es consolar al que sufre, alentar al que espera, perdonar al que yerra, labrar en tu corazón puerto donde busquen amparo los náufragos del mundo. No hay en la tierra misión más noble, que la nuestra. Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería dado envanecernos; pero hemos, de unir a la bondad la mansedumbre, y por altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad.

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