Jacinto Octavio - Dulce y sabrosa
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Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china, y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)
Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante. Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte, abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro, guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.
Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.
Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse en seguida: «No, no es ella…, con esa ropa… ¡imposible!». Sin embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:
– ¡Ten cuidado, monín!
Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica. El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles, hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre (porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:
– ¡Cuidado, monín!
«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer), añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose: «rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que la hayan picoteado los pájaros».
Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:
– Haga usted seña a Manolo para que arrime.
Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»
Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra prometida.
En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el velillo.
Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.
Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil pensando: «Esto es increíble. ¿Estará con alguno? Pero ¿y el niño?». Y volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»… etc., etc., y estas etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»
Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.
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