– Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa ó con ballesta no dejan res á vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
– Pues, hombre, no sé en qué consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez á las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres ó cuatro días, sin ir más lejos, una manada, que á juzgar por las huellas debía de componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
– ¿Y hacia qué sitio seguía el rastro? – pregunté á los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.
– Hacia la cañada de los cantuesos – me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fuí á apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos á otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje á mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir á ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, á la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni á la hora de siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia, y lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró á esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
– ¡Oh, no! por desgracia no los tengo yo tan pequeñitos, pues de ese tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuya historia nos refieren los trovadores.
– Pues no paró aquí la cosa – continuó el zagal cuando Constanza hubo concluído; – sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los ciervos para dirigirse á la cañada, allá al filo de la media noche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían á mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado, y poniendo atención á aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire, como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres ó cuatro voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y algarabía semejante al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino, vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros en la cabeza.
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Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera. – El Editor.